Recupero este artículo publicado en el “Semanario
Vegas Altas y la Serena” tras la muerte de Dennis Hopper el 29 mayo de 2010.
EN LA MUERTE DE DENNIS HOPPER
Jinete rebelde a lomos de un caballo de
hierro
Aún hay
demasiados indocumentados que lo ponen en duda, pero Dennis Hopper, fallecido de cáncer de próstata a los 74 años el
pasado día 29 de mayo en su casa de Venice Beach, ha sido uno de los
actores/directores más prolíficos,
fundamentales y versátiles de todos los que han surcado la historia de la
cinematografía estadounidense a partir de la segunda mitad del siglo XX. Nacido
en 1936 en Dodge City (Kansas), a los 18 años es contratado por los estudios
Warner, y tras debutar con un papelito en el olvidado film de Stuart Heisler I
Died a Thousand Times, su leyenda comienza a cimentarse al lado de su
ídolo y mentor James Dean en Rebelde sin causa (Nicholas Ray,
1955), film que influyó notablemente en aquella airada generación de jóvenes de
la posguerra -los inadaptados del incipiente rock and roll- y que vino a
representar un preciso drama juvenil en cinco actos. Al año siguiente repetiría
con Dean en Gigante (George Stevens) un melodrama algo pretencioso sobre
una familia texana dedicada a la explotación petrolífera que supuso la última
interpretación del malogrado James Dean tras el mortal accidente con su Porche
Spider.
Su rebeldía, sus excesos, su carácter
iracundo y sus problemas con el alcohol y las drogas fueron siempre obstáculos
insalvables que le impidieron situarse rápidamente en la primera línea, nunca
la falta de talento. Cuentan que el director Henry Hathaway, con quien rodó Del
infierno a Texas (1958) y Los cuatro hijos de Katie Elder
(1966), harto de que se negará a seguir sus directrices y empeñado en poner en
práctica los recursos aprendidos de Lee Strasberg en su mítico Actor´s Studio,
le soltó: “Nunca llegarás a nada”. Una frase tan lapidaria como premonitoria
porque, sintiéndose un apestado, resolvió emigrar a Nueva York donde a duras
penas sobrevivió en la televisión con intervenciones en series televisivas como
Bonanza y En los límites de la realidad, lo que definitivamente parecía
abocarle a la chatarrería de la serie B. Sin embargo, lo mejor estaba por
llegar, ya que su olfato, su carácter volátil y su enorme poder sensitivo le
hicieron situarse en la cresta de la ola
de los profundos cambios sociales que estaban socavando los valores
tradicionales del “American way of life”:
la corriente contracultural del flower-power,
la wild life, el verano del amor, la
píldora, las drogas, el rock and roll y la maldita guerra del Vietnam, una
excitante y peligrosa filosofía de la que Hopper se erigió en paradigma.
Así, en 1969 y en perfecta comunión con
otro renegado de viciada sensibilidad, Peter Fonda, esa bala perdida llamada
Dennis Hopper se situó delante y detrás de la cámara para firmar la obra magna
de la contracultura que desbrozó el camino al cine contestatario de los 70, Easy
Rider (Buscando mi destino), una película en la que invirtió 380 mil
dólares de su propio bolsillo y que acabaría recaudando más de 40 millones en
las taquillas de todo el mundo. El film, que echaba tierra sobre el ataúd del
viejo Hollywood, marcó un punto de inflexión cambiando la forma de hacer cine y
dando paso a una nueva era controlada por jóvenes cineastas como Coppola y
Scorsese. La cinta narraba la odisea de dos moteros tranquilos que, a lomos de
sus choppers y tras adquirir unos kilos de cocaína, atravesaban los Estados
Unidos para visitar el Festival de Mardi Gras en Nueva Orleans, cruzándose con
autoestopistas, comunas hippies y palurdos reaccionarios de toda condición. Una
película polémica y esencial convertida en icono imperecedero en la que los
protagonistas consumían de forma no fingida marihuana y LSD, y que no fue del
agrado de algunos popes de la progresía de la época como Bob Dylan, que veían
mal esa colisión frontal entre los melenudos porreros y la América tradicionalista.
Como muchos espectadores en su momento, no entendieron que Easy Rider representaba ante todo el reconocimiento doloroso y en
carne viva del fracaso de la revolución contracultural a la que Hopper pertenecía,
de ahí que cobre especial sentido la famosa sentencia “la cagamos”, pronunciada
por Peter Fonda, así como su brutal final.
