Recupero este artículo publicado en el “Semanario Vegas Altas y la
Serena” tras la muerte de estos dos jóvenes actores en enero de 2008.
Se amontonan lo cadáveres exquisitos.
Porque ¿de verdad pueden existir cadáveres más suculentos que los que nos han
puesto en bandeja Heath Ledger y Brad Renfro? Imposible. Si las sospechas de
suicidio quedan plenamente confirmadas en ambos casos –se demostró que lo de
Ledger fue a causa de la ingestión elevada y accidental de medicamentos recetados
y que Renfro cayó víctima de una sobredosis-, la crónica negra cinematográfica
se verá ampliada con estas dos nuevas y precipitadas desapariciones que
impulsarán a más de un analista a profundizar en la terrible carga existencial
que lleva aparejada la fama, en la peligrosa conexión que el 7º Arte y el rock
mantienen con diversas patologías de orden social y espiritual. Muchos de mis
amigos y conocidos pertenecientes al más variado espectro social y cultural, no
acaban de comprender cómo alguien que aparentemente lo tiene ¿todo?, puede
deslizarse tan torpemente por la tenebrosa pendiente que conduce a la muerte,
sobre todo cuando uno piensa en la asumida obligación de estar todos los días
en el tajo, realizando los trabajos más duros, peor remunerados y haciendo
cábalas para mantener dignamente a una familia aunque llegue seco a fin de mes.
Tal vez los existencialistas se
equivocaron y el infierno no son sólo los otros, hay avernos que crecen en cada
uno de nosotros siendo fatalmente arrastrados hasta las honduras de sus
dominios por ese ogro de mil cabezas al que llaman “depresión”. Puede que
atormentado por problemas de índole emocional y/o sentimental, Heath Ledger se despide de todos sus
fans y aficionados al cine con la sonrisa diabólica de Joker, un siniestro
aliciente que añadir para que el público acuda en masa a ver la última entrega
de las aventuras de Batman, pero para
los que no pertenecemos a su círculo íntimo –de igual modo y seguro que en mayor
medida para estos-, su muerte ha representado un impacto sísmico de elevada
escala y absolutamente inesperado. Su muerte reproduce miméticamente la del
joven cantante de Folk británico Nick Drake, otro maldito que dejó expuesto su
cadáver bien parecido y por el que el protagonista de Candy sentía una especial pasión y un cierto parecido
físico/estético, sobre todo en el peinado. Yo recuerdo a Ledger en el lacerante
tramo final de Brokeback mountain (Ang Lee, 2006), aquella
magistral escena en la que visita a los padres del desdichado Jack, el anhelo
de Ennis en su aislamiento, amarga evocación de una quimera en medio de la
podredumbre, el abandono y la aflicción de un hombre que ha perdido la razón
última de su existencia.
El caso del joven actor norteamericano Brad Renfro (25 años, tres menos que
Ledger) tiene unas connotaciones que difieren sustancialmente de las del actor
australiano. Con sólo diez años conoció la fama al protagonizar aquel mediocre thriller titulado El Cliente (1994) de la mano del director Joel Schumacher y en el
que compartía cartel con Tommy Lee Jones y Susan Sarandon. Una fama que vino
proseguida de un cierto reconocimiento crítico y algunos galardones, hasta el
punto de que tanto especialistas como aficionados creímos ver en él una de las
más sólidas promesas del momento.
Tras codearse en la pantalla con
estrellas de la talla de Brad Pitt, Dustin Hoffman o Ian McKellen, la carrera
del chico nacido en Knoxville se vio salpicada por continuos problemas y
altercados con la ley derivados de su adicción al alcohol y las drogas, un
itinerario nihilista y autodestructivo que incluye algún intento de robo y
detenciones por conducción temeraria. Sin aceptar la ayuda que le ofrecían y
despreciando los buenos consejos, todo esto le llevó a situarse en los márgenes
y vagar por los pudrideros de la marginalidad en busca de la ansiada farlopa,
ese excremento de los dioses con el que miden nuestro egoísmo. Recuerdo sobre
todo su trabajo en Verano de corrupción (Bryan Singer, 1998)
adaptación de un sórdido relato del maestro Stephen King en el que da oxígeno a
un muchacho ávido de emociones y que le sirvió a Renfro para desplegar sus
innegables dotes interpretativas, exhibir sus bruscos cambios de humor en su
taimado y morboso juego con un viejo criminal de guerra nazi.
Como quedó escrito Kurt Cobain en su
carta póstuma a su hija Frances y su mujer Courtney: “estaré en vuestro altar”.
Pues presumo que la verdadera poesía está en el otro lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario