Es curioso que Daniel Calparsoro jamás
haya vuelto a rayar a la altura que alcanzó con su ópera prima, la visceral Salto
al vacío (1995), curioso pero ni mucho menos excepcional porque lo mismo le
ocurre a Amenábar con Tesis y a otros directores. Es verdad que el director
nacido en Barcelona nos ha entregado películas aseadas como Invasor (2012) y la
que hasta ahora es su segundo mejor film, Cien años de perdón (2016), que
además contaba con un buen reparto.
En espera de su siguiente estreno Salto
al cielo, previsto para 2020, Calparsoro toma como base la primera novela de la
trilogía escrita por Eva García Sáenz de Urturi para situarnos en el año 2016
en Vitoria, cuando las cadáveres desnudos de una chica y un chico veinteañeros
aparecen en la cripta de la Catedral Vieja. Unai López Ayala (Javier Rey) un
inspector experto en perfiles criminales, tratará de dar caza al asesino en
serie ritual que lleva aterrorizando a la ciudad durante dos décadas. La sucesión
imparable de crímenes y una investigación policial contaminada por las redes
sociales llevan al límite a Unai, enfrentándolo a un asesino camaleónico que
podría resultarle más cercano de lo que cree.
El silencio de la Ciudad Blanca desprende
un tufo televisivo que espanta,y el
director deAusentes, que lleva tiempo surcando el cine de género más
convencional nos plantea un misterio en donde el inspector Unai López de Ayala
va tras la pista de un asesino que reproduce los crímenes que otro asesino
cometió veinte años atrás. La cuestión es que aquel está en la cárcel, por lo que
los nuevos asesinatos son obra de un imitador o de alguien que sigue sus
instrucciones. El problema de esta Seven de baratillo (encontramos
también referencia a El silencio de los corderos) es la
sensación déjà vu, que todos los personajes carecen de una entidad definida, que
sus perfiles están muy difuminados y que el juego del gato y el ratón que
propone llega a resultar cansino.
En la
vertiente atmosférica, la ciudad de Vitoria en fiestas nunca llega a ser un
personaje determinante y el clima de tensión no lo encontramos en unas escasas escenas
de acción rodadas con poca garra y con unos policías atléticos que practican
diariamente running pero a quienes se les escapa corriendo un asesino entradito
en años y con poco fondo físico. Atiborrada de clichés y esquematismos, con momentos
altamente inverosímiles, evidentes errores de cásting (a nadie le sienta bien
el rol que desarrolla) y un fallido intento de dotar a la función de la gelidez
de los thrillers nórdicos, estamos ante una película absolutamente prescindible
en la que ni el ritual que sigue el serial killer, que introduce abejas en los cuerpos de las víctimas y las expone como si estuvieran durmiendo, causa ya ninguna sorpresa.
Tras aquel artefacto titulado Venom
(2018) que cosechó un desprecio generalizado de la crítica especializada, el
director Ruben Fleischer nos
presenta esta secuela de Bienvenidos a Zombieland (2009) una
película tan absurda como divertida, que con una mezcla de terror y comedia
romántica funcionó muy bien taquilla. En esta contaminación titulada Zombieland:
Mata y remata, el mismo grupo de protagonistas tendrán que viajardesde la Casa Blanca hasta el corazón de
Estados Unidos para enfrentarse a un nuevo tipo de muertos vivientes que han
evolucionado desde lo sucedido hace algunos años, y encontrándose con algunos
supervivientes humanos rezagados. Pero, como siempre, tendrán que soportar los
inconvenientes de convivir entre ellos.
Una década después, nos volvemos a
encontrar al variopinto grupo de matazombis viajando en un monovolumen hasta la
casa de Elvis Presley en Graceland (Menphis). Un frenético viaje por carretera
en el que se encontrarán personajes tan histriónicos como Nevada (Rosario Dawson) una superviviente obsesionada con Elvis, y
con Madison (Zoey Dutch) una chica
muy cargante, con pocas neuronas y con una forma de expresarse muy pija. Las tensiones
entre Tallahassee (Woody Harrelson),
Wichita (Emma Stone), Little Rock (Abigail Breslin) y Columbus (Jesse Eisenberg) llevaron a la ruptura del grupo en un paisaje
postapocalíptico, pero ante la aparición de unos zombis más rápidos e
implacables vuelven a hacer piña aunque nunca sabemos si abarán exterminándose
entre ellos.
Zombieland: Mata y remata ha perdido el factor sorpresa y aun
así, en muchos momentos, resulta más dinámica y chispeante que el film seminal,
es más gamberra, contiene algunos gags hilarantes y chistes políticamente
incorrectos. Woody Harrelson está en su salsa muy desatado, y la función gana
en consistencia bajo la base un guión con continuos guiños a la cultura pop, unos
diálogos ácidos, carnicerías en slow-motion, y más escenas de pura acción, con
atención a esa fantástica escena en los créditos finales. Una película tan
entretenida como irreverente.
