viernes, 1 de junio de 2012

ARTE, VIOLENCIA Y EL FANTASMA DE LA LIBERTAD


       
       Como colaborador habitual de los medios de comunicación nada me produce más desazón y asco que la censura. A lo largo de la historia moderna ningún instrumento legal de represión ha tenido efectos tan demoledores para un creador, y pienso -alertado por el famoso axioma freudiano- que todo lo que sea censurado, prohibido o reprimido aparecerá tarde o temprano de una forma más brutal e incontenible. Estoy en contra de todas las mordazas, viviré mis días enfrentado a cualquier ley, medida o norma que cercene la libertad (creadora o de expresión) de un artista, escritor, pensador o comunicador. Este cronista tiene la necesidad de aclarar esto porque cada vez hay más gente que piensa que la violencia en las artes audiovisuales hace tiempo que se despeña en caída libre por la pendiente de la banalización y el despropósito ¿Y qué? Estoy convencido de que la violencia hiperrealista, excesivamente gráfica en el arte -sin tratamientos psicológicos catárticos tan bestiales como el Ludovico de La Naranja Mecánica-,  lejos de sobredimensionar los miedos, los fagocita.
     
     En una sociedad tan gazmoña, aparentemente escrupulosa, pero carente de una sólida base cultural como la actual, resulta normal que de las cuestiones más complicadas se hagan análisis simplistas. Así, he escuchado en tertulias, conferencias y he leído sesudos ensayos dedicados al tema, que sibilina o categóricamente determinan que el comportamiento violento de ciertos adolescentes viene determinado en gran medida por la representación de la violencia explicita en los medios (lease cine, televisión, vídeo-juegos, cómics), y siempre me extraña mucho que queden sin mácula, a salvo de tal despropósito, la pintura, la música y la literatura (bueno, no siempre, recordemos el caso del bueno de Hernán Migoya y su novela Todas Putas). Pues, ¡bendito sea!, porque como uno guarda oscuras pasiones en cuanto a las Bellas Artes, así no se ven involucrados en todo este desorden patológico mis adorados Alfred Kubin (No Matarás, La Asesinada), Otto Dix (El asesino sexual, Asesinato), Georg Grosz (Asesinato sexual en Ackerstrasse, El Ataque, El Asalto), pintores postexpresionistas alemanes -Kubin era austríaco- que tras la Primera Guerra Mundial se vieron arrojados a un mundo absurdo de tormento, desasosiego e inseguridad, al fracaso de un terrorífico nuevo orden social que acabó persiguiéndolos y destruyendo muchas de sus obras. Pues, como bien dijo Grosz: “en la Alemania de la posguerra las calles se hicieron peligrosas, nidos de prostitución, llenas de asesinatos y comercio de cocaína”. Ese ambiente de alienación, resentimiento y pesimismo quedó recogido de forma grotesca y enigmática en lienzos y dibujos a través de un crudo realismo expresionista que fue bautizado como Nueva Objetividad, aunque sólo era basura para los nazis, abominable “arte degenerado”.
     
      Por añadidura, se pueden incorporar a la lista otros nombres, por ejemplo Walter Richard Sickert, pintor impresionista británico de origen alemán, a la sazón destacado discípulo de Whistler, que comenzó sus trabajos allá por 1880 y a quien la novelista Patricia Cornwell acusa de ser el mismísimo Jack el Destripador. Será porque además de ser amigo íntimo de el duque de Clarence -otro de los fijos entre los sospechosos de ser el Destripador-, a menudo pintaba obras en las que se ve a prostitutas amenazadas por siniestras figuras masculinas e incluso uno de sus cuadros lleva por título “Asesinato en Canden Town”. Y por qué no incluir al tortuoso Francis Bacon, el originalísimo pintor británico de origen irlandés, dueño de un universo expresionista basado en el simbolismo del terror y la rabia. Acercarse a la obra de Bacon conlleva bucear por el sufrimiento humano,  sus composiciones -llenas de figuras retorcidas y grotescas- obedecen al más puro racionalismo, buscando impactar en el espectador para que tome conciencia sobre la crueldad y la violencia. Sí, también en el ARTE -con mayúsculas- la violencia forma parte de nuestras vidas, enraizada en nuestra sociedad e indisociable del carácter depredador del ser humano.


     
     Salvedades aparte, el cine, a la par que los vídeo-juegos, parece ser ese ogro de mil cabezas que aglutina en los nuevos tiempos todas las formas de perversión, decadencia y corrupción posibles, la enfermedad moral de toda una sociedad es, por supuesto, culpa del cine. Si hasta Robert K. Ressler, criminólogo/profiler del FBI e inventor del término “serial killer”, se mostró muy crítico con el cine de los 60 y 70, décadas en las que según él “el horror y el sexo se confundían en una combinación excitante para cualquier asesino en serie”. No hace muchos años, en uno de los crímenes más horrorosos que se recuerdan, unos jóvenes asesinaron en Barcelona a una mendiga quemándola viva en el interior de un cajero automático, lugar que para protegerse del frío utilizaba para dormir. Como al parecer los babosos asesinos no pertenecían a entornos marginales, rápidamente puretas y chocheras (sí, también sociólogos, psicólogos y demás exploradores de la antropología juvenil) señalaron la causa de tan repugnante crimen: el visionado enfermizo de La Naranja Mecánica (A Clockwork  orange, Stanley Kubrick,1971) que esos bichos contaban entre sus películas favoritas, y, por supuesto, la fatal adicción a los vídeo-juegos violentos. No sé si ese energúmeno que agredió, insultó y humilló a una joven en el metro de Barcelona tendrá las mismas inquietudes, pero en la época a la que anteriormente nos acercaba Grosz, no existían los vídeo-juegos y el cine tampoco era el gran espectáculo de masas que es hoy, pero lo que no entiendo es que, lo que parece tan evidente para las pocas luces de tantos analistas, no lo apliquen de la misma forma “racional” y obsesiva a ese estercolero colectivo en que se han convertido las televisiones públicas y privadas, rebosantes de programas que son un insulto a la inteligencia y un ataque a la ética y la sensibilidad, enormes pozos fecales donde se manipulan las conciencias, hurgan en las heridas del alma, comercian con las emociones, elogian la chabacanería, la estupidez, el morbo y el mal gusto, juegan con el eminente riesgo de influir en una parte sustancial de la población, saturándonos de mentiras, bazofia embrutecedora, escarnio y degradación moral. Aun siendo consciente de que ese espectro catódico con su orla de semen y sangre pude constituir un peligro, un cáncer para la salud psíquica, jamás pediré que se censure ni una sola de sus emisiones.
     
