martes, 28 de octubre de 2025

“LA LARGA MARCHA” (Francis Lawrence, 2025), UNA LECTURA POLÍTICA

THE LONG WALK

     Con la adaptación de la novela homónima de Stephen King, Francis Lawrence no filma una distopía futurista, sino una parábola de nuestro tiempo: un mundo que se mueve sin detenerse, incluso cuando no sabe hacia dónde va. La película es una radiografía del poder en su forma más cruda y desnuda: el poder de obligar a avanzar. No hay cárceles ni cadenas visibles, la condena es seguir caminando. Caminar se convierte en obediencia.  

El movimiento como forma de control

    En la sociedad de La larga marcha, el régimen ya no necesita encarcelar ni ejecutar pudorosamente. Controla a través del movimiento. La orden no es “somete”, sino sigue. Es una política de agotamiento: el sistema no busca cuerpos productivos, sólo cuerpos rendidos. Los caminantes son, en cierto modo, metáforas de los ciudadanos contemporáneos: exhaustos, competitivos, convencidos de que avanzar es sobrevivir, aunque el avance sólo conduzca al colapso. El poder aquí no se impone por el miedo al letal castigo, algo asumido, sino por la interiorización de la marcha como destino. El totalitarismo ha logrado su meta final: la autogestión del sometimiento.

La meritocracia como ideología mortal

     Cada participante marcha voluntariamente, o eso se nos dice. Pero la voluntariedad en una sociedad sin alternativas es una farsa. En este sentido, La larga marcha es una sátira brutal de la meritocracia: el mito de que el esfuerzo y la resistencia garantizan la recompensa. En el universo de la cinta, la recompensa es la vida misma o la ilusión de un deseo concedido.

    La película desnuda la lógica perversa del neoliberalismo: la competencia se presenta como libertad, cuando en realidad es una forma de esclavitud. Todos son libres de morir a su propio ritmo, la marcha es el mercado perfecto: cada individuo compite, se desgasta, se sacrifica; el sistema sólo observa, administra, celebra la eficiencia de la autodestrucción.

El cuerpo como territorio político

   En La larga marcha el cuerpo deja de ser privado. Es público, visible, cuantificable: su velocidad, su ritmo cardíaco, su resistencia. El cuerpo del caminante pertenece al Estado/espectáculo. No hay privacidad en la agonía. Cada paso es transmitido, cada caída es consumida.

  Aquí Lawrence construye una crítica al biopoder contemporáneo: el Estado no mata, regula. No prohíbe, mide. La política ya no se juega en el parlamento ni en la guerra, sino en el cuerpo administrado, fatigado, convertido en mercancía para el espectáculo. La marcha es una procesión de cuerpos controlados, convertidos en símbolos de la obediencia nacional. El cuerpo del ciudadano es el campo de batalla de la ideología.

El espectáculo de la obediencia

   La película entiende que el poder actual no necesita ocultar su violencia; sólo necesita esterilizarla. La marcha no es un castigo secreto, pues se ha convertido en una especie de fiesta nacional, un rito televisado, un evento masivo de identificación colectiva. El pueblo no teme al poder: lo celebra. Lawrence muestra con frialdad como la violencia, convertida en entretenimiento, deja de ser violencia. La empatía se convierte en complicidad. Así opera el totalitarismo contemporáneo: no oprime a las masas, las seduce. La obediencia se convierte en un deseo.

La falsa redención

  El ganador de la marcha obtiene un deseo: una promesa de poder individual en un sistema diseñado para neutralizar cualquier cambio colectivo. El deseo del vencedor no destruye el sistema; lo renueva. Es la válvula simbólica que evita la explosión. El sistema necesita un ganador para que todos los demás acepten su derrota. El premio es la política del simulacro: un espejismo de justicia que refuerza la injusticia. El ganador no libera a nadie; sólo demuestra que “es posible”, que el juego es justo, que el sacrificio valió la pena. Pero el precio de esa victoria es la legitimación de un orden basado en la muerte.

Amistad y disidencia: la grieta humana

  Sin embargo, Lawrence introduce una grieta: la amistad entre los caminantes. Allí donde el poder exige competencia, surge la solidaridad. Allí dónde el régimen evalúa la resistencia, surge la empatía. La relación entre los protagonistas -esa lealtad absurda en medio del delirio- es el único gesto político auténtico de la película. No se rebelan con armas ni discursos, sino con la honrosa decisión de no abandonar al otro. En un mundo que glorifica la supervivencia individual, detenerse por el otro es un acto más subversivo. Es una política de lo inútil, de lo humano. Frente a la eficiencia de la muerte, la ternura aparece como resistencia.

