Debuten el largometraje del
director y guionista australiano Michael Shanks tras una serie de cortometrajes y que ha sido
exhibido en el Festival de Sitges. La historia parte de la siguiente premisa:
una pareja, Millie y Tim (Alison Brie y Dave Franco), con problemas en su
relación, se muda a una casa de una zona rural donde ella, maestra, comienza a
impartir clase a los niños de la escuela, y él, músico, tendrá la tranquilidad
para componer sus piezas. Todo comienza a ir mal cuando caen una cueva con una
fuerza sobrenatural. Cuando beben agua de la cueva, comienzan a sufrir
transformaciones a nivel físico y emocional que reflejan su codependencia.
Fusión
de horror sobrenatural y body horror, de carne y espíritu, Together se abre paso como una
pesadilla íntima sobre la fusión -física y emocional-de una pareja que confunde el amor con la
disolución del yo. Michael Shanks dirige una película de fantaterror al
mismo tiempo que disecciona el cuerpo humano como espejo del deseo, del miedo y
de la dependencia. El film comienza con el factor familiar: una pareja que
busca reconstruir su relación alejándose del ruido urbano. Pero pronto el
aislamiento se convierte en incubadora de lo monstruoso.
A través de un hecho inexplicable -una
infección, una presencia o simplemente el peso del tiempo compartido-, sus
cuerpos comienzan a unirse, a deformarse en un solo organismo. Intuimos que las
intenciones de Shanks es crear una metáfora incómoda sobre la intimidad llevada
al extremo: ¿qué queda de uno mismo cuando se entrega completamente al otro? Visualmente,
Together es un espectáculo sensorial. El uso de efectos prácticos y
texturas húmedas evoca el body horror clásico, pero Shanks lo combina con una
puesta en escena serena, casi poética. Los planos cerrados -piel contra piel,
respiración entrecortada- producen tanta ternura como repulsión. No hay pausa,
lo amoroso y lo abyecto conviven en el mismo gesto.
El guión se sostiene sobre
esa ambiguedad. No busca explicar los elementos sobrenaturales, sino exponerlos
como consecuencia inevitable del vínculo humano. El clímax, más melancólico que
aterrador, confirma que el horror de Together no está en la deformidad física,
aunque tal vez sí en la idea de que amar puede significar desaparecer. Con Together,
Shanks entrega una obra visceral y de cierta madurez que recuerda que, en el
amor -como en el terror- la unión perfecta sólo existe cuando dejamos de ser
dos.
He de reconocer que la Kathryn Bigelow
que más me gusta e interesa es la de películas como Los viajeros de la
noche, Le llaman Bodhi, Acero azul, Días
extraños o Detroit. Es decir, la menos militarista y
preocupada por los horrores de la violencia institucional (La noche más
oscura, En tierra hostil). Sin embargo, con Una casa
llena de dinamita reafirma su posición como una de las cineastas más obsesivas
en la exploración de los fríos y espeluznantes mecanismos del poder.
La película, ambientada en un contexto de
inminente catástrofe nuclear, muestra una narrativa tensa y fragmentada que transcurre
en distintos centros de decisión (la Casa Blanca, una base militar en Alaska y
un bunker subterráneo de un comando estratégico). Desde esos centros de poder,
Bigelow despliega una reflexión lúcida sobre la precariedad del orden mundial y
la debilidad del raciocinio humano frente al miedo y la maquinaria burocrática
Una casa llena de dinamita adopta una estructura de thriller político, pero la
trasciende al combinar una precisión casi documental y densidad moral. La cámara,
fiel al estilo hiperrealista de Bigelow, se mueve con nervio entre pantallas,
protocolos y tensos minutos cargados de incertidumbre. Es fácil apreciar como
la directora huye de la glorificación de la acción militar para intentar
descomponerla. Así, cada decisión es mostrada como un acto de fe en sistemas
que nos son ajenos y que apenas comprendemos. La amenaza del misil
desconocido que presumiblemente se dirige a Chicago -eje central del relato- se
convierte en una alegoría de la propia condición contemporánea: el planeta vive
en un equilibrio sostenido sobre dispositivos que podrían destruirlo todo en
cuestión de minutos.
El guión, escrito con economía y sobriedad,
evita los discursos grandilocuentes para centrarse en los conflictos éticos que
atraviesan sus personajes- Idris Elba, una especie de émulo de Barack Obama en
el papel de presidente- encarna la tensión y el pánico moral; su actuación,
contenida pero intensa, funciona como eje emocional en medio del caos provocado
por las cuestiones técnicas y militares. Bigelow, por su parte, demuestra una
vez más su capacidad para desarrollar suspense en lo cotidiano: las conversaciones
en una sala de control poseen tanta carga dramática como una secuencia bélica.
