sábado, 14 de junio de 2025

CRÍTICA: "SIRÂT. TRANCE EN EL DESIERTO" (Oliver Laxe, 2025)

La incansable búsqueda de la espiritualidad

“SIRÂT. TRANCE EN EL DESIERTO”  êêêê

DIRECTOR: Oliver Laxe.

INTÉRPRETES: Sergi López. Bruno Núñez, Jade Oukid, Richard Bellamyun, Stefania Gadda, Tonin Javier, Joshua Liam Herderson.

GÉNERO: Drama / DURACIÓN: 114 minutos / PAÍS: España / AÑO: 2025

       He de reconocer que hasta la fecha no había logrado conectar plenamente con el cine del director español nacido en Francia Oliver Laxe a pesar de que todas sus películas han tenido un notable éxito en el Festival de Cannes. En Mimosas (2019) sólo me atrapó el embrujo de los paisajes del Atlas marroquí, aunque me sentí distante del arrobado espiritualismo que desbordaba la función; y en Lo que arde (2019), de nuevo me cautivaron los paisajes de Galicia. pero nada me interesó el engrudo narrativo que nos mostraba la historia del pirómano Amador.

    Sí me ha logrado convencer con su tercera película de ficción que se mueve entre el drama, la road movie y la intriga titulada Sirât. Trance en el desierto, una historia que sigue a Luis (Sergi López) un hombre acompañado de su hijo Esteban (Bruno Núñez) que buscan en una rave que se celebra en un remoto lugar de las montañas del sur de Marruecos a su hija y hermana Mar, desaparecida hace meses en una de esas eternas fiestas. Reparten su foto en el lugar envueltos en un frenesí de música electrónica y un tipo de libertad que desconocen. Allí conocen a un grupo de raveros y deciden seguirlos a una última fiesta que se celebrará en el desierto, donde esperan encontrar a la joven desaparecida.

       En Sirât, Oliver Laxe prolonga las temáticas y paisajes trillados en sus anteriores obras: sus películas no transitan por carreteras asfaltadas, sino por senderos espirituales, territorios intermedios entre lo tangible y lo invisible. Ahora lo hace a través de un relato áspero y sinuoso, ubicado en el sur de Marruecos, donde el desierto y las raves se abrazan para iniciar un viaje místico sin brújula ni mapa. Laxe transforma el espacio físico -las arenas del Magreb- en un terreno de mutación interior. Lejos de ser un simple fondo exótico, el desierto en Sirât es un umbral, una vía de paso (significado de esa palabra árabe) entre lo humano y lo trascendente. Allí no se transita por carreteras, sino por la naturaleza del alma. Una vasta geografía que exige la rendición del cuerpo, del ego, del tiempo.

      Visualmente, Laxe opta por una fotografía granulosa del super 16 mm a cargo de Mauro Herce, que barniza el presente con un toque de memoria ritual. Pero es el sonido, la música creada por Kangding Ray como una rave teológica, lo que más impacta: los beats electrónicos superpuestos a cánticos, jadeos, respiraciones y silencios densos marcan el ritmo emocional más que la trama. La música lo envuelve todo, guía, impulsa, interroga. La búsqueda de la desaparecida Mar, absorbida por una comunidad nómada de ravers, por parte de Luis y su hijo sólo es una excusa para la verdadera travesía que le interesa a Laxe: la desintegración del yo, el derrumbe de las certezas. El director edifica su película como si el cine consistiese en una oración audiovisual. En cada tramo, el espectador se siente invitado… o arrastrado a una inmersión sensorial y espiritual cercana al chamanismo.

      El tercer acto de la función introduce una ruptura abrupta que aparece como una apostasía al tono contemplativo inicial. Pero esa fractura -violenta, casi sacrificial- es una parte integral de las intenciones de Laxe: para resucitar hay que atravesar la destrucción. Y en un mundo donde todo se destruye y se consume de forma fragmentaria y rápida, Sirât exige presencia plena, como oda al cine que no permite distracciones. La película busca más conmover que complacer, alejándose de convencionalismos, ofrece una dinámica más cercana al rito que al relato. Estamos ante una película exigente, a veces hermética, aunque profundamente coherente en su peculiar propuesta: convertir la pantalla en un sendero de tránsito espiritual. La revelación de una elevada expresión más allá de todo lo humano.    

domingo, 1 de junio de 2025

CRÍTICA: "LA VIUDA NEGRA" (Carlos Sedes, 2025)


Mortal juego de seducción

 “LA VIUDA NEGRA”  êêê

DIRECTOR: Carlos Sedes.

