El infierno somos nosotros
AN AMERICAN CRIME
DIRECTOR: TOMMY
O´HAVER
INTÉRPRETES:
CATHERINE KEENER, ELLEN PAGE, JAMES FRANCO, HALEY MCFARLAND, ARY GRAYNOR.
GÉNERO: TERROR /
EE.UU. / 2007 DURACIÓN: 98 MINUTOS.
Los grandes genocidas de la historia
eran (y son, por ahí sigue todavía Mugabe)
simples seres humanos. Tenemos la mala costumbre de llamarlos monstruos,
bestias, alimañas o pensar en ellos como criaturas de otro mundo en un intento
por disociar esa visibilidad tangible y común que les hace nuestros semejantes
para apocar en lo posible nuestra vergüenza. Empero, y hurgando más en la
herida, el holocausto, una de las grandes tragedias del siglo XX, no hubiera
sido posible sin la complicidad activa o pasiva de gran parte del pueblo alemán
y, de la ¿ceguera?, de una parte importante de las naciones desarrolladas. Así
lo entendieron eminentes historiadores y la gran filósofa judía Hannah Arendt
en su magistral ensayo “Eichmann en
Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del Mal”.
En todos y cada uno de nosotros habita un
asesino en potencia, no hay ni pizca de relativismo en ello, y el que no seamos
plenamente conscientes no resta un ápice de veracidad al aserto. Es algo
que a nadie debería asustar o sorprender, pues a pesar de que buena parte del
comportamiento violento –en sus facetas física o psíquica-, se debe a
cuestiones genéticas, sería una tontería negar que existen otros componentes
externos que influyen decisivamente en el proceso evolutivo de la violencia: el
ambiente, el estrés, las frustraciones profesionales y sexuales, la familia, la
miseria, la marginación… De lo que se deduce que, en el desencadenamiento
progresivo de la agresividad, entran a formar parte una mezcla de componentes
endógenos y exógenos, elementos hereditarios y otros de tipo social, a veces
difícilmente evaluables.
Del Mal en su forma más burda y cotidiana
nos habla Tommy O´Haver en AN
AMERICAN CRIME, adaptación cinematográfica de un escalofriante suceso
real ocurrido en las afueras de Indianápolis, Indiana, en 1965: Sylvia Likens (Ellen Page) es una
adolescente de 16 años que, junto a su hermana menor, Jennie (Hayley McFarland) son confiadas al cuidado de una vecina, Gertrude Baniszewski (Catherine
Keener), a quien los padres de las chicas, feriantes de profesión, acuerdan
pagar 20 dólares semanales durante los tres meses que estarán fuera, una exigua
cantidad que Gertrude cree que puede ayudar a paliar durante un tiempo su asfixia
económica, pues está divorciada, enferma y tiene a cargo a sus seis hijos.
El 26 de octubre de 1965 apareció el
cuerpo sin vida de Sylvia. La joven había permanecido encerrada durante semanas
en un oscuro y sucio sótano sin comida ni bebida. No sólo eso, su cadáver
presentaba múltiples síntomas de tortura: contusiones, arañazos, quemaduras de
cigarrillos… y según reveló la autopsia, había sido obligada a comer sus
propias heces y a beber su orina. El minucioso examen forense también reveló
que había sido violada con una botella y en su abdomen habían grabado con un
alambre el rojo “Soy una prostituta y
estoy orgullosa de ello”.
Baniszewski, la autora del calvario y el fatal
destino de Likens, no actuó sola, instó a sus hijos (a pesar de su corta edad) y
a varios vecinos a participar en el cruel tormento de la joven, siendo
numerosos los cómplices activos o pasivos que intervinieron en el mortal juego
macabro. Incluso los vecinos sabían que algo extraño estaba sucediendo, pero
jamás movieron un dedo para ayudar a Sylvia.
