CINE-ESPEJO DE LA
DEFORMACIÓN
(Apuntes sobre la violencia de género en el cine)
Desde la mítica Gilda (1946), excelente
película de Charles Vidor que resume perfectamente todas las constantes del
cine negro, muy popular, por otra parte, por la destacada y corrosiva escena de
la bofetada que el personaje de Glenn Ford da al de Rita Hayworth cuando ésta
finaliza la magnífica canción Put the
Blane on Mane, el cine, como expresión artística y transgresora, ha sido,
en demasiadas ocasiones, el reflejo de las aberraciones, los vicios y la
decadencia de una sociedad invitada a asistir desde una butaca, en la
semioscuridad de una sala, a los mil rostros de la deformación humana,
convirtiéndose a la vez en espejo y pulsión de un tiempo cuya dimensión todo lo
destruye: la fe, la esperanza, el amor, la memoria.
Si la desbordante carnalidad de la Hayworth, estereotipada femme fatal que se desprende
sinuosamente de los largos guantes como preámbulo de un sensual striptease, emerge aún hoy en día como
uno de los mayores iconos referenciales para millones de cinéfilos, fetichistas
y mitómanos que intercambian miradas cómplices ¿cómo puede uno reaccionar ante
esa enfermedad moral devastadora llamada conceptualmente violencia de género?
No sé si el terrorismo machista, la violencia doméstica o no doméstica, salvaje
e irracional, física o psicológica, ha quedado bien plasmada (entiéndase de
manera seria y creíble) en sus múltiples representaciones o punteados fílmicos,
pues no se trata de hacer un vano y sesudo ejercicio de memoria, no obstante,
me asaltan inquietantes recuerdos.
En una de mis películas de cabecera, Caído
del cielo (Out of the blue,
1980), una cinta de culto dirigida e interpretada por el outsider Dennis Hopper, auténtico loser del cine independiente norteamericano, la violencia se eleva
como la catarsis definitiva y purificadora en el ambiente de un intenso y
desolador drama rural. Calificada por cierta crítica como el último film de la
era punk-rock, el maldito Hopper plantea, en una atmósfera infernal, la
desesperada situación de una joven atrapada en la encrucijada de su pequeña
ciudad y su asfixiante entorno familiar, compuesto por un padre ex presidiario
y alcohólico y una madre trastornada y drogadicta, que descargan sobre ella su
rabia y frustración.
Este originalísimo film, que analiza de
manera clínica los registros más bajos del ser humano –incluido abusos sexuales
del padre a la hija-, se impone como un canto exasperado del no future, un tratado de comportamientos
absurdos alejado del tan cacareado “sueño americano”, que va a desembocar en un
pavoroso final, congruente para una situación sin salida. Nueva vuelta de tuerca,
otra flamígera y nada piadosa mirada del autor de Easy Rider sobre los abismos de la existencia.
La maté porque era mía es el
revelador título de una película
francesa (en el original Tango, 1992)
que dirigida por el prestigioso Patrice Leconte en clave de comedia negrísima y
un tanto estrambótica, tiene como tema central la eterna guerra de los sexos,
proyectando un discurso misógino y provocador, nada correcto políticamente
desde un punto de vista ideológico y que basa todo su efecto en el alto nivel
de su elenco –Philippe Noiret, Richard Bhoringer, Miou Miou- y sus inflamables
diálogos.
El neozelandés Lee Tamahori irrumpió con
fuerza con su musculosa Guerreros de antaño (Once were warriors, 1994) un film
difícil de digerir que fue un gran éxito en su país de origen, adaptación de la
novela de Alan Duffy ambientada en el barrio neozelandés de Auckland, enclave
de maoríes, guerreros que tiempo atrás –de ahí su título- fueron famosos por su
bravura (entiéndase crueldad, bestialidad, intransigencia). Aunque la película
pueda ser indicativa de algunos rasgos de la cultura y servir de aproximación a
la vertiginosa degeneración de la etnia, donde la mujer es un objeto bajo la
bota sexista que puede ser maltratada sin compasión en escenas durísimas e
impactantes, al final se vacía en una prédica estéril e ideológicamente pueril.
