sábado, 29 de noviembre de 2025

MIS PELÍCULAS FAVORITAS: “EL TREN DEL INFIERNO” (Andrei Konchalovsky, 1985)


RUNAWAY TRAIN” (1985)

  El tren del infierno es una de esas películas que, aunque surgida dentro del cine de acción de los ochenta, trasciende por completo las convenciones del género. Dirigida por Andrei Konchalovsky y basada en una idea original de Akira Kurosawa, la película combina la brutalidad física del cine carcelario con una reflexión existencial sombría, convertida en metáfora sobre la libertad, la dignidad y la inevitabilidad del destino.

  La historia sigue a Manny (Jon Voight), un preso estoico, legendario y temido que logra escapar de una prisión de alta seguridad en Alaska junto con un joven e impulsivo compañero, Buck (Eric Roberts). Ambos terminan abordando un tren de carga cuyo maquinista sufre un infarto, dejando la locomotora fuera de control mientras los dos fugitivos se ven lanzados a toda velocidad hacia una muerte segura. Pronto descubren a un tercer pasajero, una hermosa ferroviaria, Sarah (Rebecca De Mornay), que está tan desesperada y decidida a salvarse como ellos. Desde ese punto, el film se convierte en una carrera hacia lo inevitable, tanto en el sentido literal -la máquina que avanza hacia el vacío- como en el simbólico.

  Uno de los grandes logros de Konchalovsky es su capacidad para crear tensión física. El tren, filmado con un rigor casi documental, se nos aparece como un organismo vivo, rugiente y amenazante, que expresa mejor que cualquier diálogo la fuerza ciega de un mundo que aplasta a sus habitantes. Sin embargo, la película nunca se conforma con ser un espectáculo mecánico, pues está rígidamente anclada en sus personajes, especialmente en Manny, un hombre que se aferra a una idea de libertad tan dura y feroz como su propia naturaleza.

  Jon Voight ofrece aquí una de sus interpretaciones más intensas, oscilando entre la violencia y la lucidez trágica. Roberts, por su parte, aporta vulnerabilidad, impulsividad inconsciente y contradicción a un personaje que, a pesar de todo, nunca cae en lo caricaturesco. El tercer personaje en este viaje hacia el abismo es Sarah, la trabajadora ferroviaria interpretada por Rebecca De Mornay que aporta una dimensión humana y sensible que contrasta con la brutalidad existente entre Manny y Buck. Ella encarna el instinto de supervivencia y un cierto recordatorio de la vida común que los fugitivos perdieron o jamás conocieron. Su presencia introduce calma, compasión y una clase distinta de fuerza emocional que evita que la película se convierta exclusivamente en un duelo masculino.

     La estética sombría, los paisajes nevados, los interiores industriales, el cielo gris, potencian el tono fatalista de la función. A ello se suma la figura del alcaide Ranken (John P. Ryan), un antagonista casi mitológico que ve en Manny una especie de némesis personal. Su persecución incansable e implacable subraya la dimensión moral del relato: en un mundo gobernado por fuerzas impersonales, la violencia y la autoridad de retroalimentan.

  El clímax, poético y estremecedor, corona la película con una fuerza inesperada, un aldabonazo final que eleva el thriller a tragedia clásica. El tren del infierno, inspiradora de otras películas como Imparable (Tony Scott, 2010), no solo busca la difícil misión de entretener, ya que además golpea a los estamentos crueles del sistema y perdura en la memoria como uno de los ejercicios de tensión mejor sostenida en el tiempo. Es, en fin, una joya atípica dentro del cine estadounidense de los años 80, una obra áspera, punzante y profundamente humana que merece ser reivindicada.

sábado, 22 de noviembre de 2025

PREESTRENO: "NO HAY OTRA OPCIÓN" (Park Chan-wook, 2025)

 

La trituradora capitalista

“NO HAY OTRA OPCIÓN”  êêêê

DIRECTOR: Park Chan-wook.

INTÉRPRETES: Lee Byung-hun, Son Ye-jin, Lee Sung-min, Yoo Yeon-seok, Cha Seung-won.