La política del agotamiento

  El film puede leerse como una metáfora de la sociedad contemporánea del rendimiento: cada individuo es empujado a dar más, a no detenerse nunca, a temer la pausa como si fuera un fracaso. En ese sentido, La larga marcha no se sitúa en un futuro lejano, sino en nuestra realidad laboral, mediática y emocional. El poder no sólo castiga al que desobedece, castiga al que se cansa. La fatiga es el nuevo delito político, es por eso que la marcha nunca acaba: incluso el ganador está condenado a seguir caminando, aunque sea dentro de su mente. No hay destino, sólo un movimiento perpetuo.

Caminar hasta desaparecer

  El final, más que una victoria, es una disolución. El héroe, al obtener su deseo, no conquista nada, sólo quiere venganza y se diluye en el mismo mecanismo que lo devoró. La marcha no tiene fin porque representa la lógica autoperpetua del poder: una maquinaria que se retroalimenta del sacrificio, del cansancio, de la esperanza. El totalitarismo aquí no se impone por decreto, sino por hábito. El ciudadano no lo teme: lo internaliza. Camina, aunque ya no sepa por qué.

La democracia del cansancio

    La larga marcha es una cáustica fábula política sobre estos tiempos siniestros que nos ha tocado vivir: el tiempo del cansancio administrado, del esfuerzo sin sentido, del control disfrazado de libertad. La marcha no es sólo una prueba mortal; es la metáfora de un sistema que ha convertido la supervivencia en deber moral y la fatiga en virtud cívica.

   Desde esa lectura, Lawrence no filma una distopía, sino una democracia invertida: un mundo donde todos caminan por voluntad, pero nadie decide el camino. Donde la libertad es tan abundante que se torna indistinguible de la obediencia. Donde detenerse (amar, descansar, pensar), es el único acto verdaderamente revolucionario.



domingo, 26 de octubre de 2025

CRÍTICA: “DEAD OF WINTER” (Brian Kirk, 2025)

 


DEAD OF WINTER” 
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   Brian Kirk (Manhattan sin salida), dirige este gélido thriller que nos presenta a Barb (Emma Thompson), una mujer madura que viaja a Minnesota para esparcir las cenizas de su fallecido esposo en un lago congelado llamado Hilda, un lugar con un gran simbolismo sentimental para ella. Durante el viaje, una tormenta de nieve hace que se desvíe y acaba en una remota cabaña. Allí descubre que una joven, Leah (Lauren Marsden), ha sido secuestrada por una peligrosa pareja (a quienes dan vida Judy Greer y Marc Menchaca) con una motivación espeluznante. Al no tener cobertura telefónica ni forma algina de pedir ayuda, Barb se ve obligada a intervenir para salvar a la joven.

    Dead of Winter, que en realidad se filmó en Finlandia, combina el clasicismo del cine de supervivencia con un trasfondo emocional más profundo y desarrolla su acción en un paisaje helado donde la nieve parece devorar el sonido y el tiempo. Kirk, de manera sobria, evita los excesos visuales y apuesta por una tensión que crece a base de pequeños gestos, obligando a Emma Thompson a realizar un exigente esfuerzo físico, entregando una interpretación contenida y poderosa que recuerda a las heroínas anónimas del mejor cine de los 70.

  Cierto que el director busca profundidad en el paisaje nevado, pero a veces se pierde en él, a medio camino entre el thriller y el drama introspectivo (una viuda, un lago helado, un secreto que emerge del hielo), y comprobamos que se adentra pronto en un terreno familiar, donde la tensión y el drama no siempre alcanzan la temperatura que prometen. Es cierto que Emma Thomson siempre mantiene la película en pie. Su barb es una mujer quebrada, fatigada, que encuentra en la violencia a la que se ve abocada un inesperado eco de redención. La puesta en escena (planos largos, respiraciones con vaho y ecos de violencia) logra momentos de desasosiego, pero también causa cierta gelidez narrativa.

 

   La tensión no siempre alcanza el ritmo necesario y la metáfora del duelo termina siendo reiterativa. Es una obligación señalar lo impresionante de la atmósfera: los paisajes blancos y el silencio helado transmiten una sensación de soledad física y el frío induce a un estado emocional. Pero el guión se resiente de su propia solemnidad, como si temiera abandonar el simbolismo del duelo para abrazar plenamente el peligro. Kirk dirige con elegancia, aunque con cierta distancia emocional, ya que todo resulta correcto pero rara vez desgarrador. Dead of Winter puede dejar poso, pero no por su trama -previsible en muchos momentos-, sino por su corrosiva melancolía, esa idea de que incluso al borde de la muerte, el amor y la culpa siguen buscando un lugar donde descansar. Un recordatorio de que el dolor no se diluye con el tiempo, sino que se transforma, como el agua que se hiela sobre un lago en calma. 

sábado, 25 de octubre de 2025

CRÍTICA: "BONE LAKE" (Mercedes Bryce Morgan, 2024)

 

Trampa para parejas

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DIRECTORA: Mercedes Bryce Morgan.

