Nadie duda de que Roman Polanski (París, 1933) es uno de los mejores directores de la
historia del cine. Sin ir más lejos, este cronista le sitúa entre sus diez más
venerados en una lista de cien, convirtiendo el estreno de una película suya en
todo un acontecimiento. De ascendencia judeo-polaca, tuvo una infancia
terriblemente traumática: su madre, embarazada de cuatro meses, murió en el
campo de concentración de Auschwitz, y él sobrevivió durante la Segunda Guerra
Mundial en el guetto de Cracovia.
Tras cursar cine en la Escuela
de Lodz, se convirtió, junto al también polaco Jerzy Skolimowski, en el gurú
del nuevo cine de su país, debutando en la dirección de largos con El
cuchillo en el agua (1962), film claustrofóbico que se desarrolla en un
yate con tres únicos personajes. Tras instalarse en el Reino Unido, con Repulsión
(1965), realiza una potente y de nuevo asfixiante disección quirúrgica
de una mujer neurótica (magistral Catherine Deneuve), film rodado casi
íntegramente en un apartamento. A partir de entonces su prestigio no para de
crecer, y títulos como La semilla del diablo, Chinatown
o El
pianista forman parte de una filmografía envidiable que sólo los más
grandes genios han podido igualar y/o superar.
Aclarado esto y como dijo Jack “el
destripador, vayamos por partes: El 8 de agosto de 1969, la esposa de Roman
Polanski, la hermosa actriz Sharon Tate,
y cuatro de sus invitados, fueron salvajemente asesinados en la casa del
matrimonio situada en el 10050 de Cielo Drive, Hollywood, (Los Ángeles). Sus
asesinos, discípulos de la comuna de Charles
Manson, diabólico mesías de una especie de secta conocida como “La Familia”, se emplearon con
inusitada crueldad dejando tras de ellos el escenario dantesco de un extraño
crimen ritual: el cadáver de Sharon Tate, embarazada de ocho meses y agujereado
por 16 puñaladas, se encontraba sujeto a una viga y suspendido del techo, con
la sangre de la actriz escribieron la palabra PIG (cerdo) en la puerta. El
horrible suceso sorprendió a Polanski en Londres, y fue muy injusto que fueran
las víctimas, y no los asesinos, las primeras en ser lapidadas por la prensa y
la opinión popular con un escalofriante dictamen: “ellos se lo buscaron”, en clara
referencia al tipo de vida licenciosa que llevaban y a la temática de las
películas realizadas por Polanski, pertinaz retratista de delirios humanos con
simpatía por el diablo (recordemos que en su excelente film “La semilla
del diablo”, la protagonista, Mia Farrow, era fecundada por la semilla
de Satanás), un cineasta obsesionado por la muerte, la locura y el sexo. Lo
cierto es que el alucinado Manson y sus mansonitas
apagaron definitivamente el último eco audible del largo verano del amor, y abrieron
una profunda brecha en el universo tragicómico hollywoodiense, seguramente
también en la mente del director.
Resulta difícil valorar en qué grado
estos dramáticos hechos alteraron el equilibrio mental del realizador y
perturbaron su estado emocional. Personalmente creo que a partir de entonces sus
particulares/enfermizas tendencias sexuales se hicieron aún más desbocadas,
como él mismo cuenta en el film documental de Marina Zenovich, Roman
Polanski: Wanted and Desrired (2008): “siempre he sentido especial debilidad por las jovencitas”, de ahí su efímera relación con Natassja Kinski,
veinticinco años menor que él, o la diferencia de edad con su actual esposa, la
actriz francesa Emmanuelle Seigner, treinta y tres años menor. Ese
incontrolable deseo hizo que su vida diera un vuelco en marzo de 1977: con la
excusa de una sesión fotográfica para Vogue, revista para la cual Polanski (que
tenía entonces 43 años) ya había realizado algún reportaje fotográfico, el
cineasta propuso a la madre de Samantha
Geimer, de 13 años, realizar una serie de fotografías a su hija en la
mansión de Jack Nicholson, sesión que seguramente lanzaría a la niña al
estrellato. La madre, que era una fan del cine de Polanski, aceptó. Siempre
según Samantha, nada más llegar y tras tomar unas fotos con los dos desnudos en
el jacuzzi, Polanski suministró a la menor champán y una dosis de Quaalude
(estupefaciente de moda en aquellos años que producía relax y desinhibición), y
a pesar de la resistencia que opuso Samantha, Polanski le preguntó si era
virgen, la forzó sexualmente, la sodomizó y la obligó a practicarle una
felación. Tras acompañar a la muchacha a casa, advirtiéndola de que no contara
nada de lo sucedido, la madre de Geimer presentó una denuncia ante la justicia
y el director fue detenido, puesto a disposición judicial, acusado de
“relaciones sexuales ilegales” y encarcelado para realizarle una evaluación
psiquiátrica durante mes y medio. Pero a finales de 1978, durante su libertad
condicional, ante la amenaza del ya fallecido juez Laurence J. Rittenband de
romper el trato al que habían llegado los abogados del cineasta con el fiscal y
meterle de nuevo entre rejas, Polanski huyó a Francia, donde se nacionalizó y ha
vivido desde entonces convertido en uno de los más famosos prófugos de la
justicia estadounidense.