INTÉRPRETES: Ivana Baquero, Carmen Machi, Tristán Ulloa, Karren Karagulian, Joel Sánchez, Álex Gadea, Pablo Molinero.

GÉNERO:  Thriller / DURACIÓN: 120 minutos / PAÍS: España / AÑO: 2025

      Aunque con algunas licencias narrativas, lo cierto es que La Viuda negra, el nuevo true crime de Netflix basado en el famoso crimen de Patraix (Valencia), es fiel al dramático caso real que tuve la ocasión de seguir hace años en un excelente documental del programa L’hora fosca del canal valenciano À Punt. El suceso ocurrió en agosto de 2017 cuando apareció el cadáver asesinado de un hombre en un aparcamiento de Valencia, acuchillado siete veces. Todo apunta a un crimen pasional, y al frente de la investigación se encuentra la veterana inspectora de policía Eva (Carmen Machi). Que pone en marcha una frenética investigación que pronto les conduce a una sospechosa improbable: Maje (Ivana Baquero), la joven viuda, dulce y serena, que llevaba casada con la víctima menos de un año.

       La viuda negra, sobre el mediático asesinato de un hombre orquestado por su esposa y el amante de ésta, se nos muestra como una apuesta convincente porque se aleja del sensacionalismo para hacer uso de una narrativa sobria y una acertada atmósfera cotidiana. Así, Carlos Sedes convierte lo cotidiano en inquietante y lo íntimo en un juego criminal.

     Ivana Baquero es el diamante que más brilla en la mina de intereses del relato. Nos sorprende con su interpretación de María Jesús, apodada Maje, maestra seductora, hábil manipuladora y decidida planificadora, aunque lo hace desde una aparente normalidad que desarma por su perturbadora frialdad. Baquero se distancia de los tópicos y crea una figura opaca devorahombres que nunca termina de revelar su sombría cara oculta, y se ayuda de su magnetismo sexual y su capacidad de influir en los demás exponiendo sus encantos, que utiliza como su mejor baza.


       Tristán Ulloa, en el papel de Salva, uno de sus amantes y el brazo ejecutor que utiliza Maje para el crimen, atrapado en la red de la viuda negra, transmite con dolorosa humanidad la deriva emocional de un hombre cuarentón, poco atractivo, abducido por los evidentes encantos de Maje que necesita amar y ser amado. Algo que no lo convierte en víctima, pero sí en un tipo vulnerable, y tal vez por eso más peligroso.

       Como contrapeso moral tenemos a Eva, la inspectora del grupo de homicidios que aporta el equilibrio necesario a la historia. Su personaje representa la ley y el perfil humano que demanda el espectador: una mujer lúcida, persistente y con una inteligencia emocional que le permite visionar más allá de las simples apariencias. Machi interpreta a Eva de manera austera, sin aspavientos, con una autoridad contenida que se vuelve cada vez más implacable a medida que la investigación se tensiona. Su personaje supera el arquetipo, no necesita ser violenta ni exasperada para imponer su autoridad. Sus métodos son los del desgaste, los seguimientos, las escuchas telefónicas y los interrogatorios afilados sin despreciar la ética. Ella es el disolvente para aclarar un caso con múltiples sospechosos, con su mirada crítica humaniza todo el procedimiento policial.

      Carlos Sedes acierta al no caer en el simple efectismo, construyendo una pieza de relojería emocional: sin apenas sangre, ni escenas impactantes y golpes de efecto, pero con una tensión que crece por momentos. La fotografía capta una estética realista y fría, que subraya la idea de que estamos ante una radiografía del mal cotidiano, ese que huele a vulgaridad y pobres intereses. La viuda negra no es sólo la crónica de un crimen, es también un relato sobre la manipulación, sobre la necesidad de afecto convertida en chantaje y del poder del dominio femenino utilizando tres armas diferentes: el juego seductor, el juego victimista emocional y el juego criminal.

lunes, 26 de mayo de 2025

LAS MEJORES PELÍCULAS DE CULTO: “GHOST DOG: EL CAMINO DEL SAMURÁI” (1999)


Creada como homenaje a la obra maestra de Jean-Pierre Melville El silencio de un hombre (Le Samouraï, 1967), el eterno Outsider del cine independiente estadounidense Jim Jarmusch, realiza esta fábula urbana tan desconcertante como magnética. Con una improbable mezcla de cine de samuráis, cultura hip hop y películas de mafiosos, Jarmusch compone una magnífica pieza visual sobre la lealtad, los códigos de honor y la alienación en el mundo contemporáneo.

