Stockholm, la ópera prima de Rodrigo Sorogoyen, es una obra íntima y cruda que sirve de introspección sobre las complejidades de la atracción, el deseo, el egoísmo y la manipulación emocional. Bajo la apariencia inicial de un romance nocturno entre dos desconocidos (Javier Pereira y Aura Garrido), la película va desnudando lentamente un juego de máscaras en el que las intenciones, las expectativas y las vulnerabilidades de ambos personajes son puestas a prueba.
La película se sostiene sobre los cimientos de dos partes muy bien diferenciadas: la primera, luminosa y casi etérea, donde la química parece fluir de forma natural y todo se reviste de encanto; la segunda, oscura y áspera, donde la descarnada realidad se impone sin anestesia. Este contraste rompe con la idea tradicional del romance cinematográfico y obliga al espectador a reconsiderar lo visto y cuestionar la sinceridad de cada gesto o palabra.
Sorogoyen plantea, sin discursos obvios, una reflexión sobre las relaciones de poder y la fragilidad de la confianza. Lo inquietante, además de la brusquedad del cambio de tono, es la revelación de lo efímero de ciertas conexiones humanas cuando están contaminadas por la ingratitud, la presión social o la incapacidad para reconocer al otro como un igual. La función, al final, deja un poso amargo sin moraleja ni personajes íntegros ni culpables absolutos, convirtiéndose en un retrato ambiguo de la intimidad contemporánea, donde el encanto y la violencia pueden convivir cómodamente en el mismo cuerpo narrativo. Si algo logra Stockholm es desarmar al espectador, obligándonos a aceptar que en demasiadas ocasiones proyectamos nuestras fantasías en el otro, y que cuando aparece el desencuentro, puede ser tan brutal como inevitable.
Una lectura simbólica nos permite ir más allá de la superficie argumental para interpretarla como una parábola sobre las dinámicas de seducción, poder y desilusión en las relaciones modernas.
La noche como territorio de la magia
La primera parte de la cinta transcurre bajo el amparo de la noche, un espacio simbólico donde la identidad puede reinventarse. En ese entorno, el chico se muestra ingenioso, atento y enigmático; la chica funciona como un disfraz que permite proyectar versiones idealizadas de uno mismo. El alumbrado urbano, con su luz cálida y fragmentada, representa esta burbuja de promesa y fantasía, en la que ambos personajes parecen encontrar un terreno común.
El día como descubrimiento de la realidad
El amanecer, con su luz fría y reveladora, es el momento en que caen las máscaras. La estética visual se vuelve más cruda, sin artificios. Aquí el poder cambia de manos: quien se mostraba ansioso por entregarse se convierte ahora en distante y seco, y quien creía que se adentraba en una relación recíproca, queda expuesta trágicamente. El día simboliza la pérdida de la ilusión y el retorno a la lógica de la vida real, donde las promesas nocturnas rara vez se sostienen.
El intercambio desigual
En términos simbólicos, Stockholm muestra un tipo de transacción afectiva en la que una de las partes encuentra lo que buscaba (validación y deseo satisfecho) y luego se retira, mientras que la otra queda emocionalmente dañada, sus expectativas son ya material de desecho. Este desequilibrio puede verse como un microcosmos de ciertas dinámicas contemporáneas, amplificadas por la cultura de la inmediatez: la conexión intensa pero fugaz, el “consumo” del otro como experiencia vital cercana al vampirismo, y la posterior falta de responsabilidad afectiva.
La metáfora del secuestro
El propio título, Stockholm, evoca el síndrome de Estocolmo, donde la víctima desarrolla un vínculo con su captor. Si bien aquí no existe un secuestro literal en su concepto convencional, sí hay un “rapto” simbólico: la protagonista se encuentra atrapada por el magnetismo inicial y permanece vinculada emocionalmente incluso cuando el otro protagonista ya se ha desconectado. Es una relación asimétrica en la que el poder emocional se usa sin conciencia, sin ética, sin remordimientos.
Una advertencia velada
Desde esta perspectiva, la película puede
leerse como un aviso sobre cómo las historias románticas, en contextos de
seducción rápida y superficial, pueden convertirse en juegos peligrosos de
dominación emocional. No es un juicio moral unilateral -porque el libreto evita
convertirlo en un juego de culpables evidentes-, sino un espejo cruel en el que
el espectador debe confrontar su propia idea del romance y su responsabilidad
afectiva en la interacción con otros. Esta lectura simbólica no sólo
intensifica el poso de dolor y amargura que deja la película, sino que también
la convierte en una radiografía social que trasciende los personajes, señalando
y reprobando patrones emocionales y culturales más amplios.
En su ópera prima, Sorogoyen muestra ya su enorme talento como narrador y su capacidad para profundizar en nuestras debilidades.
ResponderEliminarClaro que sí. Pero yo he querido hacer una lectura simbólica de la película que se aleja bastante de las reseñas convencionales.
ResponderEliminarUna abraçada.
Sí, y está muy bien. Y debo reconocer que no había caído en algunos detalles, como el del título.
EliminarUn abrazo.
Dentro de la filmografía de Sorogoyen es la única película que considero de culto, tal y como entendemos este concepto. No es la mejor, seguro, pero sí la que tiene todos los elementos para convertirse en una cult movie con el paso de los años. Y no especulo con la mancha de sangre en el marco de la puerta porque ya me aburrí su tiempo teorizando sobre esa cuestión.
ResponderEliminarUna abraçada.