Una tarde de finales de los 80 (creo que
fue en 1988) me encontraba paseando por el céntrico Paseo de Gracia de
Barcelona cuando captó mi atención un libro de los muchos que se promocionaban
en el escaparate de una librería, su título, La Dalia Negra, su autor, James
Ellroy. El que me decidiera a adquirirlo tuvo mucho que ver con la
dedicatoria que el escritor norteamericano reseñó en memoria de su madre: “Para
Geneva Hilliker Ellroy (1915-1958). Madre: veintinueve años después, esta
despedida de sangre”. La novela, que me cautivó y me pareció una obra
maestra redonda, total y absoluta, la despaché en un par de días de insomnio y
me convirtió para siempre en un devoto de la obra de Ellroy. Fue un título
clave, no sólo para su autor (con ella alcanzó el esperado éxito y vio como se
acercaba su sueño de ser el mejor novelista de América) también para los
lectores de novela negra, que desde hacía tiempo anhelábamos un nombre que se
elevara por encima del desolador erial en el que se encontraba el género en
aquella época. Pero, lo que más me interesó en aquellos momentos fue el
paralelismo entre la historia real novelada en esa obra por el autor nacido en
Los Ángeles y el traumático episodio que arrastraba su trágica historia
personal, y que más tarde trataría en profundidad en unas estremecedoras y
honestas memorias, Mis Rincones Oscuros, una suerte de investigación
tardía sobre las extrañas circunstancias del asesinato de su madre.
Así, la apasionante obra de Ellroy relata el caso real de Elizabeth “Betty”
Short, una preciosa joven de Massachussets que llego a Los Ángeles con la
intención de convertirse en actriz y que fracasando en sus aspiraciones se vio
abocada, dentro de la vida crapulosa que comenzó a llevar, a dedicarse a la
prostitución. El 15 de enero de 1947 apareció su cadáver desnudo, seccionado en
dos partes a la altura del ombligo y con inusitados signos de violencia en un solar
cerca de Hollywood. El examen forense dictaminó que la víctima había sido
torturada durante días y que, mientras esto sucedía, conservó el conocimiento
en todo momento. El atroz suceso sigue siendo hoy uno de los más brutales y
espeluznantes de la crónica negra de Estados Unidos, un enigma que conmocionó a
todo el país y que sigue todavía sin resolver, pues nunca se ha descubierto al
culpable de tan sádico crimen. El apodo de “la dalia negra” se lo puso un
periodista en referencia a la película La Dalia Azul
de George Marshall y protagonizada por Alan Ladd, de moda por aquel entonces,
también por su cabello azabache y ser éste el color favorito de sus trajes de
raso. Como apuntaba, la madre de James Ellroy, Geneva Hilliker Ellroy, fue
asesinada en parecidas circunstancias. El 22 de junio de 1958 apareció
estrangulada en un suburbio de Los Ángeles, y como en el caso de La Dalia,
nunca se detuvo al asesino. Ellroy tenía por entonces diez años y aquella
dolorosa tragedia ha marcado de forma
obsesiva su obra y toda su existencia: “Es como si uno y otro caso se
metamorfosearan”, comenta el escritor.
Brian De Palma, un director siempre interesado por el cine de
género, retoma la historia narrada por Ellroy en la que a través de dos
policías y ex boxeadores, Lee Blanchard (Aaron Eckhart) y Bucky
Bleichert (Josh Harnett) seguimos la investigación del bestial asesinato de
una aspirante actriz identificada como Elizabeth Short (Mia Kirshner).
Entre los dos detectives existe una severa y noble competencia, sobre todo
porque Bleichert se siente atraído por la mujer de su colega, Kay Lake
(Scarlett Johansson) al mismo tiempo que por una misteriosa femme fatale hija
de un magnate de la construcción, Madeleine Linscott (Hillary
Swank), por lo que la pugna entre los compañeros oscila entre la investigación
obsesiva del caso más brutal y complejo de la historia criminal y los lechos
con sábanas de seda.
El espectador más cinéfilo y cultivado
puede pensar que, debido a su presupuesto, sus pretensiones y las expectativas
creadas -al adaptar una de las obras más conocidas y personales de Ellroy y
situarse un maestro como De Palma detrás de la cámara- que La Dalia Negra es un film fallido... Y lo es sólo en parte, porque siendo verdad que
resulta excesivamente academicista y fría, que algunos personajes no resultan
creíbles, la función contiene muchos alicientes y buenos momentos para
considerar que la propuesta no es despreciable: el combate de boxeo entre Mr.
Hielo y Mr. Fuego, rodado con un realismo y una crudeza impactantes; el
hallazgo del cadáver de Betty Short en el descampado, secuencia que seguimos
desde detrás de la ventana de un cochambroso apartamento el mismo instante en
que una mujer lo descubre y sale corriendo espeluznada hasta que alrededor del
cuerpo desmembrado se amontona todo un enjambre de coches patrulla y
periodistas, en una perfecta ilustración de la novela; o la artificiosa, aunque
estimulante escena de la muerte de Blanchard, con ese sello tan inconfundible
de su autor de crear tensión a través de la ingravidez de la cámara lenta.
