En el año 1992 el cineasta franco-polaco Roman Polanski nos sorprendió con una
interesante película titulada LUNAS DE HIEL, una cinta sobre la
degradación del amor que supone una honesta y desasosegante disección
quirúrgica sobre las relaciones de pareja y las sacrosantas convicciones
amorosas. En un crucero de placer para celebrar su séptimo aniversario de boda,
el aburrido matrimonio formado por Nigel
y Fiona (Hugh Grant y Kristin
Scott-Thomas), conocerán a Mimi
(Emmanuelle Seigner), una pasajera a la que acompañarán a su camarote porque se
encuentra indispuesta. Allí también conocerán a su marido, Oscar (Peter Coyote), que está inválido en una silla de ruedas.
Nigel no tarda en sentirse atraído por Mimi, Oscar lo percibe rápidamente y le
propone seducirla, pero antes le cuenta cómo eran sus experiencias sexuales con
ella antes de sufrir el fatal accidente que le dejó paralítico.
Lo que más me
atrae de Lunas de hiel es la forma impía, feroz, cruel, que el genial
Polanski idea para bucear por la degeneración de la vida conyugal buscando la
manera de quebrar la monotonía en el deseo y la práctica sexual a través de
estímulos externos, alicientes e impulsos para no dejarlo morir del todo. En
cierta forma, se trata de deshumanizar el acto sexual enfatizando la parte irreflexiva
y automática del coito, que ya no les dice nada. Así, la relación que entablan
Mimi y Oscar, repleta de momentos tórridos y de alto voltaje, desembocará en
tragedia, como no podía ser de otro modo dentro del universo lúgubre del más
inspirado Polanski. Me gusta
especialmente la alucinante y sensual coreografía de esa danza de infarto que
Mimi/Emmanuelle Seigner (a la sazón esposa del director), le dedica a Oscar a
la luz de las velas; y, sobre todo, esa escena en que la pareja se encuentra
desayunando y Mimi con las tetas al descubierto derrama por ellas una especie
de yogurt líquido, acariciándoselas mientras de fondo suena el famoso tema Faith de George Michael. Oscar,
totalmente salido, saca a pasear su larga y húmeda lengua para lamer el lácteo
derramado por la suave y sagrada piel de la musa francesa, que viciosa y sumisa
le acabará haciendo una espléndida felación. La lujuria, amigos, que nos
convierte en esclavos, los placeres carnales que nos arrastran a la perdición y
alegremente nos convierten en animales. Como diría un amigo mío mejicano: somos
lo que hay.
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