domingo, 20 de julio de 2025

CRÍTICA: "MORLAIX" (Jaime Rosales, 2025)

 

La huella indeleble de los amores adolescentes

“MORLAIX”  êêê

DIRECTOR: Jaime Rosales.

INTÉRPRETES: Aminthe Audiard, Samuel Kircher, Melanié Thierry, Jeanne Trinité, Álex Brendemühl.

GÉNERO:  / DURACIÓN: 124 minutos / PAÍS: Francia / AÑO: 2025

    He confesado en alguna ocasión que las dos películas que más me gustan de Jaime Rosales son Las horas del día y Petra, pero he de reconocer que me costado mucho digerir algunas de sus obras, sería el caso de La soledad, Tiro en la cabeza y Girasoles silvestres, que dejaron poco poso en mi saturada memoria cinéfila. Aún así, es un director interesante con un universo propio a veces fascinante en el que, eso sí, se advierten influencias claramente identificables.

      En Morlaix (título que hace referencia a una localidad francesa) nos presenta a Gwen (Aminthe Audiard) una joven estudiante de secundaria que, tras la muerte de su madre, pasa el tiempo con su grupo de amigos, incluido su novio Thomas, un aprendiz de panadero. Cuando Jean-Luc (Samuel Kircher) se instala en Morlaix, Gwen no le oculta su problema, como si tuviera ante sí una cuestión decisiva en su vida. Un día, descubre en el cine una película que parece inspirada en su vida.

     Morlaix es un film de tono lánguido y a la vez firme, un canto a la adolescencia como lugar de pérdida, misterio y deseo. En su obra más intimista hasta la fecha, narra una historia evocadora haciendo uso de un amplio abanico de recursos visuales y sensoriales que se sitúan a medio camino entre el diario personal y el cine de arte y ensayo con una clara influencia de Eric Rohmer. Gwen, una adolescente marcada por la muerte de su madre, deambula por la pequeña localidad bretona de Morlaix cuya vida cotidiana por momentos le resulta asfixiante. Su encuentro con Jean-Luc, un joven parisino que llega al pueblo, no va a desencadenar un romance convencional, sino una sintonía emocional llena de vacíos, miradas suspendidas y silencios que relatan más que las palabras. No asistiremos a un drama solemne, pero sí a una tristeza que cala los huesos y el alma, como el paisaje circundante.

   Rosales edifica su película como si fuera un collage o un cuaderno de apuntes. Alternando el blanco y negro y el color, el formato 35 mm con el 16 mm y el digital, además de multitud de fotos fijas, texturas y tonos que utiliza con absoluta libertad, tal vez para encontrar en la forma una resonancia con el estado anímico de los personajes. La ficción y la realidad se entrecruzan y el cine se pliega y desdobla sobre sí mismo: hay una película dentro de una película, actores que interpretan a los protagonistas en su etapa adulta y viñetas que parecen recuerdos o sueños. Un ejercicio metacinematográfico transfigurado en un sinuoso y frágil ejercicio de estilo.

     Esta estructura puede parecer desconcertante, pero Rosales muestra que su confianza en el espectador es total que entenderán que aquí lo esencial no es comprender sino sentir. Mas que una historia de amor (hay personas que tienen más miedo al amor que a la muerte), Morlaix es una meditación sobre esta etapa de la vida en que todo parece a punto de comenzar y de finalizar al mismo tiempo. El amor adolescente se muestra como un impulso puro, pero inevitablemente trágico, destinado a evaporarse antes de que se llegue a comprender plenamente. El duelo está presente, pero tratado sin aspavientos. La madre ausente ha dejado un vacío que afecta cada gesto de Gwen. Y el paso del tiempo (sugerido más que mostrado) nos recuerda que nada permaneces: ni la belleza, ni la gente, ni el deseo, ni siquiera el propio relato.

    Aminthe Audiard logra un retrato delicado de Gwen, sostenido con sus miradas, su caminar, su manera de observar el mundo, transmitiendo una densidad emocional que no necesita subrayados. A su lado, Samuel Kircher como Jean-Luc, aporta una energía ambigua, entre la arrogancia juvenil y una ternura que nunca termina de mostrar completamente. Los actores adultos que dan vida a los personajes en otro tiempo no sirven como resolución de ningún misterio, sino para mostrar su eco, su madurez teñida de nostalgia y lo efímero de la existencia.

