jueves, 14 de agosto de 2025

LAS MEJORES PELÍCULAS DE CULTO: “ÁNGEL DE VENGANZA” (MS. 45, Abel Ferrara, 1981)

 

     En la jungla urbana del Nueva york de principios de los 80, el director italoamericano Abel Ferrara retrata la violencia y la alienación con una mirada sucia y visceral en Ángel de Venganza (Ms. 45). La historia de Thana (Zoe Tamerlis Lund), una joven sordomuda que trabaja como costurera en una boutique de moda y cuya vida da un vuelco cuando, en un solo día, es víctima de dos agresiones sexuales. Incapacitada para pedir ayuda y con una ciudad indiferente que se ahoga en sus propias miserias, Thana se arma literalmente para sobrevivir y comienza un descenso implacable hacia la venganza.

     Ferrara filma con un realismo urbano, aprovechando las texturas decadentes de un Nueva York antes de la gran gentrificación: calles mugrientas, callejones oscuros y sórdidos, fiestas decadentes y rostros marcados por la dureza de la vida. La ausencia de diálogos prolongados no sólo resalta la presencia magnética de Lund -que mezcla vulnerabilidad y amenaza- también convierte la brutal experiencia en un ejercicio casi de cine mudo, donde el lenguaje corporal y las miradas dicen más que cualquier frase.

    Aunque Ángel de venganza comparte ADN con el cine de explotación y las rape & revenge de la época, Ferrara evita quedarse sólo en el sensacionalismo y convierte la función en un estudio perturbador sobre la violencia como respuesta al trauma y sobre cómo la ciudad devora a los individuos más frágiles. El clímax, ambientado en una fiesta de Halloween, es tan surreal como inevitable, cerrando el arco dramático de Thana con una ambigüedad febril e inquietante.

   Con apenas 80 minutos de metraje, Ángel de venganza es un golpe directo a la mandíbula del espectador: austera, incómoda y extrañamente hipnótica. Así, la película es un thriller de venganza y a la vez un somero estudio psicológico de una mente que se va quebrando, filmado con crudeza y el descaro que harían a Ferrara un autor de culto a partir de su estreno. Ángel de venganza es una cult movie por una combinación de factores que la apartan del cine de explotación genérico y la han mantenido viva en la memoria cinéfila durante más de cuatro décadas, Veamos:

Estética cruda y realista

  Ferrara filmó en una ciudad de Nueva York real, sin permisos en la mayoría de las escenas, capturando la mugre, la degradación, el peligro y el turbio ocaso de la ciudad a inicios de los 80. Como ocurre con Maniac (William Lustig, 1980) y otras muchas películas de los años 70 y 80, ese registro casi documental la convierte en un testimonio visual de una época que ya no existe.

Bella y magnética protagonista

     Zoe Tamerlis Lund, en su primer papel importante aportó el sesgo feminista al libreto de Nicholas St. John y entregó una interpretación silenciosa pero intensa. Su presencia física y mirada glacial convirtieron a Thana en un icono pop underground, más aún considerando la posterior vida trágica y breve de la actriz que muere a los 37 años víctima de su adicción a las drogas.

Combinación de cine de explotación y autoría

     Aunque parte de la estructura típica del subgénero rape & revenge, Ferrara le imprime un tono autoral, evitando que la violencia se convierta en un simple espectáculo. Esto atrajo tanto al público de grindhouse como a críticos que intuían una mirada más compleja.

Argumento transgresor y perturbador

  La crudeza de las escenas, la inversión en los roles de poder y la exploración del trauma la hicieron demasiado molesta para un público de cine comercial, pero absolutamente irresistible para quienes buscaban en los márgenes un cine extremo con trasfondo.

Aura de rareza y rescate tardío

   Durante años fue difícil de conseguir fuera de proyecciones en cines de barrio o copias piratas. El hecho de que circulase de forma casi clandestina alimento su estatus de joya oculta para cinéfilos y coleccionistas. Ángel de venganza logró trascender su bajo presupuesto y su origen grindhouse para convertirse en un objeto cinematográfico tan extraño como fascinante y controversial, con una estética y una protagonista difícil de olvidar.

martes, 12 de agosto de 2025

UNA LECTURA HUMANISTA DE “ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DEL CUCO” (Milos Forman, 1975)


     Alguien voló sobre el nido del cuco es una de las películas esenciales de la década de los 70. Ganadora de cinco Oscar, con una dirección prodigiosa de Milos Forman y un elenco superlativo, mi reflexión, cuando se cumplen 50 años de su estreno, intenta ir más allá del eje central de la película que activa una denuncia del funcionamiento de las instituciones psiquiátricas, para proponer una introspección más profunda sobre la libertad, la dignidad y la capacidad del ser humano para resistir la opresión.