INTÉRPRETES: Maddie Hasson, Marco Roe, Alex Pigossi, Andra Nechita.

GÉNERO: Thriller-terror / DURACIÓN: 94 minutos / PAÍS: EE.UU. / AÑO: 2024

    Es la primera vez que me acerco a la filmografía de Mercedes Bryce Morgan y sólo porque Bone Lake pasó por algunos festivales como el de Sitges. Ni mucho menos ha sido una decepción. La película nos presenta a dos parejas que por error han alquilado la misma propiedad, un caserón precioso junto a un lago, para pasar un romántico fin de semana. Claro que esa escapada de ensueño pronto se convierte en una pesadilla donde se mezclan el sexo, la mentira y la capacidad de supervivencia. Pronto entendemos que nada de lo que pasa es casual.

  Bone Lake es un experimento audaz que en gran parte funciona. Fusiona elementos que elaboran un cóctel excitante y la convierten en un divertimento juguetón y peligroso: la ilusión de un retiro romántico se convierte en una trampa emocional y sangrienta. Morgan demuestra talento para adivinar las expectativas del espectador: nos seduce con el componente erótico, pero explora lo grotesco. Me gusta, por ejemplo, como se cuestiona la comunicación de la pareja y expone la desconfianza. No es un slasher vulgar, ya que aquí se reflexiona sobre lo que sucede cuando la vulnerabilidad te exhibe y se convierte en un arma, cuando la seducción se utiliza para manipular y cuando la confianza se rompe bajo la superficie de lo que parece un fin de semana idílico.

    Bryce Morgan muestra interés por los límites entre placer y dolor, entre control y sumisión, filmando cada escena con una sensualidad fría, como si el lago que da título a la historia guardara algo podrido bajo su superficie paradisíaca. Lo mejor lo encontramos en su atmósfera, en la fotografía, saturada de reflejos y sombras húmedas, que convierte el entorno natural en una trampa. La cámara se mueve como un testigo molesto, siempre demasiado cerca de los cuerpos, siempre consciente de lo que oculta, hay algo hipnótico en la manera en que el guión desenmascara los juegos de poder dentro de las relaciones, exponiendo cómo el deseo puede tornarse en una forma brutal de dominio

   Dicho esto, no estamos ante una película redonda. Tras un crescendo psicológico impecable, el clímax gore, aunque espectacular, se precipita hacia una violencia visceral con un frenesí a algo torpe, con el ansia de liberar la tensión acumulada, la tibieza de algunas escenas sexuales puede decepcionar a quien espera una película de horror erótica más explícita. Esas decisiones restan parte del misterio y reduce a los personajes a meros instrumentos del caos. Además, la pasividad de los protagonistas frente a ciertas señales de peligro, me sacaron de una inmersión total: es difícil creer que se quedaran en la casa simplemente por problemas de pareja. Aun así, Bone Lake es un artefacto decente al que merece la pena dar una oportunidad si te atraen las historias de tensiones psicológicas, las dinámicas tóxicas y no te importa que, finalmente, la sangre lo inunde todo.

    No es un horror puramente visceral, ni un drama romántico sin garra: se encuentra justo en esa intersección ambigua, y lo logra aparentando ser un espejo deformante de las relaciones de pareja, pero en realidad es una macabra competición que nos presenta a unos psicópatas con una estudiada estrategia de manipulación, un ejercicio de tensión y deseo que transforma la calidez de unas vacaciones románticas en un pantano emocional donde el amor y la violencia se confunden.

jueves, 23 de octubre de 2025

CRÍTICA DEL DOCUMENTAL DE NETFLIX: “LA VECINA PERFECTA" (Geeta Gandbhir, 2025)

 

THE PERFECT NEIGHBOR   

   El documental La vecina perfecta estrenado en Netflix y dirigido por Geeta Gandbhir se inscribe en la tradición de cine documental que combina el registro realista con una reflexión ética sobre las estructuras sociales que sostienen la violencia. A partir del caso real, ocurrido en 2023, de Ajike “AJ” Owens, una mujer afroamericana de 35 años y madre de cuatro hijos asesinada por una vecina blanca, Susan Lorincz, de 58 años, tras una serie de disputas domésticas y un altercado con los hijos de Ajike en el condado de Marion en Florida, Gandbhir construye una narrativa que trasciende el suceso individual para hacer una incisiva introspección sobre las tensiones raciales y las cuestiones jurídicas que lo hace posible. Estamos pues ante un retrato escalofriante de la normalidad estadounidense: un vecindario de casas idénticas, vallas recién pintadas y un paisaje humano vulgar que oculta un miedo latente.