Verdaderamente esos bestias o son muy de antaño o son de otro planeta.
Mas reciente es Irreversible, película
escándalo en el Festival de Cannes dirigida por el argentino afincado en
Francia Gaspar Noé. Protagonizada por la bellísima Monica Belucci y su pareja
Vincent Cassel, el film está contado al revés con una virtuosa utilización del flash-back que nos introduce a bocajarro en una angustiosa pesadilla: la
delirante búsqueda llevada a cabo por dos amigos, Cassel y Albert Dupontel, por
los antros más infectos y gores de la
noche parisina del responsable de la violación y el asesinato de la compañera
del primero de ellos, la preciosa y escultural Alex (Belucci), a quien la
maldita ruleta de la vida le ha deparado el peor de los destinos: morir en un
sórdido subterráneo peatonal una noche cualquiera tras una insufrible agonía de
casi diez minutos.
Tachada estúpidamente de fascista por
algunos críticos asustadizos que demuestran así su excepcional concepto de la
tolerancia y su falsa progresía (el soplapollas de Carlos Boyero se descolgó con
que Noé, además de un mal cineasta era una mala persona, cuando ni siquiera le
conoce), el film es una introspección totalmente válida y realista sobre la
capacidad destructora-depredadora del hombre y la venganza como un mecanismo
que adquiere su propia lógica. Citando a Immanuel Kant “en el arte se debe mostrar todo, a pesar del horror que nos pueda
despertar”. Si la película estuviera estructurada y narrada de forma
lineal, acompañada del recurso de la elipsis, tal vez no hubiera resultado tan
molesta, entonces ¿qué nos asusta?, ¿la vida misma?, tal vez ¿nosotros mismos?,
¿el embalaje de la verdad? Un artista es un hombre libre de inventar y diseñar
ficciones, una de sus funciones es tratar los problemas de su tiempo y
denunciar sus males. Y al que no le guste lo que ve, que se arranque los ojos…
o las gafas, Boyero.
Últimamente el cine español ha tratado el
tema de la violencia de género con bastante fortuna, hablemos primero de la
magistral ópera prima de Benito Zambrano, Solas (1999). El director andaluz
encontró por fin financiación para su guión en el productor Antonio Pérez, y
con un presupuesto de 100 millones de
pesetas de las de entonces y cuatro
semanas de rodaje, su film se convierte en la auténtica sorpresa de la
temporada, exhibida en la sección Panorama del Festival de Berlín, se hace con
el premio de un público que, puesto en pie, la ovaciona durante más de cinco
minutos.
El director lebrijano nos sitúa en la Sevilla de 1999, donde una
mujer de pueblo (María Galiana) llega a la ciudad para acompañar a su marido en
el hospital donde está ingresado con motivo de una intervención quirúrgica. En
la ciudad vive su hija María (Ana Fernández) que abandonó el pueblo hace tiempo
huyendo del pasado para malvivir en la gran urbe en permanente estado de
frustración y nerviosismo. Madre e hija se ven forzadas a compartir piso y
convivir durante varios días hasta que el padre se recupere. Poco a poco vamos
conociendo a todos los personajes: la madre, una mujer abnegada, de una bondad
infinita, atenta y rebosante de cariño. La hija, desilusionada, corroída por
los trabajos precarios, el alcohol y un embarazo no deseado. El marido, un
individuo machista y celoso, de un carácter agrio e insoportable. El vecino, un
anciano solitario cuya única compañía es un perro y que entabla una verdadera
amistad con la madre.
Solas es una película sensible y
descarnada que, como bien indica su título, su principal soporte argumental es
la soledad y la incomunicación. La soledad de unos personajes que naufragan y
se ahogan –unas veces en alcohol, otras en lágrimas- en la realidad de su
propia existencia. Madre e hija buscan un resquicio donde encontrarse y romper
el muro de silencio que hace años les separa, atravesar la espesa niebla que
les impide mirarse. Al compartir ese apartamento sin vistas, de ventanas
tapiadas, donde la televisión es una carcasa vacía llena de lucecitas, a las
dos mujeres les ha llegado la hora de de liberar sus sentimientos de la pesada
condena, de borrar paisajes de una memoria desolada y crear espacios donde
puedan entenderse.