El ser humano frente a la férrea maquinaria institucional

    En la función, el hospital psiquiátrico funciona como una metáfora de cualquier sistema que, bajo el pretexto de cuidar o corregir, termina despojando a las personas de su independencia o autonomía. La enfermera Ratched (Louise Fletcher), representa el rostro impersonal, estricto, calculador y paternalista de esas estructuras. Su autoridad no se basa en la violencia física directa y brutal, sino en el control psicológico que doma e infantiliza a los pacientes y les convence de su propia incapacidad. En esta lectura, el manicomio no sólo es un espacio físico, también una condición existencial: la alienación que produce una sociedad que valora más la obediencia ciega que la autenticidad

McMurphy: el impulso vital

     Randle P. McMurphy, a quien da vida de manera pluscuamperfecta Jack Nicholson, encarna el espíritu indomable que el humanismo reivindica: la confianza en que el ser humano, incluso en las circunstancias más adversas, puede reafirmar su individualidad. Su llegada rompe la rutina del hospital, no porque suponga un peligro latente para los otros pacientes ni porque tenga en mente un plan para fugarse, sino porque introduce risas, juegos, apuestas, y la idea radical de que las rígidas reglas pueden cuestionarse. En el fondo, McMurphy actúa como catalizador de un proceso de autodescubrimiento para el resto de pacientes, les recuerda que no son únicamente enfermos, casos clínicos incurables, sino personas con historias, deseos y dignidad.

La comunidad como fuente sensorial

  El humanismo de la cinta no parte de una concepción individualista, pues está construido a través de las relaciones. La escena de la pesca, por ejemplo, no es sólo una escapada para una actividad física en contacto con la naturaleza, es más bien una recuperación simbólica del derecho a experimentar el mundo en todos los sentidos. En estos momentos de camaradería se ve que la “cura” real no reside en terapias autoritarias ni en la medicación excesiva, sino en experiencias que devuelvan a la persona un sentido de pertenencia y un valor propio.

El precio de la libertad

     El destino de McMurphy y su cruel lobotomía es un golpe devastador que nos revela el precio de enfrentarse a un sistema represivo sin alma. Sin embargo, su sacrificio no resulta estéril: el Jefe Bromden (Will Sampson), inspirado por su ejemplo, logra escapar. La libertad física del Jefe es también la liberación simbólica de todos aquellos que, en su interior, han decidido no dejarse someter más. En términos humanistas, McMurphy se convierte en otra figura trágica de un lacerante martirologio que demuestra que, aunque el cuerpo pueda ser derruido, el impulso de libertad puede transmitirse y sobrevivir

Mensaje final

   Alguien voló sobre el nido del cuco, leída bajo un prisma humanista, nos invita a ver al semejante no como un engranaje defectuoso que debe ser ajustado, por el contrario, nos hace ver al otro como un ser único cuya autenticidad debe ser preservada, nos recuerda que la salud mental no se reduce a la ausencia de síntomas, pues implica la capacidad de vivir con sentido, conexión y autodeterminación. En última instancia, la película es un alegato a favor de la empatía y la sensibilidad y un grito en defensa de la dignidad humana frente a cualquier sistema que intente sofocarlo.

sábado, 9 de agosto de 2025

UNA LECTURA REFLEXIVA Y SIMBÓLICA DE “STOCKHOLM” (Rodrigo Sorogoyen, 2013)

 

     Stockholm, la ópera prima de Rodrigo Sorogoyen, es una obra íntima y cruda que sirve de introspección sobre las complejidades de la atracción, el deseo, el egoísmo y la manipulación emocional. Bajo la apariencia inicial de un romance nocturno entre dos desconocidos (Javier Pereira y Aura Garrido), la película va desnudando lentamente un juego de máscaras en el que las intenciones, las expectativas y las vulnerabilidades de ambos personajes son puestas a prueba.