Aún hay más, el suntuoso tono quemado, achocolatado, de la excelente fotografía
-puro cine negro- del experto Vilmos Zsigmond, el impecable diseño de
producción, la labor tan profesional de vestuario y el origen de la interesante
trama real narrada. No obstante, ese vertedero putrefacto de polis corruptos, gángsters
y chuloputas, asesinos de ancianas y niños, magnates sin escrúpulos, peligrosas
femmes fatales de dobles vidas y sueños rotos, se nos muestra con
elegancia pero sin alma ni emoción, necesitado de una mayor garra, del frenesí,
la visceralidad y la demencia volcánica del genio narrativo de James Ellroy.
DUEÑOS DE LA CALLE (David Ayer, 2008)
Tras la casi fallida La Dalia Negra, adaptación cinematográfica excesivamente fría y academicista de una de sus más famosas novelas a cargo de Brian De Palma, nos llega ahora Dueños de la calle, traslación a la pantalla grande de su relato “The Night Watchman”, película para la que el escritor nacido en Los Ángeles ha tenido a bien colaborar en la escritura del libreto. No es el único aliciente del film que nos ocupa, pues detrás de las cámaras se sitúa el guionista y director David Ayer, un cineasta por el que también siento cierta afinidad, no sólo por su potente guión para la excelente Día de entrenamiento, también gracias a su debut como director con la no menos espléndida Harsh Times, y que al igual que Ellroy es hijo de la ciudad de las bambalinas y el oropel, del crimen y la corrupción.
El film sigue las vicisitudes de Tom Ludlow (Keanu Reeves) un veterano
detective de la policía de Los Ángeles que está pasando por malos momentos
debido al reciente fallecimiento de su esposa. Ludlow sólo encuentra refugio en
la bebida, se mueve como un lobo solitario por las sombras de la noche, aunque
trabaja bajo la protección de la unidad “Ad Vice”, y de su jefe, el enigmático Jack Wander (Forest Whitaker). Tras
haber resuelto el caso de unas chicas secuestradas por una peligrosa banda y
ser por ello ascendido, su vida acaba de arruinarse cuando unas pruebas le
implican en el asesinato de un oficial, por lo que tendrá que rendir cuentas
ante el capitán Biggs (Hugh Laurie)
el implacable jefe del Departamento de Asuntos Internos. Pero es entonces, como
si no tuviera ya nada que perder, cuando decide enfrentarse a todo en lo que
había confiado desde que inició su carrera policial con intenciones muy rectas,
es ahora cuando empieza a cuestionar todo el círculo de amistades del que ha
estado rodeado.
No es extraño que nos sintamos impelidos
a comparar
Dueños de la calle con
Serpico (Sydney Lumet, 1973), mítica
película a la que Reeves hace referencia en la cinta, ya que las dos comparten
el tema del policía dispuesto a enfrentarse
con la corrupción imperante en el Cuerpo, la consabida denuncia del cine
hollywoodiense al sistema, aunque
podemos encontrar algunos puntos más en común: ambos films se abren con una
escena sangrienta (más impactante la de la matanza de coreanos del film de
Ayer), los dos detectives se nos muestran como seres solitarios desnudos ante
los peligros de la jungla urbana, con enemigos a uno y otro lado de ley, y como
consecuencia, tanto una como otra película arrojan visiones muy pesimistas y
algo demagógicas sobre el
establishment
estadounidense.
El segundo largometraje
de David Ayer es un film resultón que no carece de interés, capaz de
sobreponerse a la sensación de déjà vu que aromatiza cada tramo de su
metraje. Moviéndose, como les gusta a sus responsables, entre los fétidos
meandros de la ciénaga policial y el cine acción convencional, el film
transcurre como un juego de espejos deformantes, en los que la realidad dista
mucho de ser lo que se refleja en ellos. A pesar
de su afición al vodka y la certeza de que su mujer murió poniéndole los
cuernos,
Ludlow sabe –porque jamás perdió
su medida moral y la lógica del pensamiento- que media un abismo entre lo que
un día soñó y en lo que se ha convertido, escéptico ante el sistema judicial y
sus filtros burocráticos, imparte una justicia nada garantista, automática e
inapelable. Imprimiendo al relato un denso vaho moralista, por la acción
sobrevuela una acusada introspección sobre el poder letal que el Estado y los
ciudadanos otorgan a sus policías, y cómo las escasas limitaciones en el
desempeño de su labor, los abusos y las tentaciones derivan, en muchas
ocasiones, en su total degradación, para finalmente concluir que, en mayor o menor
medida, todos somos cómplices de esa corrupción.