Este cronista no esperaba que un director
como Todd Phillips, firmante de títulos
entre los que se encuentran las comedias juveniles Road Trip (2000)y Aquellas juergas universitarias (2005),
de la mediocre adaptación cinematográfica de la mítica serie Starsky & Hutch
(2007), de la tetralogía gamberra Resacón en las Vegas y de la que
hasta ahora era su mejor película, Juego de armas (2016) film basado en
una historia real sobre dos tipos que crean una empresa para vender armas, me
pudiera sorprender con una película memorable que dejará una huella indeleble
sobre el origen traumático y atormentado del más archifamoso enemigo de Batman,
Joker, la historia nunca narrada de ese payaso subversivo nacido para crear el
caos cuya sonrisa es ya tan famosa como la de la Gioconda.
Mezcla de thriller urbano y drama
psicológico, la función nos presenta a Arthur
Fleck (Joaquin Phoenix) que vive en Gotham con su madre y cuya única
motivación en la vida es hacer reír a la gente. Actúa haciendo de payaso en
pequeños trabajos pero tiene problemas mentales que hace que la gente le vea
como un bicho raro. Su gran sueño es actuar como cómico delante del público,
pero una serie de trágicos acontecimientos le hará albergar una ira contra una
sociedadque le maltrata e ignora.
Película magistral, perturbadora e incómoda
la que nos presenta Todd Phillips, que no incita a la violencia per lanza un
mensaje aterrador sobre los derroteros de un mundo dividido ya en ricos y
pobres. El espectador empatiza con un personaje atiborrado de traumas que desde
niño ha sufrido el abuso, el maltrato, el desprecio y la burla de una sociedad
en decadencia y al borde del colapso. Una Gotham oscura, sombría, mugrosa y con
altos índices de criminalidad como consecuencia de la pobreza, las alarmantes
cifras de desempleados y la insatisfacción general debido a los recortes en
servicios sociales. Phillips reconstruye
el mito para hacerle más tangible y cercano, y desde su nombre de pila, Arthur
Fleck, hurgar en su herida existencial para mostrarnos su dolor más íntimo y
lacerante. Un acierto del guión firmado por el propio director junto a Scott
Silver, que encuentra en la desgarradora carga existencial del personaje la
coartada perfecta para erigirle en un líder absoluto del descontento social
nacido para crear el caos.
Con una atmósfera influenciada por el
sórdido cosmos urbano de Taxi Driver (1976) y con elementos
referenciales de El rey de la comedia (1982), las dos firmadas por Scorsese y
protagonizadas por De Niro, que da oxígeno aquí a un presentador de televisión,
Joker
sitúa su acción en 1981 por los estrenos de cine que se pueden apreciar en las
marquesinas, y la cámara sigue obsesivamente a un personaje que inicialmente se
muestra inofensivo y apocado, que acumula infamias y soporta el dolor hasta que
un día dispara su pistola en el metro y todo comienza a tener sentido. Es un
acto de purificación pero también de supervivencia, el final de la lastimosa
desventura que hasta entonces ha supuesto su vida.
La risa histérica y compulsiva de este
peculiar histrión inmortalizado con el nombre de Joker, obedece más a los
estallidos coléricos de rabia y desahogo que a la auténtica comicidad de las situaciones,
casi siempre de un patetismo mortal. Así, un Joaquin Phoenix superlativo dota al
subversivo personaje -que sólo desea ser cómico y contar con el favor del
público- de un aura tan triste como
brutal, haciéndonos partícipes de la fiebre que provoca su distorsionada visión
de la realidad.
Joker está construida sobre los cimientos de un potente diseño de
producción y una virtuosa puesta en escena, una espléndida iluminación a cargo
de Lawrence Sher para un lúgubre paisaje urbano que amplifica la música creada
por Hilder Guönadóttir, el extraordinario trabajo del departamento de arte, la
exuberante dirección de Phillips que narra la historia de la mejor forma
posible, y por encima de todo, con la brillante y sobrecogedora actuación de
Phoenix, desplegando un abanico de recursos interpretativos y consiguiendo
elevar el tono dramático del relato hasta el paroxismo. Un trabajo que define
la carrera de un actor. Joker entra
en el selecto club de películas que marcan el año de su estreno y que se
debería estudiar en las escuelas de cine. Obra maestra.
Lo he argumentado aquí en numerosas
ocasiones, pero para sintetizar insistiré en lo esencial: no conecto con el
cine de Alejandro Amenábar y de su
filmografía sólo salvo su ópera prima Tesis (1996), que a pesar del débil
guión y una dirección poco firme, es una película rodada con frescura,
atrevimiento y tensión que mantiene el interés hasta el final situando al
espectador durante casi todo el metraje al filo de la butaca.
La temática de su nueva película me
provoca mucha pereza, tal vez por tocar un suceso de sobras conocido o por el
histrionismo con que ha sido tratado sin que fuera un hecho relevante en el
devenir de los trágicos acontecimientos históricos de aquella época, el verano
en que dio comienzo la Guerra Civil Española. La función se centra en el
personaje del escritor y filósofo Miguel
de Unamuno (Karra Elejalde) que había decidido apoyar públicamente la
sublevación militar con la intención de que pusieran orden a los excesos de la
República, que estaba permitiendo todo tipo de atentados y asesinatos. El
Gobierno republicano le destituyó como rector de la Universidad de Salamanca.