     Forest Whitaker interpreta al enigmático Ghost Dog, un asesino a sueldo que vive aislado en los tejados de una ciudad sin nombre, guiado por los preceptos del Hagakure, el código de los antiguos samuráis. Su calma imperturbable y su conexión con las palomas contrastan con el mundo decadente y absurdo de los mafiosos italianos a los que sirve. Whitaker ofrece una actuación contenida y poderosa, que logra transmitir la melancolía y la dignidad de un hombre fuera de su tiempo.

    Jarmusch no se empeña en buscar el realismo ni la coherencia narrativa en un sentido convencional. La historia, con una excelente iluminación de Robby Müller, avanza como serie de viñetas, muchas veces incongruentes o surrealistas, sostenidas por una dirección dinámica, aunque minimalista, y una banda sonora envolvente a cargo de RZA, que aporta una dimensión espiritual y urbana al relato. Una música que no sólo acompaña, dialoga con el protagonista y refuerza la acción entre la tradición y la modernidad.

    El contraste entre la pureza del protagonista y la mediocridad de quienes le rodean deja un poso trágico. Ghost Dog es tanto un guerrero como un fantasma: invisible, incomprendido, condenado a una muerte casi inevitable por aferrarse a principios que ya no tienen lugar en el mundo. Y sin embargo, Jarmusch no lo ridiculiza. Por el contrario, lo eleva a figura casi mítica.

     Ghost Dog: El Camino del Samurái no es una película para todos los públicos. Su ritmo cadencioso, su tono excéntrico y su mezcla de géneros puede llevar al desconcierto. Pero para el buen cinéfilo que quiera dejarse llevar por su lirismo y filosofía, ofrece una experiencia única: la de un moderno western samurái que en su atrevimiento consigue una experiencia tan extraña como profundamente sincera.

sábado, 17 de mayo de 2025

POR QUÉ “UN MUNDO PERFECTO” ES UNA PELÍCULA PERFECTA


     Quien me conoce sabe que entre la larga y exuberante filmografía de Clint Eastwood como director hay una película por la que siento debilidad, Un mundo perfecto (1993). Sin embargo, he llegado a la conclusión de que es una de las grandes olvidadas, una película que siempre pasa desapercibida para muchos aficionados y analistas cinematográficos cuando citan sus películas favoritas del director de 94 años nacido en San Francisco, pero que para este cronista está a la altura de otras que sí son reseñadas por todo el mundo como Sin perdón, Gran Torino, Mystic River o Million Dollar Baby. Son una combinación de factores cinematográficos, narrativos y emocionales los que se alinearon magistralmente para dar forma a esta joya.  

    Para empezar, Eastwood se aleja de los convencionalismos del género de acción y el drama carcelario para, en formato road movie, presentar una historia profundamente humana sin emitir juicios morales de forma absoluta. Su estilo sobrio permite que sus personajes respiren y evolucionen con naturalidad con una sensación de realismo y fisicidad estremecedora.

    La interpretación de Kevin Costner dando oxígeno a Butch Haynes, un fugitivo que secuestra a un niño testigo de Jehová, resulta memorable. Su actuación combina carisma, inquietud, ternura, tristeza y dolor. Su personaje complejo, inteligente y atractivo siempre está mas cerca del antihéroe que del simple villano. El corazón de la película es su relación con el niño, Phillip, sumidos en una huida hacía delante que se va convirtiendo en un viaje iniciático para los dos, mostrándonos una sensibilidad especial hacía la infancia, la libertad, la inocencia y el peso de la autoridad.

    El guión, firmado por John Lee Hancock, surca temas como la paternidad, el abuso de poder, la pérdida de la inocencia y la redención en un mundo en donde la palabra piedad ha quedado en desuso. De ahí el irónico título Un mundo perfecto, pues se nos muestra un mundo rebosante de imperfecciones donde los personajes buscan momentos fugaces de felicidad, belleza y bondad. El clímax final es poderoso y emocionalmente devastador, ya que se aleja del dramatismo fácil para fijar la mirada en las consecuencias sensitivas de las decisiones de los personajes.