La carga emocional aumenta en ese enclave
de marginación, arrabal de miserias cotidianas, cuando cada personaje ha de
tomar un nuevo aliento para enfrentarse al brutal dilema diario que les ha
tocado vivir. María porque busca la ayuda y comprensión del tipo que la ha
dejado embarazada, pero de ese animal sólo recibe amenazas y desprecio. La
madre, con una vida de sacrificios a su espalda, al lado de un marido que la
maltrata y del que tiene que seguir soportando insultos y humillaciones: hueles a macho, le dice el amargado
marido desde la cama del hospital. Está también el vecino, un anciano viudo que
a raíz de la amistad que entabla con la madre, y más tarde con la hija –a la
que aconseja que no aborte porque quiere ser el abuelo de su hijo-, comienza a
ver un destello de luz. Con Solas, Benito Zambrano realizó una
gran ópera prima que se nos aparece como un juego de espejos demasiado común,
al visionarla nos invade la sensación de verdad que tienen los dramas más
universales. La congoja de la memoria sentida, la derrota y el deterioro por
los intentos de escapar de las encerronas que nos tiene preparado el maldito
destino.
Pero la cámara del director andaluz
percibe, del mismo modo y con sorprendente habilidad, la fortaleza moral de los
personajes que forman el triángulo interpretativo, que rozan la perfección por
su franqueza y sencillez… Y aunque el final se nos antoja un tanto utópico, el
simbólico crepúsculo que apaga el día al mismo tiempo que se apaga la vida de
la madre sufriente -en un hermoso plano
que capta su dulce sonrisa- nos indica
que estamos ante todo un descubrimiento. Si toda la película es entendida como
una hermosa loa a la maternidad, la atípica pareja que camina por el cementerio
haciendo arrumacos al recién nacido, nos enseña que su mensaje último debe ser,
más que ninguna otra cosa, un canto a la esperanza.
Muy correcto fue también el debut en la
dirección del alicantino Javier Balaguer, que mete el dedo en la herida y no se
cansa de hurgar en ella durante la hora y media larga de metraje de que consta Solo
mía (2001), película que tiene como tema central lo que
eufemísticamente llamamos violencia doméstica, como si los salvajes que la
practican pudieran ocupar algún lugar en ese ámbito, como si las vejaciones
psíquicas y sexuales, el daño físico que en demasiadas ocasiones acaba con la
víctima en el cementerio, formaran parte natural de un lote en las listas de
bodas junto a los electrodomésticos. Es de agradecer el respeto y el esfuerzo
de todos los que han hecho esta película necesaria que viene a ocupar un
inmenso vacío temático en el panorama del cine español, puesto que, hasta la
fecha, ningún film lo había tocado de forma monográfica. La película nos narra
la relación entre un publicista de éxito (Sergi López), y una secretaria de su
empresa (Paz Vega), que deciden enseguida formalizar su situación y tener su
primer hijo. Parecen la pareja ideal, sin embargo, pronto empiezan los
reproches, las bofetadas y la primera paliza llega cuando ella es admitida en
la universidad. Asustada, pero todavía enamorada, confiesa su drama a una
pareja de amigos de su marido, que le ofrecen ayuda, refugio y consuelo. Tras
sufrir la primera humillación sexual, pondrá su caso en manos de un abogado.
Inteligente propuesta de Balaguer que,
sin caer el tópico de focalizar el asunto en un contexto de marginalidad,
precariedad económica o drogadicción, concluye con la acertadísima reflexión de
que el problema de los malos tratos domésticos no depende en exclusiva del
estatus, aunque a veces influya, sino que es un problema básicamente
educacional. El realizador alcoyano, que llevó a cabo una gran labor de
documentación, nos muestra la paulatina destrucción de la convivencia
dosificando los alarmantes síntomas que desembocan, irremediablemente, en
estallidos de cólera, violencia y desatada crueldad. Solo mía funciona porque
logra captar el aura temible y oscuro de la opresión y el escarnio, alejándose
del regodeo facilón de la violencia explícita sin, al mismo tiempo, obviar la
brusquedad de la tragedia. La cámara persigue obsesivamente a los protagonistas
marcando el ritmo de la fatalidad, las brutales transformaciones y el paisaje
después de la batalla. Buenas y emocionales interpretaciones y una canción, “Solo mía”, trágico bolero que canta
Clara Montes: Eres mía, solo mía, mía
para quererte, mía para romperte, eres mía, solo mía.
