sábado, 26 de julio de 2025

POR QUÉ “EL CABO DEL TERROR” (1962) ES MEJOR PELÍCULA QUE “EL CABO DEL MIEDO” (1991)

 

      Soy un gran fan de Martin Scorsese, pero sobre todo de la primera y segunda etapa de su filmografía. De hecho, cuatro de sus películas están para este cronista entre las 100 mejores de la historia y mi blog de cine es un homenaje a mi película favorita (que no la mejor) de todos los tiempos, Taxi Driver. Sin embargo, he de reconocer que El cabo del Miedo, remake de la película original de J. Lee Thompson de 1962, no estuvo a la altura del film protagonizado por Gregory Peck y Robert Mitchum. Es un artefacto solvente, un entretenimiento perverso, pensado para hacer taquilla e ideado para el lucimiento de un Robert De Niro absolutamente histriónico.  

     El tono de la versión de Thompson es más sutil y tenso, el terror psicológico está construido con precisión, dejando que la amenaza latente de Max Cady (Robert Mitchum) se insinúe más que se muestra. La ambigüedad moral está latente sin innecesarios subrayados. El remake de Scorsese, brillante de un modo estilístico, tiende siempre al exceso: violencia explícita, interpretaciones sobreactuadas (especialmente de un De Niro totalmente tatuado), y un tono más cercano al horror que al thriller psicológico.

   Gregory Peck interpreta a un abogado que actúa en favor de la sociedad incluso jugándose la vida, y esto crea un claro contraste con el personaje de Cady, generando una dicotomía ético-moral más marcada pero efectiva. Por otra parte, Nick Nolte da vida a un personaje más ambiguo, con taras éticas importantes, lo que diluye el conflicto entre el bien y el mal. Este enfoque puede resultar interesante, aunque también quita fuerza a la tensión moral. Mitchum nos presenta una actuación más escalofriante por su lograda contención. No necesita gritar ni transformarse de forma evidente para dar miedo, su imponente presencia le basta. De Niro, por el contrario, opta por una interpretación más trastornada y caricaturesca, tan teatral como excesiva.

    La original de 1962 es más concisa, con una perfecta precisión en el ritmo y menos subtramas que dispersan la historia principal, saca un buen partido al blanco y negro para amplificar la atmósfera opresiva. El remake es más largo, barroco en su puesta en escena, con simbolismos religiosos, secuencias oníricas y un tono a ratos dislocado. 

   La partitura original fue compuesta por Bernard Herrmann para la versión de Thompson y se integra de manera tan brutal como sinuosa en el clima sombrío y tenso de la función. Aunque Scorsese reutiliza esta música (adaptada por Elmer Bernstein), no tiene el mismo efecto dentro de un contexto visual más desmedido. En definitiva, El cabo del Terror de J. Lee Thompson se eleva por encima de su remake El cabo del miedo por su economía expresiva, su atmósfera más realista y un suspense planificado con más elegancia. La versión de Scorsese es técnicamente de una pulcritud abrumadora, pero menos efectiva emocionalmente. La película de 1962 es un verdadero clásico que sirve de ejemplo para la máxima “cuando menos es más”.

domingo, 20 de julio de 2025

CRÍTICA: "MORLAIX" (Jaime Rosales, 2025)

 

La huella indeleble de los amores adolescentes

“MORLAIX”  êêê

DIRECTOR: Jaime Rosales.

INTÉRPRETES: Aminthe Audiard, Samuel Kircher, Melanié Thierry, Jeanne Trinité, Álex Brendemühl.

GÉNERO:  / DURACIÓN: 124 minutos / PAÍS: Francia / AÑO: 2025

    He confesado en alguna ocasión que las dos películas que más me gustan de Jaime Rosales son Las horas del día y Petra, pero he de reconocer que me costado mucho digerir algunas de sus obras, sería el caso de La soledad, Tiro en la cabeza y Girasoles silvestres, que dejaron poco poso en mi saturada memoria cinéfila. Aún así, es un director interesante con un universo propio a veces fascinante en el que, eso sí, se advierten influencias claramente identificables.

