Tras
haber visto más de 25.000 películas (casi cinco años completos de mi vida hasta la fecha), me dio por pensar
que no han sido muchas las que han conseguido emocionarme hasta la congoja y el
llanto. No se trata, en este caso, de hacer un cansino ejercicio de memoria
cuando algunas de esas contadas ocasiones han quedado registradas de manera
indeleble en mi saludable memoria cinéfila. Así, no puedo evitar que un
torrente de lágrimas inunde mi rostro cada vez que veo al tan honrado como
desesperado obrero Antonio Ricci de la descomunal Ladrón de bicicletas (Vittorio
De Sica, 1948), siendo atrapado por la muchedumbre tras robar una bicicleta y
sólo el llanto desconsolado de su pequeño hijo evita que vaya a la cárcel. Lágrimas
que también me asaltan en la escena final de La lista de
Schindler (Steven Spielberg, 1993), cuando un magnético Liam Nesson se
despide de sus tan agradecidos como asustados protegidos. Aflicción que de
forma incontrolable también se apodera de mi durante la secuencia del metro
parisino cuando Juliette Binoche es acosada por un grupo de magrebíes y sólo un
anciano sale en su defensa en la excelente Código desconocido (Michael Haneke, 2000).
Recientemente
un par de películas han conseguido conmoverme hasta el desahogo del llanto
purificador en ejercicios sublimes que sirven de ejemplos de cómo una escena
puede ser tan incisiva en su planificación como en su reflexión intrínseca:
presten atención al Adrien Brody de El Profesor (Detachment, Tony Kaye,
2011), llorando abatido por su enorme carga existencial en un autobús donde
sólo viajan dos pasajeros más; una jovencísima prostituta ocupada en hacerle
una felación a un viejo y sucio vagabundo que le paga con una bofetada. Difícil
se hace reprimir las lágrimas en la declaración bajo juramento de ese piloto
alcohólico encarnado por Denzel Washington que quiere vivir, de una vez por
todas, en paz con su conciencia en El Vuelo (Flight, Robert Zemeckis,
2012).
Pero
si hay una secuencia que me ha hecho llorar compulsivamente y de forma
incontrolable en una sala de cine esa es la del magistral y desgarrador monólogo
que realiza un sublime Marlon Brando ante el cadáver de su mujer suicida en esa obra maestra titulada EL
ÚLTIMO TANGO EN PARÍS (Bernardo Bertolucci, 1972), un film cuya
causticidad responde más a su decadente desarraigo moral que a sus momentos
eróticos. Les dejo con esta espléndida secuencia:
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