Lo primero que me llama la atención es el
diseño de uno de los pósters del film, que reproduce en tiras la fría mirada de
la asesina y los ojos llorosos de la víctima. Un cartel que plagia
descaradamente al mítico de A sangre fría (Richard Brooks, 1967)
que nos mostraba con el mismo patrón las perturbadoras miradas de los asesinos
Perry Smith y Dick Hickock, una película magistral basada en la obra homónima
de Capote con la que la presente no tiene nada que ver –salvo que también
reproduce un crimen real-, pero que ha quedado como uno de los mejores
films-documento de la historia del cine, y cuyo estilo ha sido imitado por
otras piezas de true crime filmadas
posteriormente. AN AMERICAN CRIME es el
relato de un horrible crimen americano sólo porque sucedió en América, pero el
Mal no tiene fronteras, como hemos comprobado recientemente en el caso de
Joseph Fritzl, el jubilado austriaco que ha tenido encerrada a su hija durante
24 años en un sótano casero y a la que violó y dejo embarazada. Ante todo, el espectador tiene que sentirse
agradecido por el desahogo interpretativo y el esfuerzo que desarrollan sus dos
principales protagonistas.
En primer lugar, una espléndida Catherine
Keener metida en las entrañas de ese ser despreciable y desequilibrado llamado
Gertrude Baniszewski, una ama de casa miserable, enferma, atormentada, frustrada
y sin esperanzas de futuro, devota y nada temerosa de Dios que, sin ninguna
justificación, señala como única culpable de sus desgracias a la pobre Sylvia.
Dándole réplica, una no menos magnífica Ellen Page, aportando débilmente
oxígeno a la frágil adolescente, mártir sin causa alguna. Cada abuso, cada
vejación (aterradora y dantesca esa humillante escena del baile en la que un
muchacho la sostiene inconsciente sobre sus hombros como si de de una muñeca
rota se tratara), cada sesión de tortura nos pone un nudo en la garganta y hace
que se nos encoja el corazón.
La acción nos sitúa a mediados de los 60,
la prodigiosa y convulsa década del flower-power,
de la contracultura, del ácido, el sexo y el rock and roll, de la sicodelia y
los lisérgicos veranos del amor… También de la Guerra del Vietnam y de
algunos de los más grandes crímenes. Un fabuloso caldo de cultivo para que
errantes gurús de medio pelo como Charles Manson tiñera de rojo los sueños de
libertad en Cielo Drive. Resulta curioso que un caso olvidado y desconocido
para la opinión pública como el de “El estado de Indiana contra Baniszewski”,
haya dado lugar a dos films muy potentes que fueron presentados en la misma
edición del Festival de Sitges; el mucho más explícito The Girl next Door, que amplia los momentos más escabrosos con todo
lujo de detalle; y la cinta que nos ocupa, mucho más comedida a la hora de
mostrar de forma expresa la tortura, aunque igualmente demoledora al mostrar
sus efectos.
Película
de tono seco, amargo e hiperrealista, de exquisita ambientación y momentos de
una sordidez extenuante, cuya visión es imposible sin que se produzcan severos
desgarros emocionales. Narrada por la presencia fantasmal de la propia
Sylvia que, desde un tiovivo, sirve de catalizador al evocar, a través de unos
medidos flash-backs, todo lo acontecido, intercalando los momentos estelares del
juicio sobre unos hechos que el fiscal definió como “el más abominable crimen cometido en el estado de Indiana”.
Personalmente, me hubiera gustado un poco más explicitud gore, tal vez hubiera
sufrido menos, aun así, resulta horripilante y nada artificiosa la escena de la
botella de Coca-Cola que Baniszewski obliga a la muchacha a introducirse en la
vagina, o esa otra en que le graban en el vientre tan degradante frase. Me parece apropiada hasta esa onírica
escena-trampa que confunde al espectador con el anhelo de un final feliz para
los infortunios de la chica. Un final imposible sobre el que como un gran mazo
golpea el último e inevitable acto de la muerte. Sylvia, desde el tiovivo, pone fin al martirio con esta reflexión: “el reverendo Billy dice que Dios tiene un
plan para cada situación. Pero yo sigo sin comprender cuál era ese plan en mi
caso”. Demasiado joven para comprender el estado de las cosas en el reino
de Mal, para entender que el infierno somos nosotros.
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