miércoles, 17 de diciembre de 2025

MIS PELÍCULAS FAVORIAS: "EL SIRVIENTE” (Joseph Losey, 1963)

 

    Escrita por el dramaturgo inglés Harold Pinter a partir de la novela de Robin Maugham y dirigida por maestro estadounidense Joseph Losey en 1963, El sirviente constituye una de las disecciones más incisivas de las relaciones de poder y de la lucha de clases en el cine británico de posguerra. A través de un relato aparentemente íntimo y contenido, la película crea una alegoría social en la que la dominación no se ejerce de forma explícita, sino mediante mecanismos psicológicos, simbólicos y espaciales.     

  La trama gira en torno a Tony (James Fox), un joven aristócrata acomodado que contrata a Hugo Barrett (Dirk Bogarde) como mayordomo para su nueva casa en Londres. Desde el inicio, Losey subvierte las expectativas del relato clásico de amo y sirviente: Barret se presenta como eficiente, sumiso y correcto, pero progresivamente se revela como un agente activo que manipula las debilidades morales y afectivas de su empleador. La relación se transforma así en un juego de inversión jerárquica en el que el sirviente termina ejerciendo un control absoluto sobre el amo.

   Uno de los grandes logros de la película reside en el libreto de Pinter, caracterizado por diálogos elípticos, silencios cargados de tensión y ambigüedades morales. El conflicto no se articula a través de grandes enfrentamientos verbales, sino mediante insinuaciones, gestos mínimos y rutinas cotidianas que van erosionando la autoridad de Tony. Esta sutileza narrativa refuerza la sensación de incomodidad y hace que la violencia del poder sea esencialmente psicológica.

   La puesta en escena de Losey desempeña un papel esencial en esta dinámica. El espacio doméstico, lejos de ser refugio, se convierte en un campo de batalla simbólico. El uso de encuadres cerrados, espejos y escaleras amplifica la claustrofobia y la inestabilidad de las jerarquías sociales. A medida que avanza el relato, la casa se oscurece y se desordena visualmente, reflejando la decadencia moral del amo y la creciente autoridad del sirviente.

 En términos interpretativos, Dirk Bogarde ofrece una actuación magistral, construyendo un personaje cuya amenaza radica precisamente en su ambigüedad e inteligencia. Frente a él, James Fox encarna con eficacia la fragilidad y el vacío de una clase alta incapaz de sostener su poder sin las estructuras tradicionales que la legitimaban.

   En conjunto, El sirviente es una obra clave del cine de vanguardia europeo, no sólo por su audaz análisis de clase, también por su capacidad para transformar lo cotidiano en una experiencia profundamente perturbadora. Losey y Pinter firman una película que más de seis décadas después, conserva intacta su lucidez crítica, los conflictos latentes y su turbadora vigencia.

sábado, 13 de diciembre de 2025

THE RUNNING MAN (1987) vs THE RUNNING MAN (2025)

 

Similitudes

     1. Ambas comparten la misma columna vertebral del espectáculo como violencia: un sistema mediático convierte la muerte en entretenimiento, y el protagonista se vuelve un factor de resistencia dentro del show. Aunque el tono cambia radicalmente, las dos versiones funcionan como apuntes sobre la diversión con la violencia.

    2. En ambas, Ben Richards (Arnold Schwarzenegger y Glen Powell) comienza como alguien que sólo quiere sobrevivir, pero termina convertido en símbolo de algo mayor. La diferencia es cómo cada película o director entiende esa transformación.

   3. Estructura de niveles o enemigos. Tanto en el film de 1987 dirigido por Paul Michael Glaser, titulado en España Perseguido, como en el de 2025 dirigido por Edgar Wright la narrativa va avanzando por etapas vinculadas a cazadores/amenazas que encarnan diferentes capas del sistema. El ritmo de videojuego está presente en ambas, aunque con justificaciones distintas.

Diferencias

    1. Tono y género. La película de 1987 es casi una action-comedy futurista. Exagera, se burla de sí misma, abraza lo camp y coloca la sátira en un segundo plano detrás del carisma de Schwarzenegger. En la de 2025 nos encontramos ante un híbrido entre el thriller distópico y la sátira con el humor característico de Wright, pero más serio y sombrío que en las constantes de su filmografía. Aquí el humor no desactiva la tensión, la subraya. En esencia: la primera usa la distopía para montar un espectáculo; la segunda, usa el espectáculo para profundizar en la distopía.

