viernes, 20 de marzo de 2020

DOS ROAD MOVIES PARA VIAJAR SIN SALIR DE CASA


CARRETERA ASFALTADA EN DOS DIRECCIONES
(TWO-LANE BLACKTOP, 1971)
DIRECTOR: MONTE HELLMAN.
INTÉRPRETES: JAMES TAYLOR, DENNIS WILSON, WARREN OATES, LAURIE BIRD.
GÉNERO: ROAD MOVIE / EE. UU. / 1971  DURACIÓN: 102 MINUTOS.   
           
      El director, guionista y productor neoyorquino Monte Hellman, que actualmente anda por los 82 años y se dedica a dar clases de cine en el Instituto de Arte de California, comenzó a realizar películas de bajo presupuesto bajo el padrinazgo de Roger Corman a finales de los años 50 y tomando como actor fetiche a Jack Nicholson, al cual dirigió en cuatro películas: Viaje a la ira (1964), Back Door to Hell (1964), A través del huracán (1965) y El Tiroteo (1966). Hellman debutó con la película de serie B La bestia de la cueva maldita (1959), film de ajustadísimo metraje, paupérrimo presupuesto que financió Roger Corman y que se me antoja un trabajo voluntarioso pero fallido, sobre todo en el diseño de ese monstruo de cartón piedra. Hellman será recordado principalmente por dos trabajos: el sólido western El Tiroteo, sobre dos hombres que aceptan guiar a través del desierto  a una misteriosa desconocida que viaja sola y en donde, además del protagonismo de Nicholson, comienza su fructífera colaboración con Warren Oates; y el film que nos ocupa, considerada su mejor cinta y una de las más grandes obras de culto de la historia del cine, Carretera asfaltada en dos direcciones (1971), para este cronista junto al film del mismo año  Punto límite: Cero (Richard C. Serafian, 1971) una de las mejores películas sobre coches y road movies que se han rodado y que fue un fracaso comercial en el momento de su estreno.
     

     
   Two-Lane Blacktop (título original) narra el itinerario de dos chicos, The Driver y The Mechanic (el famoso cantautor y guitarrista James Taylor y el baterista y fundador de The Beach Boys Dennis Wilson, del cual se hizo famosa su relación con Charles Manson y sus mansonitas) que recorren las carreteras de Estados Unidos en un Chevrolet del 55 con el que compiten en carreras ilegales. Es lo único que les preocupa y divierte, no hablan ni pierden el tiempo en otras cosas. Un día se cruza en su camino GTO (Warren Oates) un peculiar conductor que les reta lanzándoles un desafío.


      Guardo un especial cariño a esta película que he visto muchas veces a lo largo de mi vida y que me sigue fascinando tal vez por la gelidez con que está rodada, la exasperante parquedad de los diálogos y la carencia de emociones superfluas  entre sus lacónicos y nihilistas personajes, a los que sólo importa el atractivo itinerario por la ruta 66, el rugido del motor y quemar goma rindiendo honores a los ritos del asfalto en un viaje que no parece tener principio ni final. Hellman no quería que nada molestase lo que para él resultaba esencial en el film: el placer de la carretera como símbolo de huída y libertad, de ahí la abstracción extasiante de los protagonistas, los prolongados silencios, el desprecio por las anécdotas y los aditamentos, sin buscar una épica definida y sin, en definitiva, un argumento que justifique la función más allá del goce sensorial.


       Nada parece tener valor y pulsión si no se está al volante de un cacharro con motor, los paisajes polvorientos son recorridos por miradas fugaces incapaces de captar la amplia panorámica. La presencia de Warren Oates con su flamante Pontiac GTO amarillo de 1970, aporta un poco de chispa a la acción, reinventando su vida con cada autoestopista que invita a subir a su carro; al igual que la preciosa Lurie Bird, una muchacha sin rumbo que abraza el amor libre y que se les cuela a los protagonistas sin pedir permiso. Filmada tal vez como consecuencia del inesperado éxito de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) esta magistral road movie existencialista, lanza una descorazonadora reflexión sobre el desencanto de una generación (la del flower-power, el ácido y la psicodelia) que finalmente se vio fagocitada por el sistema y arrojada a un futuro incierto, como ese final hacia ninguna parte, en donde el celuloide quemado sirve como metáfora del fracaso y la desesperanza, de la carencia absoluta de respuestas que se adivina en esa vida absurda que acontece fuera de las carreteras.