Formalmente, Una casa llena de
dinamita se caracteriza por su montaje sincopado y un pincel cromático
dominado por grises metálicos que enfatizan el carácter aséptico del poder. La música
del Volker Bertelmann, discreta, ominosa, contribuye a la atmósfera de
fatalismo. El desenlace abierto, sugerido más que mostrado, se inscribe en una
poética del desconcierto; la incertidumbre no es una casualidad, es la
condición misma con la que vivimos el presente. Finalmente, Bigelow, ofrece
una obra que conjuga tensión narrativa y pensamiento crítico. Una casa llena
de dinamita no es una película redonda, con una temática similar es muy
superior Punto límite (Sidney Lumet, 1964), ni descubre nada nuevo sobre
el temor a un ataque nuclear, pero eso sí, nos obliga a contemplarlo.
Con la adaptación de la
novela homónima de Stephen King, Francis Lawrence no filma una distopía futurista, sino una
parábola de nuestro tiempo: un mundo que se mueve sin detenerse, incluso cuando
no sabe hacia dónde va. La película es una radiografía del poder en su forma
más cruda y desnuda: el poder de obligar a avanzar. No hay cárceles ni cadenas
visibles, la condena es seguir caminando. Caminar se convierte en obediencia.
El movimiento como forma de control
En la sociedad de La larga
marcha, el
régimen ya no necesita encarcelar ni ejecutar pudorosamente. Controla a través
del movimiento. La orden no es “somete”, sino sigue. Es una política de
agotamiento: el sistema no busca cuerpos productivos, sólo cuerpos rendidos. Los
caminantes son, en cierto modo, metáforas de los ciudadanos contemporáneos:
exhaustos, competitivos, convencidos de que avanzar es sobrevivir, aunque el
avance sólo conduzca al colapso. El poder aquí no se impone por el miedo al
letal castigo, algo asumido, sino por la interiorización de la marcha como
destino. El totalitarismo ha logrado su meta final: la autogestión del
sometimiento.
La meritocracia como ideología mortal
Cada participante marcha voluntariamente,
o eso se nos dice. Pero la voluntariedad en una sociedad sin alternativas es
una farsa. En este sentido, La larga marcha es una sátira brutal de la meritocracia: el
mito de que el esfuerzo y la resistencia garantizan la recompensa. En el
universo de la cinta, la recompensa es la vida misma o la ilusión de un deseo
concedido.
La
película desnuda la lógica perversa del neoliberalismo: la competencia se
presenta como libertad, cuando en realidad es una forma de esclavitud. Todos son
libres de morir a su propio ritmo, la marcha es el mercado perfecto: cada
individuo compite, se desgasta, se sacrifica; el sistema sólo observa,
administra, celebra la eficiencia de la autodestrucción.
El cuerpo como territorio político
En La larga marcha el cuerpo deja de ser
privado. Es público, visible, cuantificable: su velocidad, su ritmo cardíaco,
su resistencia. El cuerpo del caminante pertenece al Estado/espectáculo. No hay
privacidad en la agonía. Cada paso es transmitido, cada caída es consumida.
Aquí
Lawrence construye una crítica al biopoder contemporáneo: el Estado no mata,
regula. No prohíbe, mide. La política ya no se juega en el parlamento ni en la
guerra, sino en el cuerpo administrado, fatigado, convertido en mercancía para
el espectáculo. La marcha es una procesión de cuerpos controlados, convertidos
en símbolos de la obediencia nacional. El cuerpo del ciudadano es el campo de
batalla de la ideología.
El espectáculo de la obediencia
La película entiende que el poder actual no
necesita ocultar su violencia; sólo necesita esterilizarla. La marcha no es un
castigo secreto, pues se ha convertido en una especie de fiesta nacional, un rito
televisado, un evento masivo de identificación colectiva. El pueblo no teme al
poder: lo celebra. Lawrence muestra con frialdad como la violencia, convertida
en entretenimiento, deja de ser violencia. La empatía se convierte en
complicidad. Así opera el totalitarismo contemporáneo: no oprime a las masas,
las seduce. La obediencia se convierte en un deseo.