  2. Relación con la novela de Stephen King. La película de 1987 es casi una reinterpretación total. Toma sólo la idea superficial del “reality mortal” y la convierte en un vehículo de cine de acción. Corrección moral simple: el malo es muy malo y el héroe muy héroe. La cinta de 2025 tampoco es una adaptación literal, pero respeta mucho más el espíritu del libro: una sociedad degradada, desesperación económica, medios omnipresentes, una sensación de que Richards es más víctima que héroe. La motivación del protagonista en el film de Wright es más trágica y más coherente con el tono literario; la adaptación realizada por Glaser es más “Schwarzenegger vs la TV”.

    3. Construcción del mundo. La función de 1987 nos presenta un mundo mínimo. Sólo vemos fragmentos estereotipados (zonas devastadas, TV dominante, rebeldes). El diseño visual busca el impacto inmediato, casi de cómic. Sin embargo, en la adaptación de 2025 está todo más detallado y cohesionado. El show es parte de un ecosistema mediático más amplio. La tecnología, la publicidad, el diseño urbano y la cultura del espectáculo se integran como un sistema coherente, no sólo como fondo.

   4. Violencia y lectura política. En el film de Glaser de 1987 vemos una violencia estilizada y exagerada; la crítica política es evidente pero simple, es más una observación sobre el sensacionalismo televisivo que sobre las estructuras sociales. Por el contrario, en la reciente versión de Wright la violencia es menos caricaturesca, más hiriente. La política del mundo distópico se siente más compleja: desigualdad, alienación y explotación económica más cercana al texto de King.

   5. Personajes secundarios. En la versión de 1987 son personajes grandes y coloridos; las Stalkers son caricaturas de gimmicks (Saws, Fireball, Dynamo), que funcionan como espectáculo dentro del espectáculo. En la de 2025 son cazadores más realistas y menos “villanos de videojuego”. No hay tanta teatralidad visual sino más peso dramático; representan más estereotipos sociales que caricaturas.

   6. Final y arco dramático. En la película protagonizada por Schwarzenegger vemos un final explosivo, catártico, casi superheroico. La moral es clara: Richards gana, el villano muere, el sistema parece hundirse. En el film protagonizado por Powell el final es más ambiguo, más en la línea de que la victoria personal no destruye un sistema mediático-político tan poderoso. El impacto emocional es más melancólico que triunfalista.


    Como resumen, apuntaré que la película ochentera es puro entretenimiento con tintes satíricos: ¿cuán lejos llegarían los medios para conseguir audiencia? La nueva adaptación es una sátira distópica con entretenimiento, pero más centrada en el mensaje: ¿cuán lejos hemos dejado que lleguen… y por qué lo seguimos viendo?

miércoles, 10 de diciembre de 2025

CRÍTICA: "KEEPER" (Osgood Perkins, 2025)

 

Un paso en el vacío

“KEEPER”  êê

DIRECTOR: Osgood Perkins.

INTÉRPRETES: Tatiana Maslany, Rossif Sutherland, Kett Turton, Erin Boyes, Claire Friesen.

GÉNERO: Terror / DURACIÓN: 99 minutos / PAÍS: EE.UU. / AÑO: 2025

   Keeper, la nueva propuesta de Osgood Perkins, nos llega envuelta en un aura de misterio y cierto prestigio heredado de sus trabajos previos. Sin embargo, lo que prometía ser otro ejercicio de terror atmosférico termina siendo una obra frustrante, narrativamente torpe y sorprendentemente vacía. Perkins, conocido por su capacidad para crear inquietud a partir de los silencios y los detalles, aquí parece perder completamente el pulso de su propio estilo, entregando una película que no se sabe qué quiere contar y cómo hacerlo.

    La función nos presenta a una pareja, Malcolm y Liz (Rossif Shutherland y Tatiana Maslany) que para celebrar su primer aniversario hace una escapada romántica de fin de semana a una cabaña aislada. Cuando Malcolm, que es médico, regresa por una urgencia a la ciudad, Liz se encuentra aislada y en presencia de un mal indescriptible que revela los horripilantes secretos que esconde la cabaña.

    El mayor problema reside en un libreto disperso, incapaz de cohesionar sus ideas ni de sostener la tensión que intenta sembrar. La estructura avanza entre escenas que parecen reveladoras pero que no llevan a ninguna parte, o peor, a parajes mil veces surcados, acumulando simbolismos que no profundizan en nada y unos personajes poco sugerentes y nada creíbles. La atmósfera, que debería ser opresiva se vuelve vulgar, y los pocos destellos de autoría quedan sepultados bajo la falta de una dirección firme y dramática.

