“MALASAÑA 32” êê
(Albert Pintó, 2020)
Nada
sé del director catalán Albert Pintó,
salvo que en su filmografía figura una retahíla de cortometrajes y un
largometraje codirigido con Cayo Casas titulado Matar a Dios (2017) que
no he tenido la oportunidad de ver pero que ganó el Gran Premio del Público en
el Festival de Sitges. Ahora nos presenta su debut en solitario en el largo con
una historia que sigue a un matrimonio formado por Manolo y Candela (Iván
Marcos y Bea Segura) que junto a sus tres hijos y el abuelo Fermín (José Luis de Madariaga) se
instalan en el madrileño barrio de Malasaña. Atrás quedó el pueblo, del que
salieron buscando la prosperidad en la capital de un país que se encuentra en
plena transición. Pero hay algo que la familia Olmedo ignora: en la casa que
han comprado no están solos.
Con
clara influencia de películas como Terror en Amityville, Al
final de la escalera y sobre todo de Expediente Warren y Verónica,
la ópera prima en solitario de Pintó es poca cosa, una sucesión de sustos
fáciles generados por estruendosos golpes de sonido. Un guión flojo con una
parca línea de diálogos y escasa profundidad narrativa que nos lleva a un
primer tramo de metraje en donde la misteriosa desaparición del más pequeño de
la familia se convierte en el eje de un relato ambientado en la sociedad del
tardofranquismo.
El contexto
histórico-social le sirve a Pintó para dotar de un costumbrismo naturalista a
una historia de tintes esotéricos y sobrenaturales cuyo peso recae en
personajes femeninos como Amparo (Begoña Vargas), una adolescente de pueblo que
acabará convertida en mujer y que mientras sus padres trabajan cuidará del
resto de la familia. Malasaña 32 es otra más de las películas sobre casas
malditas que no sobresalen por nada, y la historia de la familia Olmedo que
abandonó su pueblo más por razones morales que económicas debido a la castrante
sociedad de la época, es sólo una excusa para montar el andamiaje de un terror
muy convencional rebosante de sustos de manual.