El corolario a la errabunda vida de Roman
Polanski lo ha puesto la justicia suiza el pasado 26 de septiembre cuando le
detuvo en Zurich, ciudad a la que había llegado para recibir el Premio de Honor
en el festival de cine de dicha ciudad. No era la única vez que la justicia
norteamericana solicitaba colaboración a un país occidental, pero sí la primera
vez que su demanda de extradición era atendida. Enseguida se puso en marcha la vergonzosa
maquinaria corporativista impulsada desde Francia por la Sociedad de Autores y
Compositores Dramáticos (SACD), redactando un manifiesto por la inmediata
liberación del director, al que pronto se adhirieron los más variados cofrades
de la intelectualidad y la escena, entre ellos Woody Allen, Milan Kundera,
Martin Scorsese y, por supuesto, Pedro
Almodóvar. Me repugna especialmente la doble moral de este tipo que hace
unos años nos presentó un pestiño titulado La mala educación, film con tintes
autobiográficos que denunciaba los abusos de un cura sobre un menor. Almodóvar
nos demuestra una vez más que pertenece a la peor calaña esgrimiendo dos varas
de medir si el acusado “es uno de los nuestros”, siempre grotesco y desnortado
piensa que sólo el gremio de los artistas tiene barra libre para hacer lo que
le plazca sin que le afecte las leyes terrenales. No obstante, si Almodóvar que
en la época de la “movida” se pintaba con rotulador las rozaduras de los
zapatos como una pretty woman cualquiera, al que subvencionamos
sus películas y posee uno de esos fondos de inversión variable que tienen los más
ricos, pretende situar al artista por encima de la ley (como se situó él al no
presentarse como presidente de una mesa electoral en una elecciones o acusando
falsamente a una determinada formación política de pergeñar un golpe de
estado), debe saber que, aun en la desgracia de una nación sin Estado, existe una
sociedad civil vigilante que va a denunciar todos sus delitos y abusos sin
permitir otro registro moral que el de “todos somos iguales ante la ley”.
A diferencia de la mayoría parte de mis
compatriotas, siento gran simpatía por Francia, país con el que tengo una deuda
cultural a través del legado de su cine, su literatura y la hermosa
arquitectura de sus ciudades. En una
escena de la última película de Quentin Tarantino, “Malditos bastardos”, un joven héroe de guerra queda gratamente
sorprendido porque en un cine del París de la Francia ocupada por los
nazis, se programen películas de directores alemanes como Leni Riefenstahl o G.
W. Pabst. La joven dueña del cine le contesta orgullosa: “Esto es Francia, y aquí respetamos a los directores”. No soy sociólogo
ni experto en psicología de masas, pero he podido comprobar que la sociedad
francesa ha presumido siempre de tener un alto nivel de civismo, si bien en
demasiadas ocasiones evidencia tener profundas carencias democráticas, pues no
es el primer caso que se da en el país vecino en que el apoyo institucional
solapa actuaciones ilícitas de ilustres miembros de las letras o el arte (recordemos
los casos de Jean Genet y Oscar Wilde). Pero en estos momentos de grave crisis
de la civilización, no resulta sorprendente que al frente del cónclave gremial
que anda hiperventilando por la libertad del realizador franco-polaco y
abogando por su inocencia sin matices, se halle un personaje tan siniestro como
Frédéric Miterrand, ministro de
cultura y sobrino del que fuera presidente de la república, acusado en su país de
practicar el turismo sexual con tiernos infantes en Tailandia, revelaciones que
él mismo cuenta en un libro autobiográfico titulado “La mala vida”. Estados unidos tiene 40 días para presentar
formalmente la demanda de extradición, y como decía el fascinante productor Robert Evans, en todo affaire hay tres versiones: en este caso
la de Polanski, la de Geimer y la verdad. Y ninguna miente. A estas alturas es
difícil saber el grado de culpabilidad del cineasta en aquella violación, delito
que no prescribe ni en Estados Unidos ni en Suiza, si hoy, después de más de
tres décadas, con 76 años y olvidado el crápula de su juventud, debería ser
exonerado. Después de reflexionar sobre el asunto, mi opinión es que le
convendría ser procesado, y que sea lo que en justicia corresponda.
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