Tras ver arder la nieve en Easy Rider, poema de amor a la carretera
musicalizado por Roger McGuinn que puede también ser entendido cono una
ilustración más del viaje como mito norteamericano para alcanzar la felicidad,
Win Wenders le reclama años después para protagonizar su obra maestra, El
amigo americano (1977), a partir de una novela de Patricia Highsmith, y
Francis F. Coppola para intervenir en su epopeya sobre la guerra del Vietnam Apocalipse
Now (1979), en la que da vida a un desquiciado y dopadísimo fotógrafo
de discurso demencial y mirada perdida. En 1980 dirige la que es para este
cronista una de sus películas de cabecera y su más alta cima como director, Out
of the blue (Caído del cielo), en donde la
violencia se eleva como la catarsis definitiva y purificadora en un intenso y
opresivo ambiente rural. Calificada como el último film de la era punk-rock, el
maldito Hopper planteó, en una atmósfera infernal, la desesperada situación de
una joven atrapada en la encrucijada de su pequeña ciudad y su entorno
familiar, compuesto por un padre ex presidiario y alcohólico y una madre
drogadicta, que descargan sobre ella toda su rabia y frustración. Este
nihilista y originalísimo film, que analiza de manera clínica los registros más
bajos del ser humano, se impone como un canto exasperado del no future, un tratado de comportamientos
absurdos alejado del tan cacareado “sueño americano” que desemboca en un
pavoroso final, congruente para una situación sin salida. Una nueva y flamígera
mirada sobre los abismos de la existencia.
Su inolvidable colección de dementes se iba a completar insuflando oxígeno al psicópata asmático Frank Booth en esa joya titulada Terciopelo azul (David Lynch, 1986), un sádico que representa magistralmente los delirios de una mente enferma y se comporta como un niño diabólico buscando el clímax prohibido de fantasías incestuosas: “papaíto entra en casa, papaíto entra en casa”.
Su inolvidable colección de dementes se iba a completar insuflando oxígeno al psicópata asmático Frank Booth en esa joya titulada Terciopelo azul (David Lynch, 1986), un sádico que representa magistralmente los delirios de una mente enferma y se comporta como un niño diabólico buscando el clímax prohibido de fantasías incestuosas: “papaíto entra en casa, papaíto entra en casa”.
Cabeza visible de una larga legión de bad boys
surgidos en Hollywood a mediados de los sesenta, Hopper vivió en una montaña
rusa, experimento con todo tipo de drogas, tapó la luna de un salivazo y se
peleó hasta con su sombra. Su carrera siempre estuvo salpicada por los
escándalos derivados de sus infernales matrimonios, pleiteó hasta la tumba con
su quinta y última esposa. Fueron sonadas sus crisis paranoicas: con el actor
Rip Thorn se vio envuelto en una pelea con cuchillos, durante un rodaje en
México salió desnudo gritando porque estaba convencido de que había estallado
la Tercera Guerra Mundial, a John Wayne le tocó tanto las pelotas que éste le persiguió
con un arma cargada, en pleno vuelo intentó saltar de un avión porque creía que
estaba en llamas… Ataques que le obligaron a internarse en un psiquiátrico. Fue
premiado en Cannes y nominado dos veces a los Oscar (por Easy Rider y Hoosiers),
recibió el Premio Donostia en el Festival de San Sebastián por toda su carrera
y poco antes de morir recibió su estrella en el Paseo de la Fama.
Fue un
auténtico destroyer, un kamikaze
circulando sin luces en sentido contrario, conoció la gloria y el infierno, le
torturaron los efluvios de la fama sin molestarse en buscar una salida honrosa,
luchó contra los demonios internos y los buitres de la alcoba. Una virulenta enfermedad
ha acabado con su vida dejando una huella indeleble en el imaginario colectivo,
un imponente faro que alumbra eternamente su legado, su pasión artística, su
mirada profunda e intimidante. Adiós, hermano perro. Descansa en paz, jinete
rebelde, te lo mereces, ya creo ver tu figura surcando el infinito a lomos de
un caballo de hierro.
Que pena se nos va uno de los grandes de nuestro tiempo. Los cinéfilos le echaremos de menos.
ResponderEliminar:__(
Siempre tuve debilidad por Dennis Hopper, su muerte, aunque esperada, me inundó de nostalgia y tristeza. Se merecía mi pequeño y sentido homenaje aún en la confianza de poder seguir disfrutando de su maravilloso legado.
EliminarPedro Rodríguez