      En Morlaix (título que hace referencia a una localidad francesa) nos presenta a Gwen (Aminthe Audiard) una joven estudiante de secundaria que, tras la muerte de su madre, pasa el tiempo con su grupo de amigos, incluido su novio Thomas, un aprendiz de panadero. Cuando Jean-Luc (Samuel Kircher) se instala en Morlaix, Gwen no le oculta su problema, como si tuviera ante sí una cuestión decisiva en su vida. Un día, descubre en el cine una película que parece inspirada en su vida.

     Morlaix es un film de tono lánguido y a la vez firme, un canto a la adolescencia como lugar de pérdida, misterio y deseo. En su obra más intimista hasta la fecha, narra una historia evocadora haciendo uso de un amplio abanico de recursos visuales y sensoriales que se sitúan a medio camino entre el diario personal y el cine de arte y ensayo con una clara influencia de Eric Rohmer. Gwen, una adolescente marcada por la muerte de su madre, deambula por la pequeña localidad bretona de Morlaix cuya vida cotidiana por momentos le resulta asfixiante. Su encuentro con Jean-Luc, un joven parisino que llega al pueblo, no va a desencadenar un romance convencional, sino una sintonía emocional llena de vacíos, miradas suspendidas y silencios que relatan más que las palabras. No asistiremos a un drama solemne, pero sí a una tristeza que cala los huesos y el alma, como el paisaje circundante.

   Rosales edifica su película como si fuera un collage o un cuaderno de apuntes. Alternando el blanco y negro y el color, el formato 35 mm con el 16 mm y el digital, además de multitud de fotos fijas, texturas y tonos que utiliza con absoluta libertad, tal vez para encontrar en la forma una resonancia con el estado anímico de los personajes. La ficción y la realidad se entrecruzan y el cine se pliega y desdobla sobre sí mismo: hay una película dentro de una película, actores que interpretan a los protagonistas en su etapa adulta y viñetas que parecen recuerdos o sueños. Un ejercicio metacinematográfico transfigurado en un sinuoso y frágil ejercicio de estilo.

     Esta estructura puede parecer desconcertante, pero Rosales muestra que su confianza en el espectador es total que entenderán que aquí lo esencial no es comprender sino sentir. Mas que una historia de amor (hay personas que tienen más miedo al amor que a la muerte), Morlaix es una meditación sobre esta etapa de la vida en que todo parece a punto de comenzar y de finalizar al mismo tiempo. El amor adolescente se muestra como un impulso puro, pero inevitablemente trágico, destinado a evaporarse antes de que se llegue a comprender plenamente. El duelo está presente, pero tratado sin aspavientos. La madre ausente ha dejado un vacío que afecta cada gesto de Gwen. Y el paso del tiempo (sugerido más que mostrado) nos recuerda que nada permaneces: ni la belleza, ni la gente, ni el deseo, ni siquiera el propio relato.

    Aminthe Audiard logra un retrato delicado de Gwen, sostenido con sus miradas, su caminar, su manera de observar el mundo, transmitiendo una densidad emocional que no necesita subrayados. A su lado, Samuel Kircher como Jean-Luc, aporta una energía ambigua, entre la arrogancia juvenil y una ternura que nunca termina de mostrar completamente. Los actores adultos que dan vida a los personajes en otro tiempo no sirven como resolución de ningún misterio, sino para mostrar su eco, su madurez teñida de nostalgia y lo efímero de la existencia.