    En Morlaix no hay giros de guión, ni catarsis, ni respuestas nítidas, y así deben de ser las películas con pretensiones poéticas sobre el amor y la pérdida, está la sensibilidad de quien mira el mundo con asombro y tristeza. El viaducto de Morlaix es un espacio de tránsito que actúa como metáfora perfecta de la juventud, una etapa que no tiene fin en sí misma, sino que sólo se justifica por su tránsito y nos recuerda que lo único sólido es aquello que se construye sobre el abismo. Jaime Rosales firma tal vez su obra más libre y radical, un film construido con el mismo material que los recuerdos: con fragmentos, destellos y tiempos superpuestos.



domingo, 13 de julio de 2025

POR QUÉ “JFK: CASO ABIERTO” ES LA MEJOR PELÍCULA DE OLIVER STONE

     La mejor película jamás realizada sobre el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy es, además, la obra maestra más redonda, total y absoluta del director Oliver Stone por encima de Platoon o Nacido el 4 de julio, pues está construida con una arquitectura narrativa y visual que entrelaza múltiples líneas temporales, puntos de vista y materiales visuales (documental, blanco y negro, cambios de formato, metraje recreado) con una narrativa densa, casi hipnótica. La forma en que JFK está montada es revolucionaria, convirtiéndola en una clase magistral de edición cinematográfica, ganando el Oscar en esa categoría.

    Más allá de una película sobre el asesinato de John F. Kennedy, es una denuncia del poder oculto en las sombras: el complejo militar-industrial, la CIA, el FBI, la policía de Dallas, la Mafia y todos los beneficiados por el caos una vez consumada esa terrible “acción ejecutiva”. Oliver Stone pone en tela de juicio la narrativa oficial y convierte el cine en un instrumento de denuncia institucional.

   Kevin Costner, en uno de sus actuaciones más sobrias y emocionales, logra un equilibrio perfecto entre idealismo, obsesión y rectitud moral. Su sentido monólogo final en la corte es uno de los momentos cumbre del cine judicial. Pero es que, además, se ve acompañado por un reparto de lujo con Gary Oldman dando oxígeno al desgraciado Lee Harvey Oswald, Tommy Lee Jones, Joe Pesci, Sissy Spacek, Donald Sutherland, Kevin Bacon, Jack Lemmon… cada uno de ellos aportando profundidad a un mosaico de conspiraciones, traiciones y dilemas. 

   En JFK: Caso abierto Stone no sólo nos presenta una película, crea un artefacto cultural que trasciende la pantalla y genera debates como el que se dio en el Congreso de los Estados Unidos, e influyó en la desclasificación de documentos del caso. Hay pocas películas que hayan conseguido eso. Técnicamente, desde la iluminación de Robert Richardson hasta la música de John Williams, la película es impecable, cada recurso técnico está al servicio del suspense y una tensión constante. El ritmo nunca decae, a pesar de que el montaje del director dura casi 3 hora y media.

   JFK resume todo lo que define el cine de Stone: intriga política, denuncia, ambición formal, obsesión con la verdad y un uso del lenguaje cinematográfico para cuestionar el poder y sus tentáculos de corrupción. Es provocadora, polémica, compleja y, sobre todo, valiente. Cúspide del cine político de su director, por su ambición y riesgo, con una resonancia histórica que va más allá del mero entretenimiento. Aunque no te impacta sólo por su calidad cinematográfica, sino también por su enfoque sobre lo ocurrido en Dallas el 22 de noviembre de 1963 adaptando el libro del fiscal Jim Garrison

     Oliver Stone construyó la función no como una verdad definitiva, sino como una denuncia acusatoria sobre la verdad oficial, y en ese sentido logra conectar con quienes consideran que el asesinato de John F. Kennedy fue mucho más que el acto de un “loco solitario”, fue un golpe de Estado encubierto ejecutado para frenar el rumbo político que Kennedy representaba: la retirada de Vietnam, la distensión política con la Unión Soviética tras los sucesos de la Crisis de los Misiles y la invasión de Bahía de Cochinos, el enfrentamiento con la CIA y el poder corporativo-militar.

     Más de 30 años después de su estreno, esa visión sigue siendo defendida por infinidad de historiadores, periodistas y ciudadanos críticos. Lee Harvey Oswald fue, en realidad, un cabeza de turco, pero si creemos que fue un golpe de Estado (y yo lo creo) implica asumir que las instituciones democráticas de los Estados Unidos fueron manipuladas por intereses ocultos para preservar el status quo. La película lo muestra con un tono trágico y sombrío, apuntando que la lucha por sacar a la luz la verdad es también una lucha solitaria contra el olvido y la manipulación