Mientras, el general Franco (Santi
Prego) suma sus tropas al frente sublevado e inicia una exitosa campaña con el
secreto deseo de hacerse con el mando único de la guerra. La deriva sangrienta
del conflicto y el encarcelamiento de algunos de sus compañeros, provoca que
Unamuno se cuestione su posición inicial y sopesa sus principios. Cuando Franco
traslada su cuartel a Salamanca y es nombrado Jefe del Estado en la Zona
Nacional, Unamuno acude a su palacio decidido a hacerle una petición.
Veamos qué pensaba Unamuno inicialmente
cuando apoyó el llamado Alzamiento Nacional en declaraciones al periodista
francés G. Sadoul: “Tan pronto cómo se
produjo el movimiento salvador del general Franco, me he unido a él… El
Gobierno de Madrid me destituyó de mi cargo de rector, pero el Gobierno de
Burgos me restableció mi función… El salvajismo inaudito de las hordas
marxistas sobrepasa toda descripción… bandos de malhechores, de criminales
natos sin ninguna ideología… Es el régimen del terror. España está,
literalmente, espantada de sí misma”.
Claro que su carácter contradictorio y la
violencia que se apodera de las calles hicieron que cambiara de opinión, un
bandazo que cristalizó públicamente el 12 de octubre de 1936, día apertura del
curso académico y Dia de la Raza, en el paraninfo de la Universidad de
Salamanca, debido en parte al discurso excesivamente virulento de Millán Astray (Eduard Fernández), pero
sobre todo a su gran pena por el encarcelamiento de algunos queridos colegas.
La miseria humana hizo que los mismos que pocos meses antes le había aplaudido,
ahora le expulsasen de todas las instituciones.
A favor de Amenábar he de afirmar que el
planteamiento del relato tiene un tono frío y sin maniqueísmo, pues en los
vaivenes ideológicos de Unamuno entraba dentro de la implacable lógica sectaria
el desprecio y la represión que sufrió, primero por parte del bando republicano
y más tarde por el bando sublevado. Tal vez él nunca pensó que sería utilizado
de esa manera, pero tan inteligente y relevante como era no me cabe duda de que
en sus cálculos entraba esa posibilidad. Ese
tono gélido, academicista sube progresivamente de temperatura a medidaque se van desarrollando los acontecimientos
en aquel incendiario y angustioso vera de 1936, hasta llegar a un alarmante
clímax final en el que vemos a Unamuno enfrentarse con su afilado verbo a los
golpistas y cumpliendo la orden de Millán Astray de abandonar el paraninfo de
la mano de Carmen Polo de Franco (Mireia Rey), evitando así las dramáticas
consecuencias de la ira de los presentes, Unas manos que a la salida se separan
como marcando los diferentes caminos que les marcará el destino.
Estamos en el inicio de la contienda,
nadie puede calibrar las dimensiones del tremendo conflicto fratricida, nadie
puede aún imaginar la duración de la guerra ni qué bando saldrá finalmente
victorioso. Un tiempo en donde todo discurso de una persona influyente es
tomado en cuenta como un acto de propaganda. Más con la mirada aséptica y
objetiva del historiador que con la visión de una recreación cinematográfica,
Amenábar enfatiza los movimientos de cámara con una elegancia documentalista,
ayudado por una pulcra iluminación y una estricta labor de vestuario. Con un reparto compacto que entrega lo
mejor de sí mismos, Mientras dure la
guerra se libra del acartonamiento debido al tratamiento sobrio, alejado de
las caricaturas, de los personajes y al retrato tangible de Unamuno, el hombre
y sus contradicciones, sus idas y venidas, sus avatares, la transformación de
su pensamiento a medida que corrían ríos de sangre por los campos, calles,
cunetas y cementerios, y sobre todo, el punzante dolor cuando sus compañeros
sufrieron el atropello de un nuevo orden que se empleaba con la misma saña que
aquel que deseaba convertir España en un satélite soviético. Miguel de Unamuno
moriría el 31 de diciembre de 1936 cuando se encontraba bajo arresto
domiciliario en su casa de Salamanca. El 21 de noviembre en una misiva a
Lorenzo Giusso escribió: “La barbarie es
unánime. Es el régimen del terror por las dos partes. España está asustada en
sí misma, horrorizada. Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y
piden sangre los “hunos” y los “Hotros”. Y aquí mi pobre España se está
desangrando, arruinando, envenenando entonteciendo…”.
Si atendemos
al título de la película de Amenábar, que realizó recientemente unas
declaraciones muy desafortunadas, la guerra aún dura. Y mientras dure habrá mediocres
políticos que sigan sacando mucho rédito a ese asunto, siniestros vendedores de
odio que avivan las llamas del conflicto de las dos Españas porque nunca
tuvieron otra cosa que ofrecer, sólo espantajos, victimismo y revancha. Pero no
hay nada más cobarde que la venganza contra los muertos.