    En Morlaix no hay giros de guión, ni catarsis, ni respuestas nítidas, y así deben de ser las películas con pretensiones poéticas sobre el amor y la pérdida, está la sensibilidad de quien mira el mundo con asombro y tristeza. El viaducto de Morlaix es un espacio de tránsito que actúa como metáfora perfecta de la juventud, una etapa que no tiene fin en sí misma, sino que sólo se justifica por su tránsito y nos recuerda que lo único sólido es aquello que se construye sobre el abismo. Jaime Rosales firma tal vez su obra más libre y radical, un film construido con el mismo material que los recuerdos: con fragmentos, destellos y tiempos superpuestos.



domingo, 13 de julio de 2025

POR QUÉ “JFK: CASO ABIERTO” ES LA MEJOR PELÍCULA DE OLIVER STONE

     La mejor película jamás realizada sobre el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy es, además, la obra maestra más redonda, total y absoluta del director Oliver Stone por encima de Platoon o Nacido el 4 de julio, pues está construida con una arquitectura narrativa y visual que entrelaza múltiples líneas temporales, puntos de vista y materiales visuales (documental, blanco y negro, cambios de formato, metraje recreado) con una narrativa densa, casi hipnótica. La forma en que JFK está montada es revolucionaria, convirtiéndola en una clase magistral de edición cinematográfica, ganando el Oscar en esa categoría.

    Más allá de una película sobre el asesinato de John F. Kennedy, es una denuncia del poder oculto en las sombras: el complejo militar-industrial, la CIA, el FBI, la policía de Dallas, la Mafia y todos los beneficiados por el caos una vez consumada esa terrible “acción ejecutiva”. Oliver Stone pone en tela de juicio la narrativa oficial y convierte el cine en un instrumento de denuncia institucional.

   Kevin Costner, en uno de sus actuaciones más sobrias y emocionales, logra un equilibrio perfecto entre idealismo, obsesión y rectitud moral. Su sentido monólogo final en la corte es uno de los momentos cumbre del cine judicial. Pero es que, además, se ve acompañado por un reparto de lujo con Gary Oldman dando oxígeno al desgraciado Lee Harvey Oswald, Tommy Lee Jones, Joe Pesci, Sissy Spacek, Donald Sutherland, Kevin Bacon, Jack Lemmon… cada uno de ellos aportando profundidad a un mosaico de conspiraciones, traiciones y dilemas. 

   En JFK: Caso abierto Stone no sólo nos presenta una película, crea un artefacto cultural que trasciende la pantalla y genera debates como el que se dio en el Congreso de los Estados Unidos, e influyó en la desclasificación de documentos del caso. Hay pocas películas que hayan conseguido eso. Técnicamente, desde la iluminación de Robert Richardson hasta la música de John Williams, la película es impecable, cada recurso técnico está al servicio del suspense y una tensión constante. El ritmo nunca decae, a pesar de que el montaje del director dura casi 3 hora y media.

   JFK resume todo lo que define el cine de Stone: intriga política, denuncia, ambición formal, obsesión con la verdad y un uso del lenguaje cinematográfico para cuestionar el poder y sus tentáculos de corrupción. Es provocadora, polémica, compleja y, sobre todo, valiente. Cúspide del cine político de su director, por su ambición y riesgo, con una resonancia histórica que va más allá del mero entretenimiento. Aunque no te impacta sólo por su calidad cinematográfica, sino también por su enfoque sobre lo ocurrido en Dallas el 22 de noviembre de 1963 adaptando el libro del fiscal Jim Garrison

     Oliver Stone construyó la función no como una verdad definitiva, sino como una denuncia acusatoria sobre la verdad oficial, y en ese sentido logra conectar con quienes consideran que el asesinato de John F. Kennedy fue mucho más que el acto de un “loco solitario”, fue un golpe de Estado encubierto ejecutado para frenar el rumbo político que Kennedy representaba: la retirada de Vietnam, la distensión política con la Unión Soviética tras los sucesos de la Crisis de los Misiles y la invasión de Bahía de Cochinos, el enfrentamiento con la CIA y el poder corporativo-militar.

