domingo, 12 de octubre de 2025

CRÍTICA: "UNA BATALLA TRAS OTRA" (Paul Thomas Anderson, 2025)

 ¿Para qué sirven las revoluciones?

“UNA BATALLA TRAS OTRA”  êêêê

DIRECTOR: Paul Thomas Anderson.

INTÉRPRETES: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Chase Infiniti, Benicio del Toro, Teyana Taylor, Regina Hall, Tony Goldwyn.

GÉNERO: Thriller-drama / DURACIÓN: 161 minutos / PAÍS: EE.UU. / AÑO: 2025

   Basada libremente en la novela de Thomas Pinchon Vineland, con Una batalla tras otra, Paul Thomas Anderson continúa su exploración del individuo desorientado en el caos de las redes ideológicas, sociales y afectivas que el mismo ha contribuido a consagrar. La película, aunque formalmente más directa que sus obras previas, encierra un cosmos moral tan intrincado como el de The Master o Magnolia. Si en aquellas el conflicto residía en la búsqueda de sentido, aquí el problema es la persistencia de los ideales cuando el mundo ha dejado de creer en ellos.

   Anderson construye la función a partir de dos líneas de tiempo que se cruzan como ecos: la juventud militante de un grupo revolucionario y su desencanto años después. El montaje no busca la elipsis clásica, sino la transposición. Así, el pasado se cuela en el presente contagiando la conciencia. El resultado es una experiencia cinematográfica rota, atravesada por interferencias, que se traduce visualmente como la imposibilidad de cerrar una herida política. El título nos habla del encadenamiento de un conflicto moral, ya que ningún combate concluye realmente porque las razones que lo originaron persisten bajo otras máscaras. Esa repetición se aleja de la tragedia heroica para convertirse en rutina: las batallas ya no son gestas, son síntomas que se alimentan de la polarización.

    En esta ocasión la cámara se nos muestra más estática, el encuadre más frontal y la luz parece abrazar el conjunto. Esta desviación estilística se advierte como un recurso ético, pues el director elige la claridad sobre la ornamentación, como si reconociera que el artificio sería una forma de huida estética ante el sufrimiento que narra. Sólo en ciertos momentos (una emboscada en un túnel subterráneo, la conversación final a contraluz) Anderson se permite recuperar su poética visual. Pero incluso en esos momentos, la belleza se ve contaminada y el movimiento de cámara se percibe como un gesto de nostalgia, no de dominio.

   El eje del relato es la degradación del idealismo, Bob (Leonardo DiCaprio) antiguo militante convertido en fugitivo moral tras años apartado de la lucha, no busca redención, sino sentido. Su lucha ya no es contra el poder, sino contra la parálisis en una atmósfera cargada tensiones políticas, racismo y violencia institucional. El cineasta lo retrata como un hombre cansado, un hombre que camina con el legado fracasado de toda una generación. La película proyecta el interrogante de si es posible seguir creyendo cuando el lenguaje de la confianza política ha sido parasitado por el cinismo. No hay respuestas, sólo situaciones de incertidumbre: un antiguo camarada que se vende al sistema, una hija que exige coherencia ética, una comunidad que convierte la revolución en un espectáculo,

  Una batalla tras otra más que una denuncia sobre valores perdidos, principios olvidados o el nuevo orden, se eleva como una radiografía del compromiso, donde cada personaje representa un modo distinto de vivir al colapso de las utopías. El diseño de sonido convierte el entorno en agorero comentario: las sirenas, los drones, los murmullos de una multitud invisible, conforman un paisaje acústico de inestabilidad permanente. Anderson, más que dirigir una historia parece dirigir un ambiente. La banda sonora parece creada con fragmentos melódicos que no concluyen, un eco de la estructura narrativa -batallas que no terminan, ideas que no maduran-. El silencio, en cambio, adquiere un valor casi ritual. Los mutismos entre personajes funcionan como confesiones sin palabras, como si hablar fuera ya una forma de delación.

   DiCaprio ofrece una interpretación despojada de glamour, más cerca de un personaje quebrado que de un héroe. Su actuación se apoya en un estado fatigoso con movimientos mínimos, respiración pesada, miradas esquivas. Frente a él, la joven actriz que encarna a su hija, Chase Infiniti, introduce una nota de vitalidad, aunque no de ingenuidad, para mantener erguido el drama. En su relación se cifra la dialéctica del film: la experiencia del desencanto frente a la obstinación de seguir creyendo. El elenco secundario funciona como un coro de conciencias fracturadas. En la función, nadie ocupa el papel del antagonista absoluto y adivinamos que la maldad es sistémica, difusa, sin rostro característico, un mal estructural coherente con la tesis política del film.

    Lejos del didactismo y con el humor caricaturesco propio de su director, Una batalla tras otra entiende la política como una experiencia emotiva. El poder no se representa como una institución, sino como sensación: vigilancia, cansancio, miedo, deseo de pertenencia. Anderson se sitúa en la tradición de cineastas que interrogan la ideología desde lo íntimo (Costa-Gavras, Haneke, Schrader) aunque con una sensibilidad más impresionista. La película no pretende reformular el discurso revolucionario, sino mostrar lo que queda de él cuando todo discurso se ha convertido en mercancía. Llegados a este punto, el relato más que una película sobre la incesante lucha es un estudio sobre la imposibilidad de escapar del capitalismo emocional que sustituye la política por la culpa.

   Una batalla tras otra es, al fin, un fresco analítico sobre la extenuante moral de nuestro tiempo. No hay consuelo ni catarsis: la cámara registra los restos del naufragio de un idealismo que se resiste a morir, sin saber ya por qué se lucha. El film, más que un amargo manifiesto, es un epitafio escrito con obstinación por alguien que aún espera algo de la vida en sociedad. En su contención formal y su densidad ética, Anderson demuestra que el cine político puede seguir siendo una forma de profunda reflexión. La batalla, parece decirnos, continúa incluso cuando ya nadie cree que pueda ganarse.

2 comentarios:

  1. Muy acertada tu observación sobre el inteligente uso de la banda sonora. Y, por si fuera poco, la película tiene una energía narrativa arrolladora.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Exacto. "Puro vicio" no me gustó, sin embargo aquí sí que Anderson encuentra la esencia del discurso contracultural de Pynchon, su denuncia de los sistemas de poder, el militarismo y la manipulación tecnológica de la sociedad. Puedo presumir (apenas nadie ha leído realmente a Pynchon) de conocer su obra y la de otro coetáneo con ciertas conexiones críticas como fue Norman Mailer.

    Una abraçada.

    ResponderEliminar