Nostalgia de un tiempo irrepetible
“BIKERIDERS.
LA LEY DEL ASFALTO” êêê
DIRECTORA: Jeff Nichols.
INTÉRPRETES: Austin Butler, Tom
Hardy, Jodie Comer, Michael Shannon, Mike Feist.
GÉNERO: Drama / DURACIÓN: 116 / PAÍS: EE.UU. / AÑO: 2023
Si este cronista tuviera que elegir una sola película sobre el universo de los moteros esa sería Easy Riders (Dennis Hopper, 1969). La destacaría no sólo por su calidad cinematográfica, también por la importancia que tuvo en la transición del viejo al nuevo Hollywood. No obstante, fue Salvaje (Lászlo Benedek, 1953), con el protagonismo de Marlon Brando y Lee Marvin, la película seminal sobre este subgénero que más influencia ejerció en los 50 y 60 en el culto, la rebeldía y la estética de multitud de bandas de moteros como Hell Angels y Outlaws, por citar dos de los clubes más famosos. Estos dos films junto a The Loveless (Kathryn Bigelow, Monty Montgomery, 1982), ópera prima de la oscarizada directora, son mis tres películas favoritas sobre la subcultura motera.
Precisamente, en las correrías del club Outlaws, cuyo nombre aquí se ha cambiado, se inspira la nueva película de Jeff Nichols que nos hace viajar en el tiempo para situarnos en el medio oeste durante la década de los 60. Estamos ante la crónica de un club de motoristas llamado “Vandals”, que en el transcurso de una década, pasa de ser un lugar de reuniones para forasteros y locales, a convertirse en una banda más siniestra que amenaza el modo de vida especial del grupo original.
Bikeriders. La ley del asfalto está inspirada en el libro que el fotoperiodista Danny Lyon publicó en blanco y negro en 1968, a partir del cual Nichols construye un relato que es ante todo un nostálgico y hermoso ejercicio de estilo que rinde tributo a los ídolos rebeldes de los 50 como Marlon Brando y James Dean, desde la apasionada visión de un fan de aquella mitología rebosante de iconos. El hilo narrativo de la historia, con el propio Lyon como entrevistador, corre a cargo de Kathy (Jodie Comer), que a través de sus recuerdos cuenta cómo un día entró en un tugurio atestado de moteros, a los que detestaba, pero que finalmente acaba cayendo en los brazos de Benny (Austin Butler), un guaperas musculoso, silencioso y fanático de las motos que pertenece al club “Vandals”, liderado por el introspectivo Johnny (Tom Hardy). Sobre este triángulo pivota el eje narrativo de una narración con innumerables flash backs que muestran las situaciones hilarantes y dramáticas vividas por los diferentes personajes que componen el club, grandes bebedores de cerveza con exceso de testosterona, que montan pic nics, salen en manada a lomos de sus Harley Davidson, se emborrachan y se pelean.
Es cierto que la arquitectura narrativa es similar a la magistral película de Scorsese Uno de los nuestros, pero en la menestra resultante encontramos ingredientes de los biker films de los 50 y 60 así como de otras celebradas películas como Rebeldes y La ley de la calle de Coppola. Si hay algo que define a Bike riders. La ley del asfalto es el tono melancólico y la añoranza de un tiempo irrepetible en el que los (anti)héroes eran soñadores desplazados del sistema con sentido de pertenencia y que, en esencia, aún conservaban la inocencia y un cierto halo de romanticismo para seguir creyendo en la libertad.
Pero
como confiesa Peter Fonda a Dennis Hopper en la mítica Easy Riders,
“la cagamos”. Así llega un momento en que la inocencia y los inalterables
códigos de respeto y amistad se quiebran, el club crece exponencialmente sin
ningún filtro, y con ello los problemas, los conflictos internos y el empuje de
una nueva generación de bikers sin escrúpulos, más violentos y ambiciosos.
Delincuentes que se abren camino surcando todas las vías rudimentarias del
crimen. En el gradual desarrollo de la trama, se pasa de un análisis
sociológico de una tribu urbana motera desde su rutina y esplendor (el auge),
hasta la transformación en una organización criminal controlada por una nueva
generación más salvaje (la caída). La bella iluminación de Adam Stone,
director de fotografía de cámara de Nichols, recrea con pulcritud un paisaje
reconocible y unos decorados que han permanecido inmanentes en la memoria
cinéfila. Aun así, el director, dotando a la acción de un elegante clasicismo y
al que le interesa más la forma que el fondo, no logra conectar emocionalmente a
los espectadores con ninguna de las interacciones de los personajes ni en su
cercanía física, ni mucho menos espiritual.