      Hoy parece claro que buena parte del comportamiento violento -en sus facetas física y psíquica- se debe a cuestiones genéticas, empero sería una tontería negar que existen otros componentes externos que influyen decisivamente en el proceso evolutivo de la violencia: el ambiente, la familia, la marginación... De lo que se deduce que, en el desencadenamiento progresivo de la agresividad entran a formar parte una mezcla de componentes endógenos y exógenos, elementos hereditarios y otros de tipo social, a veces difícilmente evaluables. A mi modo de ver y por muy impactantes que estas sean, se le da una excesiva importancia a la nefasta influencia que las imágenes pueden ejercer, tal vez queriendo ocultar las taras del legado educacional -o pedagógico- y su peso específico a lo largo de nuestra existencia, los parámetros de un estilo de vida egoísta y competitivo que deja al prójimo en un segundo plano, la ley de la selva instaurando la supremacía del “Yo”, sin importar los cadáveres que dejes a tu paso en tu camino hacia el sálvese quien pueda. Las actitudes racistas y sexistas, casi siempre derivadas de un infra-mundo de miseria -que es en realidad el mejor sustrato para la marginalidad-  y pocas veces el color de la piel,  empapan a una sociedad porosa corroída por un hipercapitalismo salvaje y un consumismo fútil y compulsivo que va alejando cada vez más al hombre libre de su dimensión totémica, convirtiéndolo en un instrumento más del poder, en una marioneta rota entre los restos del naufragio, un títere sin cabeza viviendo un espejismo que conduce a la nada, a un vacío gélido y descorazonador.


     

      Es la crónica de un fracaso, la solidaridad, la empatía, el respeto, la tolerancia, son valores que cotizan a la baja en un mundo donde ya no existen las fronteras para conseguir el triunfo, y las profecías de los más distópicos profetas se han cumplido implacablemente, inexorablemente, a rajatabla. A eso ha contribuido, en parte suma, ese primer nido de corrupción que es la familia, consumida por idearios utilitaristas, y la decadente, cacareada, aciaga en todos las escalas de su estructura piramidal, sociedad del bienestar. El cine, como forma de lenguaje colectivo potente, revolucionario, sugestivo, es tal vez el vehículo que mejor nos acerca a esa cruda realidad en su dimensión más aterradora. Estas ideas, compartidas o no, deberían ser aceptadas como cemento para la reflexión en cualquier foro de debate, citando al filósofo alemán Immanuel Kant “el arte puede mostrar cualquier asunto y promover cualquier sentimiento, siempre independientemente de su moralidad y el horror que pueda despertar”, y aunque parezca una boutade, desde Scorsese a Tarantino, somos muchos los que pensamos que la violencia en el cine pude resultar bella, y en la pintura, la literatura, los cómics, los vídeo-juegos... No obstante, para todos los guardianes de una moral infame y cavernícola, para los que no están de acuerdo con los postulados de transigencia y libertad que deben regir una sociedad abierta y plural, existe un consejo extremo sacado del Antiguo Testamento que puede serles útil: “si lo que ven tus ojos te molesta, arráncatelos”, pero no actuemos nunca como  inquisidores, estaremos colaborando en la siniestra tarea de erosionar el anhelo precioso y profundo de una sociedad más libre. Precisamente Erich Fromm, en su ensayo “El miedo a la libertad”, acusaba a las políticas represoras y la estandarización del individuo en las sociedades industriales como las causas principales del estrangulamiento de la libertad, analizando cómo el hombre moderno la rehuye y sacrifica su vida en virtud de poderes exteriores y superiores. Ese martirio crea en mí desasosiego, verdadera perturbación al observar al hombre inteligente esclavo de otros esclavos... Y cómo de manera tradicional se viene ejecutando el espeluznante aforismo “perro come a perro”.

2 comentarios:

  1. Bueno, como soy muy aficionado a la pintura y el dibujo (los cuadros que adornan mi casa están dibujados por mí) he querido hacer extensible el artículo a esa representación gráfica de la violencia muy ancestral en las Bellas Artes, aunque parece que los nuevos jinetes del apocalipsis son los vídeojuegos y el cine. Como digo, en la violencia que nos rodea hay siempre una carga de componentes endógenos y exógenos, y por supuesto influyen la marginalidad, el núcleo familiar y la carencia de una eficaz pedagogía.

    Un abrazo.

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