GÉNERO: Thriller / DURACIÓN: 139 minutos / PAÍS: Corea del Sur / AÑO: 2025

  Con No hay otra opción, el maestro surcoreano Park Chan-wook, tras el thriller romántico Decision to leave (2022), entrega una de sus películas más contenidas y, a la vez, más desoladoras. Adaptación de la novela “The Ax” de Donald E. Westlake que ya fuera adaptada por Costa Gavras en Arcadia (2005), el director transforma una sátira negra sobre el capitalismo en un thriller moral seco, cruel y profundamente humano, demasiado humano. El resultado es un relato inquietante sobre lo que ocurre cuando un trabajador ejemplar descubre que, en un sistema que lo ha desplazado, la única manera de sobrevivir es convertirse en algo que nunca imaginó.

    El protagonista, Man su (Lee Byung-hun), un empleado leal de una empresa papelera durante 25 años que, tras ser despedido sin miramientos y estar desempleado buscando desesperadamente un trabajo, opta por una opción radical, es el tipo de individuo que Park filma con especial sensibilidad y cierta empatía, alguien que empieza siendo completamente ordinario y que, empujado por fuerzas sociales implacables, revela un lado oscuro que quizá siempre estuvo latente. Lo que distingue esta versión es la mirada que Park ofrece sobre la frustración laboral, la humillación del desempleo, la inutilidad aprendida, el temor a la irrelevancia. No hay un sentimentalismo; sólo una documentación precisa y dolorosa de la erosión psicológica narrada en forma de tragedia y comedia negrísima.

  Aunque Park chan-wook es conocido por su estilización barroca en obras como la magistral Old Boy o La doncella, aquí opta por una puesta en escena sorprendentemente sobria y creando algunas situaciones verdaderamente grotescas. La violencia está filmada con una crudeza sin romanticismo, más cercana a Sympathy for Mr. Vengeance que a sus obras más exuberantes. El director se concentra en los gestos mínimos y con un excelente dominio amplifica la tensión moral de la función y convierte cada paso del protagonista hacia la oscuridad en algo casi insoportable.

   La gran virtud de No hay otra opción es que nunca sermonea. Park deja que los hechos hablen: los correos corporativos llenos de frases vacías, los talleres de reconversión laboral, los falsos discursos sobre resiliencia. El film captura la sensación de que, en un mercado laboral brutal e indiferente, la lógica de la competencia infecta incluso al hombre con más ética. A diferencia de otras adaptaciones de Westlake, que subrayan el humor sarcástico, Park apuesta por un cinismo resignado. La interpretación de Lee Byung-hun, un hombre que, en su descenso a los infiernos tendrá que ejecutar acciones inconfesables para no descolgarse del sistema, es uno de los puntos fuertes del film. Su descenso moral nunca es explosivo, por el contrario, resulta gradual, lógico, casi administrativo. Y esto es lo que lo hace tan perturbador: entendemos por qué hace lo que hace, incluso cuando desearíamos que se detuviera. Park lo filma como alguien torpe y desesperado que intenta seguir siendo un buen hombre mientras cruza líneas que lo delatan como un criminal.

   El desenlace respeta el espíritu de Westlake, pero Park añade su toque personal: un momento visual de ambigüedad amarga que deja claro que, aunque el protagonista haya logrado su propósito, el precio es una pérdida irreversible de la identidad. En su itinerario no hay catarsis, sólo el peso del vacío y la conciencia. No hay otra opción se erige en una introspección devastadora sobre la precariedad, el autoengaño y las formas en que el mercado laboral deshumaniza y destruye a quienes intenta moldear. En su perversa lógica, estamos ante una película lúcida y cruel sobre los insondables abismos a los que nos arroja la feroz maquinaria capitalista con su lema “sálvese quien pueda”, para ocupar un lugar en un mundo despiadado sin importar el reguero de cadáveres con los que vas abonando tu camino.

martes, 18 de noviembre de 2025

“HUEVOS DE ORO” (Bigas Luna, 1993)

 

    Lo tendré que repetir una vez más: la gente que puso a parir Huevos de Oro me la suda, me la suda todos los haters y detractores de Bigas Luna y me la suda todos los que desde el día de su estreno han aplaudido con las orejas miles de películas españolas mucho más zarrapastrosas. Tras el éxito de Jamón, jamón (1992) el director barcelonés realiza con su novena película una de las sátiras más exuberantes sobre la ambición desmedida, el deseo más primario y la autodestrucción.