   A esto se suman los anodinos y previsibles sustos. Lejos del terror psicológico que Perkins ha manejado con buen oficio en otras ocasiones, Keeper apuesta por los sobresaltos predecibles y sin impacto. La película parece incapaz de generar ni una sombra de inquietud duradera; incluso sus momentos más oscuros carecen de peso emocional. Visualmente, Keeper mantiene cierta identidad aunque los elementos sobrenaturales no resaltan por su originalidad, pero incluso la estética -una de las virtudes del director- parece aquí sometida a una historia que nunca despega. El resultado es un ejercicio de estilo hueco, una película que se siente incompleta y falta de alma. Definitivamente, estamos ante un traspiés notable en la filmografía de Perkins, un relato sin fuerza ni tensión ni propósito. Una experiencia tan insatisfactoria como olvidable.

lunes, 8 de diciembre de 2025

“LAS EDADES DE LULÚ” (Bigas Luna, 1990), UNA PELÍCULA POLÉMICA Y MALDITA

 

   Las edades de Lulú es probablemente uno de los proyectos más arriesgados del cine español en la última década del pasado siglo. Una película que sería imposible estrenar en estos tiempos gazmoños y mojigatos, tanto por su temática y explicitud sexual como por la franqueza con que mi adorado Bigas Luna decide exponer la historia de iniciación sexual de una chica quinceañera. Basada en la primera novela de Almudena Grandes que ganó el XI premio La sonrisa vertical, la película se adentra sin medias tintas en un terreno donde sexualidad, identidad y peligro se confunden, y lo hace con una audacia que, a día de hoy, sigue molestando a mucha gente. Algo que para quien junta estas letras siempre resulta estimulante.

   Lulú (Fracesca Neri) es una colegiala de 15 años que siente una atracción poderosa por Pablo (Óscar Ladoire), amigo de la familia. Tras una primera y excitante experiencia, ese deseo marcará toda su vida. Pablo se marcha como profesor a Filadelfia, y años después vuelve a reencontrarse con Lulú. Reviven su deseo, se casan y ambos inician una relación intensa marcada por la experimentación sexual.

    La mirada de Bigas Luna está marcada por su obsesión por el cuerpo, el deseo y la lúcida transgresión. No obstante, aquí su estilo encuentra una tensión particular: intenta respetar la perspectiva de Lulú como eje emocional, pero en más de una secuencia la cámara se aproxima ella desde un punto de vista externo, casi voyeurista. Esto origina un choque entre el espíritu feminista y subjetivo de la novela y la mirada eminentemente masculina del director. Ese desajuste es, a la vez, una debilidad y un rasgo que vuelve la película fascinante. Así, nos encontramos con una obra contradictoria, perturbada por sus propias intenciones.

   Una sensual Francesca Neri dando oxígeno a Lulú ofrece una actuación entregada, intensa, tal vez más ingenua que la Lulú literaria, pero capaz de sostener la desnudez física y emocional del personaje. La presencia de Óscar Ladoire como el profesor amigo de su hermano, aporta cierta ambigüedad moral, y perdonamos que en algunos momentos el relato caiga en la caricatura de otros personajes y ambientes. No es el caso de la travesti Ely que encarna maravillosamente María Barranco, que aporta una calidez sentimental y física conmovedora y tangible, o de un siniestro Javier Bardem que se busca la vida prostituyéndose en los antros de la noche. Se me hace necesario subrayar que la atmósfera de degradación emocional está muy lograda, Bigas Luna sabe crear espacios que parecen existir entre lo real y lo onírico.

   Las edades de Lulú no es sólo una película polémica (la actriz elegida en principio para dar vida a Lulú era Ángela Molina que rechazó el papel alegando que la historia deriva en una película porno) y su recepción estuvo marcada por una sucesión de escándalos, malentendidos y prejuicios ñoños, tanto por su tratamiento explícito de la sexualidad, como por su decisión de no justificar ni moralizar los deseos de su protagonista. Y en cierto modo podemos considerarla una película maldita porque surgió en medio de tensiones, cambio de la actriz principal a última hora, sufrió duras críticas, tocó temas tabús cómo el incesto y quedó atrapada en el limbo entre el cine de autor y el cine erótico comercial, sin encajar plenamente en ninguno. 

   Con el tiempo, sin embargo, esa condición se ha vuelto única. Es una obra imperfecta pero valiente, excesiva, contradictoria, imposible de ver sin sentir algo, y ese, al final, es su verdadero triunfo. Las edades de Lulú conserva el espíritu provocador de la novela, el intento de narrar el deseo femenino sin moralismos. Bigas Luna refuerza la crudeza mediante atmósferas decadentes, personajes secundarios extremos y una estética más cercana al erotismo de los años 80-90. Algunos episodios están más estilizados, sobre todo los que exigen mayor introspección, y otros se enfatizan visualmente para causar mayor impacto. Y lo más importante, Luna consigue que la película aumente la temperatura emocional y rompa el termómetro de la fiebre sexual. Insisto, todo lo que a un sector mojigato de la sociedad le molesta o incomoda, a mí me sirve de estímulo.