    La película se sostiene sobre los cimientos de dos partes muy bien diferenciadas: la primera, luminosa y casi etérea, donde la química parece fluir de forma natural y todo se reviste de encanto; la segunda, oscura y áspera, donde la descarnada realidad se impone sin anestesia. Este contraste rompe con la idea tradicional del romance cinematográfico y obliga al espectador a reconsiderar lo visto y cuestionar la sinceridad de cada gesto o palabra. 

      Sorogoyen plantea, sin discursos obvios, una reflexión sobre las relaciones de poder y la fragilidad de la confianza. Lo inquietante, además de la brusquedad del cambio de tono, es la revelación de lo efímero de ciertas conexiones humanas cuando están contaminadas por la ingratitud, la presión social o la incapacidad para reconocer al otro como un igual. La función, al final, deja un poso amargo sin moraleja ni personajes íntegros ni culpables absolutos, convirtiéndose en un retrato ambiguo de la intimidad contemporánea, donde el encanto y la violencia pueden convivir cómodamente en el mismo cuerpo narrativo. Si algo logra Stockholm es desarmar al espectador, obligándonos a aceptar que en demasiadas ocasiones proyectamos nuestras fantasías en el otro, y que cuando aparece el desencuentro, puede ser tan brutal como inevitable.

     Una lectura simbólica nos permite ir más allá de la superficie argumental para interpretarla como una parábola sobre las dinámicas de seducción, poder y desilusión en las relaciones modernas.

La noche como territorio de la magia

   La primera parte de la cinta transcurre bajo el amparo de la noche, un espacio simbólico donde la identidad puede reinventarse. En ese entorno, el chico se muestra ingenioso, atento y enigmático; la chica funciona como un disfraz que permite proyectar versiones idealizadas de uno mismo. El alumbrado urbano, con su luz cálida y fragmentada, representa esta burbuja de promesa y fantasía, en la que ambos personajes parecen encontrar un terreno común.

El día como descubrimiento de la realidad

   El amanecer, con su luz fría y reveladora, es el momento en que caen las máscaras. La estética visual se vuelve más cruda, sin artificios. Aquí el poder cambia de manos: quien se mostraba ansioso por entregarse se convierte ahora en distante y seco, y quien creía que se adentraba en una relación recíproca, queda expuesta trágicamente. El día simboliza la pérdida de la ilusión y el retorno a la lógica de la vida real, donde las promesas nocturnas rara vez se sostienen.

El intercambio desigual

      En términos simbólicos, Stockholm muestra un tipo de transacción afectiva en la que una de las partes encuentra lo que buscaba (validación y deseo satisfecho) y luego se retira, mientras que la otra queda emocionalmente dañada, sus expectativas son ya material de desecho. Este desequilibrio puede verse como un microcosmos de ciertas dinámicas contemporáneas, amplificadas por la cultura de la inmediatez: la conexión intensa pero fugaz, el “consumo” del otro como experiencia vital cercana al vampirismo, y la posterior falta de responsabilidad afectiva.

La metáfora del secuestro

  El propio título, Stockholm, evoca el síndrome de Estocolmo, donde la víctima desarrolla un vínculo con su captor. Si bien aquí no existe un secuestro literal en su concepto convencional, sí hay un “rapto” simbólico: la protagonista se encuentra atrapada por el magnetismo inicial y permanece vinculada emocionalmente incluso cuando el otro protagonista ya se ha desconectado. Es una relación asimétrica en la que el poder emocional se usa sin conciencia, sin ética, sin remordimientos.

Una advertencia velada

   Desde esta perspectiva, la película puede leerse como un aviso sobre cómo las historias románticas, en contextos de seducción rápida y superficial, pueden convertirse en juegos peligrosos de dominación emocional. No es un juicio moral unilateral -porque el libreto evita convertirlo en un juego de culpables evidentes-, sino un espejo cruel en el que el espectador debe confrontar su propia idea del romance y su responsabilidad afectiva en la interacción con otros. Esta lectura simbólica no sólo intensifica el poso de dolor y amargura que deja la película, sino que también la convierte en una radiografía social que trasciende los personajes, señalando y reprobando patrones emocionales y culturales más amplios.