La falsa redención
El ganador de la marcha obtiene un deseo:
una promesa de poder individual en un sistema diseñado para neutralizar
cualquier cambio colectivo. El deseo del vencedor no destruye el sistema; lo
renueva. Es la válvula simbólica que evita la explosión. El sistema necesita un
ganador para que todos los demás acepten su derrota. El premio es la política
del simulacro: un espejismo de justicia que refuerza la injusticia. El ganador
no libera a nadie; sólo demuestra que “es posible”, que el juego es justo, que
el sacrificio valió la pena. Pero el precio de esa victoria es la legitimación
de un orden basado en la muerte.
Amistad y disidencia: la grieta humana
Sin embargo, Lawrence introduce una grieta:
la amistad entre los caminantes. Allí donde el poder exige competencia, surge
la solidaridad. Allí dónde el régimen evalúa la resistencia, surge la empatía. La
relación entre los protagonistas -esa lealtad absurda en medio del delirio- es
el único gesto político auténtico de la película. No se rebelan con armas ni
discursos, sino con la honrosa decisión de no abandonar al otro. En un mundo
que glorifica la supervivencia individual, detenerse por el otro es un acto más
subversivo. Es una política de lo inútil, de lo humano. Frente a la eficiencia
de la muerte, la ternura aparece como resistencia.
La política del agotamiento
El film puede leerse como una metáfora de
la sociedad contemporánea del rendimiento: cada individuo es empujado a dar más,
a no detenerse nunca, a temer la pausa como si fuera un fracaso. En ese
sentido, La larga marcha no se sitúa en un futuro lejano, sino en
nuestra realidad laboral, mediática y emocional. El poder no sólo castiga al
que desobedece, castiga al que se cansa. La fatiga es el nuevo delito político,
es por eso que la marcha nunca acaba: incluso el ganador está condenado a
seguir caminando, aunque sea dentro de su mente. No hay destino, sólo un movimiento
perpetuo.
Caminar hasta desaparecer
El final, más que una victoria, es una
disolución. El héroe, al obtener su deseo, no conquista nada, sólo quiere
venganza y se diluye en el mismo mecanismo que lo devoró. La marcha no tiene
fin porque representa la lógica autoperpetua del poder: una maquinaria que
se retroalimenta del sacrificio, del cansancio, de la esperanza. El totalitarismo
aquí no se impone por decreto, sino por hábito. El ciudadano no lo teme: lo
internaliza. Camina, aunque ya no sepa por qué.
La democracia del cansancio
La larga marcha es una cáustica fábula política sobre estos
tiempos siniestros que nos ha tocado vivir: el tiempo del cansancio
administrado, del esfuerzo sin sentido, del control disfrazado de libertad. La marcha
no es sólo una prueba mortal; es la metáfora de un sistema que ha convertido la
supervivencia en deber moral y la fatiga en virtud cívica.
Desde esa lectura, Lawrence no filma una
distopía, sino una democracia invertida: un mundo donde todos caminan por voluntad,
pero nadie decide el camino. Donde la libertad es tan abundante que se torna
indistinguible de la obediencia. Donde detenerse (amar, descansar, pensar), es
el único acto verdaderamente revolucionario.
Brian Kirk (Manhattan
sin salida), dirige este gélido thriller que nos presenta a Barb (Emma Thompson), una mujer
madura que viaja a Minnesota para esparcir las cenizas de su fallecido esposo
en un lago congelado llamado Hilda, un lugar con un gran simbolismo sentimental
para ella. Durante el viaje, una tormenta de nieve hace que se desvíe y acaba
en una remota cabaña. Allí descubre que una joven, Leah (Lauren Marsden), ha sido secuestrada por
una peligrosa pareja (a quienes dan vida Judy Greer y Marc Menchaca) con una
motivación espeluznante. Al no tener cobertura telefónica ni forma algina de
pedir ayuda, Barb se ve obligada a intervenir para salvar a la joven.
Dead of Winter, que en realidad se filmó en Finlandia, combina
el clasicismo del cine de supervivencia con un trasfondo emocional más profundo
y desarrolla su acción en un paisaje helado donde la nieve parece devorar el
sonido y el tiempo. Kirk, de manera sobria, evita los excesos visuales y
apuesta por una tensión que crece a base de pequeños gestos, obligando a Emma
Thompson a realizar un exigente esfuerzo físico, entregando una interpretación
contenida y poderosa que recuerda a las heroínas anónimas del mejor cine de los
70.
Cierto que el director busca profundidad
en el paisaje nevado, pero a veces se pierde en él, a medio camino entre el
thriller y el drama introspectivo (una viuda, un lago helado, un secreto que
emerge del hielo), y comprobamos que se adentra pronto en un terreno familiar,
donde la tensión y el drama no siempre alcanzan la temperatura que prometen. Es cierto que Emma Thomson
siempre mantiene la película en pie. Su barb es una mujer quebrada, fatigada,
que encuentra en la violencia a la que se ve abocada un inesperado eco de
redención. La puesta en escena (planos largos, respiraciones con vaho y ecos de
violencia) logra momentos de desasosiego, pero también causa cierta gelidez
narrativa.