domingo, 7 de diciembre de 2025

MIS PELÍCULAS FAVORITAS: “COWBOY DE MEDIANOCHE” (John Schlesinger, 1969)


   Cowboy de Medianoche se eleva como uno de los textos fílmicos más incisivos y con más aristas del cine estadounidense de finales de los años 60, no sólo por su indudable importancia histórica (único film calificado X en ganar el Oscar a la Mejor Película) sino por su capacidad para configurar una radiografía descarnada del desarraigo urbano y la crisis de la identidad masculina. La película del británico John Schlesinger, que irrumpe en Hollywood con esta obra maestra basada en la novela de James Leo Herlihy y se sitúa en la intersección entre el clasicismo hollywoodiense, en proceso de desintegración, y las formas emergentes del llamado Nuevo Hollywood, algo que se manifiesta tanto en su estructura narrativa fragmentada como en su aproximación realista a la marginalidad.

    En el centro del relato se cuece la relación entre el ingenuo Joe Buck (Jon Voight) y Enrico “Ratso” Rizzo (Dustin Hoffman), un vínculo que desmonta progresivamente los códigos de la masculinidad hegemónica. Joe encarna el ideal de cowboy incrustado en un entorno urbano donde dicho ideal carece de sentido; su atuendo, su acento y su autopercepción sexual operan como un disfraz que el entorno neoyorquino pone en evidencia. Cree que puede ganarse la vida en la gran metrópolis como gigoló seduciendo a mujeres maduras en Manhattan, pero un baño de realidad hará naufragar sus planes. Schlesinger subraya esta disonancia mediante un dispositivo visual que contrasta la luminosidad casi publicitaria del Texas imaginado por Joe con el cromatismo cosmopolita y abrasivo de Nueva York. Esa colisión cromática no sólo marca el sueño del tránsito al desencanto, también se traduce en la erosión psicológica del personaje.

  El empleo sistemático de los flashbacks flashforwards (casi siempre asociados a traumas, humillaciones y recuerdos sexualizados) constituyen una de las innovaciones narrativas más eficaces de la función. Lejos de ser un mero recurso estilístico, estas irrupciones sugieren que la identidad de Joe está compuesta por retazos inconexos que nunca logran una articulación plena. La memoria, en consecuencia, opera como un espacio disfuncional, más cercano a la pesadilla que al recuerdo nostálgico.

  En contraste, Ratso encarna una forma operativa de supervivencia urbana: cínico, pragmático, pero no exento de una profunda debilidad. Schlesinger evita sentimentalizar su relación con Joe, optando por un tono de intimidad áspera que desafía los códigos heteronormativos del arquetipo masculino de la época. El film no explicita una dimensión sexual entre ambos, aunque sí proyecta una dependencia emocional cercana al ámbito amoroso, y que en su ambigüedad constituye uno de los logros más perdurables del relato. Esta ambivalencia, sumada a la mirada compasiva hacia dos seres marginados, sitúa a Cowboy de Medianoche en el terreno de un humanismo crítico, nunca complaciente.

    Desde el punto de vista estético, la dirección de Schlesinger combina elementos del documental urbano con recursos formales más expresionistas: el uso de teleobjetivos que comprimen los espacios, la cámara en mano para capturar el ajetreo callejero y los montajes elípticos que intensifican la subjetividad alterada de Joe. Todo ello converge en una representación de Nueva York como una jungla indiferente y devoradora, alienada en el imaginario que adivina los elementos que definirán el cine norteamericano de los 70.

   El desenlace -el viaje a Florida en autobús y la muerte de Ratso- no funciona como elemento de redención, por el contrario, es la constatación de un ciclo de fracaso que se perpetúa. La imagen final de Joe sosteniendo con sensibilidad a su amigo muerto, despojado ya del traje de cowboy, pone énfasis en una transformación que más que una liberación es una aceptación forzada de la realidad: no hay retorno a un origen idealizado ni horizonte claro para un nuevo futuro. Este cierre trágico, alejado de cualquier moralismo, refuerza la dimensión existencial de la película: la identidad es un artificio precario destinado a colapsar frente a un contexto social implacable.

  En definitiva, Cowboy de Medianoche, asociada eternamente a la melancólica canción Everybody's Talkin de Harry Nilsson, es una obra esencial por su capacidad para articular un potente discurso sobre la marginalidad, la soledad urbana y la masculinidad desenfocada en una época de profundas tensiones sociales, políticas y culturales. Su combinación de riesgo formal, sensibilidad social y complejidad psicológica la convierte en una pieza cardinal del cine estadounidense que abre las puertas a la modernidad y que, más de dos décadas y media después, mantiene indemne su vigencia.