Lo tendré que repetir una vez más: la gente que puso a parir Huevos de Oro me la suda, me la suda todos los haters y detractores de Bigas Luna y me la suda todos los que desde el día de su estreno han aplaudido con las orejas miles de películas españolas mucho más zarrapastrosas. Tras el éxito de Jamón, jamón (1992) el director barcelonés realiza con su novena película una de las sátiras más exuberantes sobre la ambición desmedida, el deseo más primario y la autodestrucción.
La función sigue a Benito González, interpretado con chulería y desbordante energía por Javier Bardem, un tipo hortera que no tiene ni donde caerse muerto y que mientras está haciendo el servicio militar en Melilla se obsesiona con construir un rascacielos que simbolice no sólo su éxito económico, también su potencia sexual y el dominio del mundo corrupto que le rodea. Y con esa idea, terminada la mili, desembarca en Benidorm en pleno boom inmobiliario.
Bigas Luna, fiel a su estilo transgresor, mezcla erotismo macarra, humor hiriente y crítica social para construir un retrato tan grotesco como fascinante de la España postmoderna tras los fastos de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo’92. Huevos de Oro destaca por su estética excesiva, atiborrada de colores saturados cortesía del operador José Luis Alcaine, símbolos fálicos, detalles surrealistas (Benito, como no podía ser de otro modo, tiene cómo ídolo a Dalí, un genio también con debilidad por los excesos y los huevos) y un ritmo que oscila entre lo delirante y lo trágico.
Y Bardem, con sus dos huevos, sus dos Rolex, sus dos mujeres y su adoración por Julio Iglesias nos ofrece una actuación magnética, capaz de transitar por la arrogancia más vulgar (y brutal) y también por momentos de sorprendente vulnerabilidad. Acompañándole un elenco sólido con una bellísima Maribel Verdú que nos regala una desnudez tan natural como infartante y una María Medeiros tan dulce y cálida como frustrada y asqueada tras ser la víctima perfecta del braguetazo de Benito. Ellas, y todos los demás personajes que orbitan alrededor de nuestro ordinario trepa, acabarán atraídos y aplastados por su voraz voluntad de éxito y poder. Todos menos Benicio del Toro, que aparece al final junto a Raquel Bianca para amargarle definitivamente la vida.
Lo más interesante de Huevos de Oro es la forma en que el director de aquella obra maestra titulada Bilbao convierte la hipermasculinidad en un espectáculo absurdo, revelando la fragilidad que se oculta tras la fachada de éxito y virilidad. Es presumible que hoy la película pueda resultar incómoda para muchos espectadores, aunque no para mí. Porque yo sé que ese era el principal interés de mi añorado Bigas Luna: confrontar al espectador con un universo donde el capitalismo, el sexo y la identidad masculina se abrazan en una danza grosera, estrafalaria y autodestructiva.
Del visionado absténganse monjas alféreces,
meapilas, feministas fundamentalistas y demás gente amargada o de mal vivir.
Aquí no hay lugar para ellos ni para las nuevas masculinidades, porque jamás entenderán el sentido de una fábula
tan audaz, cruel y realista sobre el putrefacto estado de las cosas, las taras
de un país que lleva muchas décadas chapoteando en una ciénaga de mierda y
corrupción. Estamos ante una sátira provocadora y una crítica tan
sarcástica como demoledora sobre un sistema lleno de agujeros. Su legado
perdurará y será reivindicado como testimonio del espíritu subversivo de Bigas
Luna, de una época en la que el cine era un lenguaje revolucionario, corrosivo
y hasta doloroso que apostaba sin pudor por explorar los límites de la
representación en su forma más ácida y visceral.















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