La herida del tiempo
“ROMA” êêêê
(Alfonso Cuarón, 2018)
El director mexicano Alfonso Cuarón es de lo mejor que le ha pasado al cine en las
últimas dos décadas. Películas como Y tu mamá también ((2001) y sobre
todo Hijo
de los hombres (2006) y Gravity (2013) han dejado una huella
indeleble en mi saturada memoria cinéfila. Ahora, bajo la producción de Netflix
(por lo que sólo se ha podido ver en festivales y en alguna sala como la
barcelonesa Phenomena) nos presenta Roma, un film de tono autobiográfico
que sigue a una sirvienta llamada Cleo (una espléndida Yalitza Aparicio) que
trabaja en una casa de clase media-alta situada en la colonia Roma de Ciudad de
México. Surgida como una carta de amor a las mujeres que le criaron, Cuarón se
inspira en su propia infancia para realizar un fresco realista y emotivo de los
conflictos domésticos y las jerarquías sociales durante la convulsa década de
los años 70.
Roma nos relata un año en la vida de su acomodada
familia en Ciudad de México en los agitados años 70, de ahí que sea su película
más personal e intimista. El eje de la trama gira en torno a Cleo, la criada,
una mujer indígena de pocas palabras, sacrificada, laboriosa, tierna y al fin
humillada por un amante narcisista y sin escrúpulos. Ella representa la
estabilidad en una familia que se desmorona y se impone como el ángel de la
guardia del propio director, de sus hermanos, su madre y su abuela. Con actores
neoprofesionales, un ritmo preciso, exquisitos travellings, una lograda textura
en blanco y negro ausencia de música (salvo la que se oye en la radio o
interpretada por alguna orquesta) Cuarón escribe, fotografía y dirige una
historia simple y a la vez compleja, de luces y sombras, como la vida misma. Y lo
hace sin histrionismo ni pretenciosidad, con clasicismo, sobriedad, cercanía y
una fisicidad estremecedora, emocional, como el amor que derrocha Cleo por esa
familia por la que se siente querida y que servirá de refugio y desahogo para
su dolor, su drama más íntimo.
Roma, que sirve de homenaje a aquella sirvienta rebosante
de ternura llamada Cleo, es al mismo tiempo un ejercicio sentimental de
regresión a la infancia del director y una historia universal sobre los
avatares de la existencia, de una vida que alterna las alegrías y los
sufrimientos, la sensibilidad y la crueldad, la entrega generosa y el egoísmo,
la soledad y la comunión, el abandono, la violencia y la esperanza. El pálpito
de una existencia que pasa de la gozosa armonía a la incertidumbre más oscura y
desesperante.
Con momentos emocionales, degarradores, que
arrancarán más de una lágrima (el tétrico parto de Cleo y el rescate de los
niños en la playa) y una notable influencia del neorrealismo italiano, Roma
abre una herida en la conciencia y en la memoria para hacer un recorrido por
aquella crispada década de los 70 en Ciudad de México, cuando los paramilitares
campaban a sus anchas apoyados por el ejército y ejecutando matanzas como la
que tuvo lugar en una plaza de la ciudad contra una manifestación de estudiantes
en 1971. Y asistimos a la feria de las
vanidades de la pequeña burguesía, a la amargura del embarazo de la criada y
del amor cuando se extingue, a los conflictos cotidianos de una familia
numerosa pudiente y a su decadencia, pero ignoramos cuánto pesan en la balanza
de Zeus nuestras almas, el amor y el dolor. La herida del tiempo, sí, y la
fiebre que provoca mirar por el retrovisor con una mirada tan cálida, lacerante
y compasiva. Una película hermosa.