     Ambientada durante la época de la corta presidencia de John Fitgerald Kennedy, la cinematografía y la música Lennie Niehaus ayudan a crear una atmósfera nostálgica de una melancolía corrosiva, con un ritmo pausado que invita a la reflexión. Un mundo perfecto no es perfecta porque sus personajes o el mundo que retrata lo sean, sino porque logra un equilibrio preciso entre la emotividad, la narrativa, las interpretaciones, la dirección y su aguda introspección sobre la delgada línea que separa el bien del mal y la violencia institucional siempre impune, dando forma a una obra humanista, sensible y perdurable.



sábado, 10 de mayo de 2025

CRÍTICA: "LA CASA AL FINAL DE LA CURVA" (Jason Buxton, 2024)

Un hombre lo abandona todo menos sus obsesiones

“LA CASA AL FINAL DE LA CURVA”  êêêê

DIRECTOR: Jason Buxton.

INTÉRPRETES: Ben Foster, Cobie Smulders, William Kosovic, Alexandra Castillo, Reid Price.

GÉNERO: Thriller psicológico / DURACIÓN: 110 minutos / PAÍS: EE.UU. / AÑO: 2024

       Tras dirigir en 2012 la interesantísima Blackbird, un drama sobre un adolescente problemático y las taras del sistema judicial, el guionista y director canadiense Jason Buxton representa uno de esos casos paradigmáticos de cineastas que debutaron con éxito crítico y tras más de una década desaparecidos nos invitan a asistir al estreno de su nueva criatura, como si ese largo paréntesis sólo fuera un síntoma de la decadencia de una industria que anda perdida por un laberinto sin encontrar la salida.

    Buxton nos presenta ahora La casa al final de la curva, una historia que sigue a Josh (Ben Foster), un padre de familia que queda traumatizado con un accidente de tráfico que tiene ligar en la curva cerrada frente a su casa mientras está haciendo el amor con su mujer, Rachel (Cobie Smulders). Conmocionado, comienza a desarrollar una obsesión enfermiza por salvar a las víctimas de accidentes automovilísticos que suceden en la curva cercana al jardín de su casa. Una obsesión peligrosa que le llevará a sobrepasar límites insospechados, poniendo en riesgo el bienestar y la relación con su esposa y su hijo.

       La casa al final de la curva es una pequeña gran película que en forma de thriller psicológico se adentra en los peligros de las obsesiones y las inseguridades masculinas necesitadas siempre de autoafirmación, en ese sentido la película se aleja del mero suspense para explorar parajes más filosóficos y profundamente humanos. La función se basa en un relato corto de Russell Wangersky que al director le sirve para crear un inquietante clima atmosférico y realizar un estudio perturbador sobre un hombre en crisis, pero también sobre la necesidad de control, los traumas subterráneos y las máscaras que utilizamos para ocultar una obsesión disfrazada de vocación.

      Ben Foster nos ofrece una de las mejores interpretaciones dando oxígeno a Josh, un tipo vulgar aburrido de su trabajo y casado con una agente inmobiliaria que dejan el bullicio del centro de la ciudad para irse a vivir a un caserón en las afueras y lo que encuentran es una peligrosa curva junto a su casa donde, con alarmante frecuencia, ocurren accidentes mortales. Josh quiere ayudar y salvar vidas, y lo que comienza como un gesto altruista -llegar el primero para socorrer a las víctimas- se convierte en una fijación malsana.


            Foster desciende a esa oscuridad con una mezcla de contención y furia silenciosa, su gestualidad y su rostro transmiten más que cualquier diálogo. Así, Jason Buxton dirige con buen pulso renegando del efectismo facilón y la tensión constante se construye a partir de lo cotidiano: las cenas en casa con los amigos, los problemas con su mujer y las visitas de ambos a la psicóloga, los cursos de primeros auxilios, la cada vez más distante relación con su adorado hijo, los frenazos escalofriantes de los coches al llegar a la letal curva. La iluminación de Guy Godfree atrapa con acierto el contraste entre el aparente “sosiego” del entorno y la marejada interna del protagonista, que teme perder el anclaje emocional de su familia y no es consciente de su creciente distorsión de la realidad, de cómo un propósito heroico y la necesidad de sentirse relevante deriva progresivamente en un severo deterioro psicológico, estado mental que acentúa la música de Stephen McKeon. La casa al final de la curva se impone como una magnífica introspección sobre los extraños misterios de la naturaleza humana, que sin ofrecer respuestas incomoda por el perceptible realismo que desborda la pantalla.