PUNTO LÍMITE: CERO
(VANISHING POINT, 1971)
DIRECTOR: RICHARD C. SARAFIAN.
INTÉRPRETES: BARRY NEWMAN, CLEAVON LITTLE, DEAN JAGGER, VICTORIA MEDLIN, PAUL KOSLO, ROBERT DONNER.
GÉNERO: ROAD MOVIE / EE. UU. / 1971  DURACIÓN: 99 MINUTOS


    El director de cine y televisión Richard C. Sarafian (1930-2013) dejó tras de sí una carrera versátil en la que durante cinco décadas trabajó como realizador, actor y guionista. Educado en la Universidad de Nueva York, murió en 2013 a los 83 años a causa de una neumonía cuando aún quedaba bastantes años para la aparición del Coronavirus. Autor de una irregular filmografía, comenzó dirigiendo series western para la televisión como Lawman (1958) y The Dakotas (1963) y también de género bélico como The Gallant Men (1962). Tras dirigir varios western más para el citado medio, debutó en la pantalla grande con el drama de producción británica Salvaje y libre (1969). Pero sólo una de sus obras ha sido, es y será siempre rescatada del olvido, Punto límite: Cero (1971), citada en todas las listas como una de las mejores road movies de la historia.


     La trama sigue a Kowalski (Barry Newman) veterano de la Guerra de Vietnam y ex policía que trabaja en un negocio de alquiler de vehículos y que apuesta con un compañero de trabajo que es capaz de conducir desde Denver (Colorado) hasta San Francisco (unos 2000 km) en menos de 15 horas. Por el camino se encontrará con una fauna variopinta de personajes: unos animándole; otros tratando de impedir que logre su hazaña.


     Con un libreto simple pero eficaz escrito por el mítico crítico de cine y escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), Punto límite: Cero se impone como una oda a la libertad en plena efervescencia de los movimientos contraculturales, el hipismo, el Pop Art y la subcultura psicotrópica. El protagonista, a bordo de un precioso Dodge Challenger RT blanco de 1970 tiene como objetivo hacer la entrega a un cliente de ese coche en San Francisco en menos de 15 horas partiendo de Denver. Es lo que menos importa porque finalmente todo se resume en una huida hacia delante por desiertos y pueblos de mala muerte en la búsqueda de una quimera llamada libertad. Su guía es un DJ negro llamado Super Soul (Cleavon Little) que desde su estación de radio ambienta la aventura  con unas exquisitas piezas musicales y que le anima  y alerta de los peligros del camino. Kowalski es el nuevo héroe, representa el espíritu de los nuevos tiempos, un rebelde antisistema, solitario y nihilista que en una época convulsa lucha contra el poder establecido representado por la policía.


     Con flash backs (a veces molestos) sobre el pasado de Kowalski que sirven de pausa para una carrera contrarreloj plagada de frenéticas persecuciones, el film se convierte en un viaje existencialista que ejerce de espejo de la sociedad estadounidense de la época. Porque surcando los polvorientos parajes del Middle West con sus infinitas carreteras, Sarafian nos enfrenta a la decadencia de una sociedad marcada por la maldita Guerra de Vietnam y la deriva corrupta de la clase política cuya podredumbre eclosionó en el famoso caso Watergate. Con una fascinante fotografía de John H. Alonzo que ilumina un paisaje árido de una luminosidad cegadora, seguimos a Kowalski hasta el trágico final de la escapada. Atrás quedan una serie de personajes excéntricos: policías violentos que odian y temen lo que el protagonista represente, un cazador de serpientes, un hipy cuya novia se pasea desnuda en moto, una secta fanática, el racismo imperante en la sociedad… toda una foto movida de una nación que, de forma traumática, pronto diría adiós a la inocencia. Película de culto y magnífica road movie.





lunes, 2 de marzo de 2020

CRÍTICA: "EL HOMBRE INVISIBLE" (Leigh Whannell, 2020)