  El film destaca por su economía expresiva. La directora prescinde de los manidos recursos testimoniales o narraciones en off para centrar la mirada en material documental: grabaciones de las cámaras corporales de la policía, audios del 911, interrogatorios filmados y declaraciones judiciales. Esta técnica, cercana al cinéma vérité, genera una distancia analítica que evita la sentimentalización del suceso y favorece la interpretación crítica del espectador hasta que, finalmente, se siente la emoción con el dolor de los hijos de la víctima, la impotencia de una comunidad y la frialdad burocrática de un sistema que repite la historia una y otra vez. El montaje articula la cronología de los hechos con un rigor casi forense, lo que convierte la experiencia fílmica en una observación perturbadora de la trivialidad del mal, las absurdas razones que enconan el conflicto y las trágicas consecuencias.

  La obra de Gandbhir puede leerse como una crítica a la lógica de la “autodefensa” legitimada por leyes como la Stand Your Ground de Florida, que permiten estirar el límite del uso letal de la fuerza en contextos ambiguos. En este sentido, La vecina perfecta examina la relación entre miedo, poder y racialización dentro del espacio doméstico suburbano, presentado aquí como un microcosmos del sistema social estadounidense. No hay villanos caricaturescos ni héroes redentores, sólo personas comunes atrapadas en una telaraña de prejuicios y leyes que legitiman la desconfianza. La zona suburbial donde se desarrollan los hechos se convierte en el espejo de la nación: el sueño suburbano como pesadilla sistémica y una indagación en las raíces de la violencia racial y la distorsión del concepto de “seguridad” en una sociedad armada.

   No contaré si, finalmente, Susan Lorincz, la homicida, es declarada culpable, tampoco por el delito que será juzgada, lo descubrirá el espectador, aunque más que ofrecer respuestas, el documental lanza una pregunta ética sobre la convivencia contemporánea: ¿cómo se define la seguridad cuando el miedo es estructural? Gandbhir sugiere que la violencia no surge de lo excepcional, sino de la normalización, de la desconfianza. En ello reside la potencia política y estética de la propuesta, su fuerza radica en el absurdo sustrato que genera una violencia que no irrumpe de golpe, sino que germina lentamente, al amparo de la indiferencia. Así, la directora logra que lo ordinario se vuelva siniestro y que el espectador llegue a preguntarse si realmente conoce a sus vecinos.

martes, 21 de octubre de 2025

“FOLLOWING” (1998) LA NOTABLE ÓPERA PRIMA DE CHRISTOPHER NOLAN


   Tras realizar tres cortometrajes, Christopher Nolan debuta con Following (1998), y demuestra desde el inicio una precisión quirúrgica para la narrativa fragmentada y el estudio psicológico de los personajes moralmente ambiguos. Realizada con un presupuesto de guerrilla y filmada en blanco y negro, la película es un ejercicio de estilo que anticipa muchas de las obsesiones formales y temáticas que definirían la filmografía del director: la identidad, la manipulación del tiempo y la delgada línea entre el observador y el participante.

  La trama sigue a un joven escritor (Jeremy Theobald) que deambula por Londres siguiendo a desconocidos en busca de inspiración. Su curiosidad lo lleva a conocer a Cobb (Alex Haw), un carismático ladrón que convierte el allanamiento de morada en una especie de arte filosófico. A partir de ahí, Nolan teje una historia de engaños y traiciones contada en un orden no lineal, donde cada salto temporal añade nuevas capas de ambigüedad.

  Pese a su austeridad técnica, Following destaca por su ingeniosa construcción narrativa y su asfixiante atmósfera. La pureza de la fotografía en blanco y negro potencia la sensación de alienación urbana, mientras el montaje fragmentado -a cargo del propio Nolan- mantiene la tensión constante que obliga al espectador a recomponer el relato como si fuera un rompecabezas.

   Más que un simple thriller noir, Following se eleva como una reflexión sobre la pérdida de identidad en un mundo dominado por la vigilancia y la obsesión por los otros. Nolan transforma las limitaciones del ínfimo presupuesto en virtudes asombrosamente expresivas: los espacios mínimos, las interpretaciones contenidas y el sonido seco crean una sensación de inmediatez y autenticidad. Following no sólo anuncia el nacimiento de un cineasta de mirada rigurosa y cerebral, también establece el molde de un estilo: un cine donde la estructura es tan importante como la propia historia.