Un par de años después, la directora
Icíar Bollaín nos sorprendió con una sentida crónica que pretendía ser
demoledora hasta en su título, Te doy mis ojos (2003). Con un
libreto propio y de su colaboradora Alicia Luna, el film nos narra el infierno
por el que pasa Pilar (Laia Marull) que en una fría noche de invierno huye de
su hogar acompañada de su hijo. Pero su marido, Antonio (Luis Tosar) corre
enseguida a buscarla porque, tras el drama, surge siempre su vana zalamería:
“sin ti no puedo vivir”, “Eres mi sol”, e incluso dice “que le ha dado sus
ojos”. Un friso desolador, ciertamente terrorífico, en el que quedan retratados
todos los personajes, la pulsión del miedo, la humillación y el desgarro. El
hogar convertido en una cárcel, una sala de torturas psíquicas y humillaciones
sexuales donde el dolor empobrece a la pobre Pilar, que ya no puede seguir
viviendo con su enemigo.
Te doy mis ojos es, para este
cronista, una película inferior a la anterior, aun con eso contiene una
atmósfera progresivamente agobiante que logra en algunos momentos reflejar las
tensiones que generan nuestras miserias cotidianas. Bollaín lo ha intentado en
varias ocasiones, y aunque agradecemos su interés, todavía no ha conseguido una
película redonda sobre el tema de los malos tratos contra la mujer, su mayor
acierto en esta nueva incursión es no haberse dejado llevar por el fácil
maniqueísmo tratando de comprender las razones que llevan al lobo-hombre a
devorar a la mujer que ama y que le ha dado todo. El problema reside en el tono
enfático de unas escenas especialmente construidas para subrayar la moraleja
final, en una tosca puesta en escena que no está en ningún momento a la altura
del trabajo de sus protagonistas (excelentes Marull y Tosar) obligados a dar
oxígeno a una pareja del montón que obliga al espectador a reflexionar sobre por qué una mujer es capaz de pasar por
ese potro de torturas intentando encontrar por el camino algún rastro de aquel
hombre del que un día se enamoró; y por otro, las razones y el impulso irrefrenable
que llevan a un hombre a agredir injustificadamente a la mujer de la que sigue
estando enamorado.
Al quedar claras las consecuencias, el
film no se regodea en la violencia explícita (aunque resulte brutal la escena
del balcón), intentando diseccionar la lucha interior que se desata en cada uno
de los personajes, de tal modo que la fractura en sus vidas se advierte como
inevitable. Mas si a ese don nadie anodino, fracasado y abominable, Luis Tosar
le confiere un cierto halo de humanidad, que no hace que el espectador sea
condescendiente con él, mucho menos ante su egoísmo y ceguera cuando Pilar se
decide a denunciarle y éste sólo acierta a preguntar dónde están los golpes y
las heridas que ella denuncia, sin apreciar si abatimiento, el alcance de su
aflicción, la devastación psíquica y espiritual que progresivamente ha venido
sufriendo. Con sus muchos defectos, Te doy mis ojos es una película
necesaria porque conecta al espectador con la enfermedad endémica de una
sociedad incapaz de encontrar soluciones reales, pedagógicas y penales, para
una lacra consustancial a la propia naturaleza del depredador.
Cada año se incrementa el
número de mujeres muertas víctimas de
los malos tratos. Apocalípticos datos los que arrojó el año 2007, estímulo
sólo para el asco y la infinita tristeza
(Artículo del autor del blog
sobre la violencia de género publicado en el libro colectivo “Somos
dos con dignidad”, editado por Manuel
Ramos López).
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