     Más de 30 años después de su estreno, esa visión sigue siendo defendida por infinidad de historiadores, periodistas y ciudadanos críticos. Lee Harvey Oswald fue, en realidad, un cabeza de turco, pero si creemos que fue un golpe de Estado (y yo lo creo) implica asumir que las instituciones democráticas de los Estados Unidos fueron manipuladas por intereses ocultos para preservar el status quo. La película lo muestra con un tono trágico y sombrío, apuntando que la lucha por sacar a la luz la verdad es también una lucha solitaria contra el olvido y la manipulación

viernes, 27 de junio de 2025

CRÍTICA: "28 AÑOS DESPUÉS" (Danny Boyle, 2025)

 

Los largos días del apocalipsis

“28 AÑOS DESPUÉS”  êêê

DIRECTOR: Danny Boyle.

INTÉRPRETES: Aaron Taylor-Johnson, Alfie Williams, Jodie Comer, Ralph Fiennes, Jack O’Connell.

GÉNERO: Terror / DURACIÓN: 115 minutos / PAÍS: Reino Unido / AÑO: 2025

      Más de dos décadas después de revolucionar el cine de zombis con 28 días después (2002), Danny Boyle regresa detrás de la cámara para ofrecernos una tercera entrega tan esperada como arriesgada. La segunda fue una aseada secuela titulada 28 semanas después (2007) firmada por Juan Carlos Fresnadillo. Ahora, el director británico nacido en Radcliffe, con 28 años después no sólo resucita la amenaza del Virus de la Ira, sino que también examina, con una mirada madura y sombría, las secuelas de una sociedad que ha perdido toda ilusión de regeneración.

    Boyle, fiel a su estilo enérgico y visceral, vuelve a la cámara en mano, los encuadres urgentes ayudado por una banda sonora inquietante de Young Fathers para sumergirnos en una Gran Bretaña donde la infección ha dejado de ser una crisis y se ha convertido en una condición amenazante permanente. El guión, coescrito nuevamente por Alex Garland, abandona la esperanza postapocalíptica y se adentra en una distopía de control extremo, tribalismo salvaje y desesperanza moral. Ya no hay civiles inocentes por rescatar, ni científicos que investiguen una cura, sólo humanos tan peligrosos como los infectados.

      28 años después de que el Virus de la Ira escapara de un laboratorio de investigación de la universidad de Cambridge, los supervivientes han encontrado formas de sobrevivir entre los infectados de manera muy precaria. Entre ellos un reducido grupo que vive en una isla conectada al continente y que está defendido por un fuerte construido con madera y piedra. Cuando Jamie (Aaron Taylor-Johnson) y  su hijo Spike (Alfie Williams) abandonan la isla en una misión de reconocimiento hacia el territorio británico, descubren secretos, maravillas y horrores del mundo exterior.

     Boyle dirige con buen pulso, aunque evita repetir los sustos frenéticos de 28 semanas después, logrando crear momentos de verdadera tensión psicológica, y al filmarla con un iPhone 15 Pro, convierte la experiencia en un desafío a las convenciones del cine a gran escala reafirmando su compromiso con la inmediatez y el riesgo, en una historia que no va de cómo salvamos el mundo, sino de cómo habitamos sus ruinas. El horror aquí es más existencial que físico, está más en las miradas perdidas que en los nuevos estallidos de violencia, que los hay, y muy bien ejecutados. 

      Sin ninguna intención de ofrecer respuestas, 28 años después funciona como una reflexión descorazonadora sobre la naturaleza humana, de cómo el tiempo no restaña todas las heridas y cómo el miedo, el poder y la supervivencia deforman cualquier intento de civilización. No estamos ante una película amable ni complaciente, Boyle rechaza el cierre clásico y en su lugar ofrece una meditación sobre el colapso, el olvido y la imposibilidad de volver a empezar. Temáticamente resulta coherente con sus predecesoras, aunque quizás menos accesibles para quienes esperen una película convencional de zombis.

      Sin rayar a la altura que lo hizo la primera entrega, 28 años después no es una película que se aferre a la simple nostalgia, es una obra madura, descarnada, lúgubre y nihilista que reafirma a Boyle como un cineasta sin miedo a irritar ni a reinventarse. No es perfecta, algunos de los personajes secundarios carecen del perfil necesario, pero sí muy sugerente dentro de un panorama cinematográfico cada vez más ceñido a las fórmulas.