“THE LONG WALK”
Con la adaptación de la novela homónima de Stephen King, Francis Lawrence no filma una distopía futurista, sino una parábola de nuestro tiempo: un mundo que se mueve sin detenerse, incluso cuando no sabe hacia dónde va. La película es una radiografía del poder en su forma más cruda y desnuda: el poder de obligar a avanzar. No hay cárceles ni cadenas visibles, la condena es seguir caminando. Caminar se convierte en obediencia.
El movimiento como forma de control
En la sociedad de La larga marcha, el régimen ya no necesita encarcelar ni ejecutar pudorosamente. Controla a través del movimiento. La orden no es “somete”, sino sigue. Es una política de agotamiento: el sistema no busca cuerpos productivos, sólo cuerpos rendidos. Los caminantes son, en cierto modo, metáforas de los ciudadanos contemporáneos: exhaustos, competitivos, convencidos de que avanzar es sobrevivir, aunque el avance sólo conduzca al colapso. El poder aquí no se impone por el miedo al letal castigo, algo asumido, sino por la interiorización de la marcha como destino. El totalitarismo ha logrado su meta final: la autogestión del sometimiento.
La meritocracia como ideología mortal
Cada participante marcha voluntariamente, o eso se nos dice. Pero la voluntariedad en una sociedad sin alternativas es una farsa. En este sentido, La larga marcha es una sátira brutal de la meritocracia: el mito de que el esfuerzo y la resistencia garantizan la recompensa. En el universo de la cinta, la recompensa es la vida misma o la ilusión de un deseo concedido.
La película desnuda la lógica perversa del neoliberalismo: la competencia se presenta como libertad, cuando en realidad es una forma de esclavitud. Todos son libres de morir a su propio ritmo, la marcha es el mercado perfecto: cada individuo compite, se desgasta, se sacrifica; el sistema sólo observa, administra, celebra la eficiencia de la autodestrucción.
El cuerpo como territorio político
En La larga marcha el cuerpo deja de ser privado. Es público, visible, cuantificable: su velocidad, su ritmo cardíaco, su resistencia. El cuerpo del caminante pertenece al Estado/espectáculo. No hay privacidad en la agonía. Cada paso es transmitido, cada caída es consumida.
Aquí Lawrence construye una crítica al biopoder contemporáneo: el Estado no mata, regula. No prohíbe, mide. La política ya no se juega en el parlamento ni en la guerra, sino en el cuerpo administrado, fatigado, convertido en mercancía para el espectáculo. La marcha es una procesión de cuerpos controlados, convertidos en símbolos de la obediencia nacional. El cuerpo del ciudadano es el campo de batalla de la ideología.
El espectáculo de la obediencia
La película entiende que el poder actual no necesita ocultar su violencia; sólo necesita esterilizarla. La marcha no es un castigo secreto, pues se ha convertido en una especie de fiesta nacional, un rito televisado, un evento masivo de identificación colectiva. El pueblo no teme al poder: lo celebra. Lawrence muestra con frialdad como la violencia, convertida en entretenimiento, deja de ser violencia. La empatía se convierte en complicidad. Así opera el totalitarismo contemporáneo: no oprime a las masas, las seduce. La obediencia se convierte en un deseo.
La falsa redención
El ganador de la marcha obtiene un deseo: una promesa de poder individual en un sistema diseñado para neutralizar cualquier cambio colectivo. El deseo del vencedor no destruye el sistema; lo renueva. Es la válvula simbólica que evita la explosión. El sistema necesita un ganador para que todos los demás acepten su derrota. El premio es la política del simulacro: un espejismo de justicia que refuerza la injusticia. El ganador no libera a nadie; sólo demuestra que “es posible”, que el juego es justo, que el sacrificio valió la pena. Pero el precio de esa victoria es la legitimación de un orden basado en la muerte.
Amistad y disidencia: la grieta humana
Sin embargo, Lawrence introduce una grieta: la amistad entre los caminantes. Allí donde el poder exige competencia, surge la solidaridad. Allí dónde el régimen evalúa la resistencia, surge la empatía. La relación entre los protagonistas -esa lealtad absurda en medio del delirio- es el único gesto político auténtico de la película. No se rebelan con armas ni discursos, sino con la honrosa decisión de no abandonar al otro. En un mundo que glorifica la supervivencia individual, detenerse por el otro es un acto más subversivo. Es una política de lo inútil, de lo humano. Frente a la eficiencia de la muerte, la ternura aparece como resistencia.
La política del agotamiento
El film puede leerse como una metáfora de la sociedad contemporánea del rendimiento: cada individuo es empujado a dar más, a no detenerse nunca, a temer la pausa como si fuera un fracaso. En ese sentido, La larga marcha no se sitúa en un futuro lejano, sino en nuestra realidad laboral, mediática y emocional. El poder no sólo castiga al que desobedece, castiga al que se cansa. La fatiga es el nuevo delito político, es por eso que la marcha nunca acaba: incluso el ganador está condenado a seguir caminando, aunque sea dentro de su mente. No hay destino, sólo un movimiento perpetuo.
Caminar hasta desaparecer
El final, más que una victoria, es una disolución. El héroe, al obtener su deseo, no conquista nada, sólo quiere venganza y se diluye en el mismo mecanismo que lo devoró. La marcha no tiene fin porque representa la lógica autoperpetua del poder: una maquinaria que se retroalimenta del sacrificio, del cansancio, de la esperanza. El totalitarismo aquí no se impone por decreto, sino por hábito. El ciudadano no lo teme: lo internaliza. Camina, aunque ya no sepa por qué.
La democracia del cansancio
La larga marcha es una cáustica fábula política sobre estos tiempos siniestros que nos ha tocado vivir: el tiempo del cansancio administrado, del esfuerzo sin sentido, del control disfrazado de libertad. La marcha no es sólo una prueba mortal; es la metáfora de un sistema que ha convertido la supervivencia en deber moral y la fatiga en virtud cívica.
Desde esa lectura, Lawrence no filma una distopía, sino una democracia invertida: un mundo donde todos caminan por voluntad, pero nadie decide el camino. Donde la libertad es tan abundante que se torna indistinguible de la obediencia. Donde detenerse (amar, descansar, pensar), es el único acto verdaderamente revolucionario.











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