    La función sigue a Benito González, interpretado con chulería y desbordante energía por Javier Bardem, un tipo hortera que no tiene ni donde caerse muerto y que mientras está haciendo el servicio militar en Melilla se obsesiona con construir un rascacielos que simbolice no sólo su éxito económico, también su potencia sexual y el dominio del mundo corrupto que le rodea. Y con esa idea, terminada la mili, desembarca en Benidorm en pleno boom inmobiliario.

    Bigas Luna, fiel a su estilo transgresor, mezcla erotismo macarra, humor hiriente y crítica social para construir un retrato tan grotesco como fascinante de la España postmoderna tras los fastos de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo’92. Huevos de Oro destaca por su estética excesiva, atiborrada de colores saturados cortesía del operador José Luis Alcaine, símbolos fálicos, detalles surrealistas (Benito, como no podía ser de otro modo, tiene cómo ídolo a Dalí, un genio también con debilidad por los excesos y los huevos) y un ritmo que oscila entre lo delirante y lo trágico.

   Y Bardem, con sus dos huevos, sus dos Rolex, sus dos mujeres y su adoración por Julio Iglesias nos ofrece una actuación magnética, capaz de transitar por la arrogancia más vulgar (y brutal) y también por momentos de sorprendente vulnerabilidad. Acompañándole un elenco sólido con una bellísima Maribel Verdú que nos regala una desnudez tan natural como infartante y una María Medeiros tan dulce y cálida como frustrada y asqueada tras ser la víctima perfecta del braguetazo de Benito. Ellas, y todos los demás personajes que orbitan alrededor de nuestro ordinario trepa, acabarán atraídos y aplastados por su voraz voluntad de éxito y poder. Todos menos Benicio del Toro, que aparece al final junto a Raquel Bianca para amargarle definitivamente la vida.

   Lo más interesante de Huevos de Oro es la forma en que el director de aquella obra maestra titulada Bilbao convierte la hipermasculinidad en un espectáculo absurdo, revelando la fragilidad que se oculta tras la fachada de éxito y virilidad. Es presumible que hoy la película pueda resultar incómoda para muchos espectadores, aunque no para mí. Porque yo sé que ese era el principal interés de mi añorado Bigas Luna: confrontar al espectador con un universo donde el capitalismo, el sexo y la identidad masculina se abrazan en una danza grosera, estrafalaria y autodestructiva.

     Del visionado absténganse monjas alféreces, meapilas, feministas fundamentalistas y demás gente amargada o de mal vivir. Aquí no hay lugar para ellos ni para las nuevas masculinidades, porque jamás entenderán el sentido de una fábula tan audaz, cruel y realista sobre el putrefacto estado de las cosas, las taras de un país que lleva muchas décadas chapoteando en una ciénaga de mierda y corrupción. Estamos ante una sátira provocadora y una crítica tan sarcástica como demoledora sobre un sistema lleno de agujeros. Su legado perdurará y será reivindicado como testimonio del espíritu subversivo de Bigas Luna, de una época en la que el cine era un lenguaje revolucionario, corrosivo y hasta doloroso que apostaba sin pudor por explorar los límites de la representación en su forma más ácida y visceral.

viernes, 14 de noviembre de 2025

PREESTRENO: "NOUVELLE VAGUE" (Richard Linklater, 2025)

 

Godard, el fulgor y la osadía

 “NOUVELLE VAGUE”  êêêê

DIRECTOR: Richard Linklater.

INTÉRPRETES: Gillaume Marbeck, Zoey Deutch, Aubry Dullin, Benjamin Clery, Bruno Dreyfurst, Matthieu Penchinat.