El monstruo en casa
“EL HOMBRE INVISIBLE” êêê
DIRECTOR: Leigh Whannell.
INTÉRPRETES: Elisabeth Moss, Storm Reid, Harriet Dyer, Aldis Hodge, Oliver Jackson-Cohen, Zara Michales, Michael Dorman.
GÉNERO: Ciencia ficción / DURACIÓN: 124 minutos / PAÍS: EE.UU / AÑO: 2020


     Leigh Whannell, guionista de la película de culto Saw (2004) y director de la muy irregular Insidious: Capítulo 3 (2015), nos entregó en 2018 una película que no pasó desapercibida en el Festival de Sitges de aquel año, y que con el título de Upgrade narra la historia de un tipo que ve como asesinan a su esposa y que tras quedar tetrapléjico se somete a una operación para poder volver a caminar y vengar así el asesinato de su esposa. Un film entretenido y vertiginoso que aunque parte de una premisa trillada se bifurca por imprevisibles derroteros.


    Ahora, nos presenta una nueva adaptación de El Hombre Invisible, el clásico de H. G. Wells que tuvo su primera y tal vez mejor versión  en 1933 bajo la dirección de James Whale. Aunque han sido numerosas las adaptaciones de la novela de Wells, el director australiano aporta su sello personal ideando una historia que sigue a Cecilia Kass (Elisabeth Moss) que rehace su vida tras conocer la noticia de que su multimillonario novio, Adrian Griffin (Oliver Jackson-Cohen) un cruel maltratador que es una eminencia en el campo de la óptica, se ha suicidado. Sin embargo, su estabilidad mental comienza a tambalearse cuando empieza a tener la sospecha de que en realidad sigue vivo.


    El Hombre Invisible asume un severo tono para transitar parajes del fantaterror conectados con la cruda realidad, intentando proyectar un enfoque descarnado de una historia ya conocida. Un acierto porque la retorcida pesadilla en la que se ve envuelta la protagonista, acosada por el brutal psicópata de su novio, clama a gritos esa bestial contundencia que golpea nuestros miedos más profundos; la imposibilidad de luchar contra lo que no se ve. Sin necesidad de recurrir a la truculencia del torture porn o el gore, Whannell se las apaña para actualizar convincentemente la historia de un científico loco que inventa un traje cubierto de microcámaras para hacerse invisible. Lo hace dotando de fortaleza a una mujer que utilizará todos sus recursos para hacer frente a ese monstruo que representa los abusos y la violencia machista, una relación de terror basada en la masculinidad tóxica. Una mujer que nos muestra que las cicatrices más dolorosas no son las físicamente visibles. Todo es reconocible en esa relación tan pavorosa como auténtica y cercana.


    Estamos ante una libérrima y radical versión que aunque con cierto tufillo a telefilm sobresale  por su elegante puesta en escena que desarrolla casi toda la acción en escenarios cerrados (la casa del policía amigo de la víctima, un hospital, una comisaría, la lujosa mansión junto a un acantilado del novio, un magnate de las ópticas). Así el acoso de Adrian Griffin, que experimenta con la invisibilidad y agrede ferozmente a su pareja sentimental, Cecilia, se hace más insoportable y aterrador. Moviéndose entre lo sugerente y la aridez, la fantasía y la crónica social, se incide sobre el maltrato de la víctima como subrayado del lastre de la violencia machista.


    El tema está muy trillado, pero los amantes del cine pondrán todos sus sentidos en el modo en que Whannell genera tensión jugando con el tempo y los claustrofóbicos espacios, pues ni el espectador ni la sufrida protagonista, que empieza a dudar de su cordura y sometida a un macabro juego psicológico, sabe dónde se encuentra en cada momento el hombre invisible. La amenaza es constante y la protagonista debe afinar mucho los sentidos si quiere sobrevivir al acoso latente pero imperceptible de un ser incorpóreo. A pesar de algunas situaciones resueltas con trazo grueso (el tiroteo en la comisaría tiene un cierto tono paródico) y el error no sacar más jugo al imponente escenario de esa mansión ultramoderna a orillas de un acantilado, Whannell logra una interesante película que actúa como metáfora de la violencia doméstica y la necesidad de hacerla visible más allá de las capas de invisibilidad que impone la sociedad.