La tensión no siempre alcanza el ritmo
necesario y la metáfora del duelo termina siendo reiterativa. Es una obligación
señalar lo impresionante de la atmósfera: los paisajes blancos y el silencio
helado transmiten una sensación de soledad física y el frío induce a un estado
emocional. Pero el guión se resiente de su propia solemnidad, como si temiera
abandonar el simbolismo del duelo para abrazar plenamente el peligro. Kirk
dirige con elegancia, aunque con cierta distancia emocional, ya que todo
resulta correcto pero rara vez desgarrador. Dead
of Winter
puede dejar poso, pero no por su trama -previsible en muchos momentos-, sino
por su corrosiva melancolía, esa idea de que incluso al borde de la muerte, el
amor y la culpa siguen buscando un lugar donde descansar. Un recordatorio de
que el dolor no se diluye con el tiempo, sino que se transforma, como el agua
que se hiela sobre un lago en calma.
Es la primera vez que me
acerco a la filmografía de Mercedes Bryce Morgan y sólo porque Bone Lake pasó por algunos festivales
como el de Sitges. Ni mucho menos ha sido una decepción. La película nos
presenta a dos parejas que por error han alquilado la misma propiedad, un
caserón precioso junto a un lago, para pasar un romántico fin de semana. Claro
que esa escapada de ensueño pronto se convierte en una pesadilla donde se
mezclan el sexo, la mentira y la capacidad de supervivencia. Pronto entendemos
que nada de lo que pasa es casual.
Bone Lake es un experimento audaz que
en gran parte funciona. Fusiona elementos que elaboran un cóctel excitante y la
convierten en un divertimento juguetón y peligroso: la ilusión de un retiro
romántico se convierte en una trampa emocional y sangrienta. Morgan demuestra talento para adivinar
las expectativas del espectador: nos seduce con el componente erótico, pero
explora lo grotesco. Me gusta, por ejemplo, como se cuestiona la comunicación
de la pareja y expone la desconfianza. No es un slasher vulgar, ya que aquí se
reflexiona sobre lo que sucede cuando la vulnerabilidad te exhibe y se
convierte en un arma, cuando la seducción se utiliza para manipular y cuando la
confianza se rompe bajo la superficie de lo que parece un fin de semana
idílico.
Bryce Morgan
muestra interés por los límites entre placer y dolor, entre control y sumisión,
filmando cada escena con una sensualidad fría, como si el lago que da título a
la historia guardara algo podrido bajo su superficie paradisíaca. Lo mejor lo
encontramos en su atmósfera, en la fotografía, saturada de reflejos y sombras
húmedas, que convierte el entorno natural en una trampa. La cámara se mueve como un
testigo molesto, siempre demasiado cerca de los cuerpos, siempre consciente de
lo que oculta, hay algo hipnótico en la manera en que el guión desenmascara los
juegos de poder dentro de las relaciones, exponiendo cómo el deseo puede
tornarse en una forma brutal de dominio
Dicho esto,
no estamos ante una película redonda. Tras un crescendo psicológico impecable,
el clímax gore, aunque espectacular, se precipita hacia una violencia visceral con
un frenesí a algo torpe, con el ansia de liberar la tensión acumulada, la
tibieza de algunas escenas sexuales puede decepcionar a quien espera una
película de horror erótica más explícita. Esas decisiones restan parte del
misterio y reduce a los personajes a meros instrumentos del caos. Además, la pasividad de los
protagonistas frente a ciertas señales de peligro, me sacaron de una inmersión
total: es difícil creer que se quedaran en la casa simplemente por problemas de
pareja. Aun así, Bone Lake es un artefacto decente al que merece la pena dar
una oportunidad si te atraen las historias de tensiones psicológicas, las
dinámicas tóxicas y no te importa que, finalmente, la sangre lo inunde todo.
No es un horror puramente visceral, ni un
drama romántico sin garra: se encuentra justo en esa intersección ambigua, y lo logra aparentando ser un espejo deformante de las relaciones de pareja,
pero en realidad es una macabra competición que nos presenta a unos psicópatas
con una estudiada estrategia de manipulación, un ejercicio de tensión y deseo
que transforma la calidez de unas vacaciones románticas en un pantano emocional
donde el amor y la violencia se confunden.