GÉNERO: Drama / DURACIÓN: 105 minutos / PAÍS: Francia / AÑO: 2025

   En Nouvelle Vague, Richard Linklater no solo mira (y nos hace mirar) hacía una época específica de la historia cinematográfica: la habita. Su película no es tanto un homenaje general al movimiento francés como una inmersión emocional y creativa en el tumultuoso proceso de producción y creación a finales de los años 50 de Al final de la escapada (1960), la obra con la que Jean-Luc Godard, hasta entonces conocido crítico de la revista Cahiers Du Cinemá, redefinió el lenguaje cinematográfico tras ver cómo triunfaba en el Festival de Cannes su amigo François Truffaut (interpretado aquí por Adrie Rouyard) con Los 400 golpes. El resultado es un film que combina con rigor el retrato de una época con la audacia y frescura improvisada que caracterizó el rodaje original.

   Linklater elige una aproximación íntima, no pretende reconstruir cada detalle histórico, sino capturar el clima humano que hizo posible aquella revolución: un rodaje caótico, libre y plagado de contradicciones. Desde el primer momento, la película hace sentir al espectador que forma parte de un experimento vivo. Hay discusiones técnicas que parecen caprichos, decisiones de último minuto que transforman toda la escena e ideas que nacen casi por accidente. La imagen de Godard -observado más como un joven creador impulsivo que como un icono- es el motor de la narración.

    La estructura de la función evita el biopic convencional, pues en lugar de recorrer la vida del director, se concentra en unas pocas semanas decisivas: la gestación, preparación y filmación de Al final de la escapada, que nace de una historia de François Truffaut inspirada en el film noir estadounidense. Linklater encuentra en este fragmento un microcosmos de todo lo que significa hacer cine cuando aún no existe un mapa. Vemos a Godard batallando con presupuestos mínimos, ganándose la confianza de un equipo escéptico y moldeando una película mientras se hace, literalmente, al mismo tiempo que filma. La cámara, inquieta y cercana, sigue a los personajes como si también estuviera improvisando, replicando la sensación de urgencia y descubrimiento que impulsó al original.

 

   Uno de los grandes logros es el equilibrio entre los momentos de tensión -cuando la película parece naufragar en manos de un equipo exhausto y un director intransigente- y los destellos de camaradería que mantienen el proyecto vivo. Linklater muestra que Al final de la escapada no nació de un plan maestro, por el contrario, se levantó debido a la cercanía humana entre artistas: de conversaciones en cafeterías, de bromas entre tomas, de dudas confesadas a media voz y de un entusiasmo que, pese a las dificultades, nunca se apaga del todo.

     Las interpretaciones contribuyen al esplendor de  la historia sin que parezcan estatuas vivientes del cine francés. Zoey Deutch da oxígeno a Jean Seberg y su tensa relación con Godard por la desorganización que reinaba en el rodaje, pero ofrece un retrato luminoso y complejo que no sólo aporta magnetismo delante de la cámara, también un contrapunto emocional y práctico al torbellino creativo que rodea al director, encarnado con sorprendente energía por un magnífico Gillaume Marbeck. Tampoco hay ninguna objeción al retrato del cínico Jean-Paul Belmondo que dibuja Aubry Dullin o el pragmatismo de Benjamin Clery dando vida al asistente de dirección Pierre Rissient.

   En un plano formal, Nouvelle Vague combina precisión con ligereza. El blanco y negro actúa como recurso expresivo más que una copia del pasado, tal vez un recordatorio de que la simplicidad puede representar una forma de libertad. El montaje, fragmentado pero fluido, evoca la estética de los saltos abruptos sin convertirse en un ejercicio de imitación. En conjunto, Nouvelle Vague más que un ejercicio metacinematográfico o una película sobre un rodaje es una carta de amor al cine y un estudio sobre cómo nace una idea y cómo el cine, a veces, surge del caos más fértil.

    Linklater captura la esencia de un momento irrepetible sin modificarlo. Y, al hacerlo, consigue algo sorprendente: que el espectador sienta la misma mezcla de riesgo y emoción que sintieron aquellos que participaron en la icónica Al final de la escapada, sin saber que con ello estaban inventando un nuevo modo de mirar.