Populismos, falsos profetas y discursos del odio
The Intruder, dirigida por Roger Corman en 1962 y protagonizada por William Shatner, constituye una de las obras más peculiares dentro de la filmografía del conocido como “rey de la serie B”. A diferencia de los títulos asociados su carrera -el terror gótico y la ciencia ficción de bajo presupuesto- esta película aborda con bastante sobriedad un tema de profundo calado social: el racismo institucional y la resistencia a la integración racial en el sur de Estados Unidos durante el proceso de desegregación escolar. Lejos de la explotación sensacionalista, The Intruder se erige como un drama político y moral de sorprendente vigor y modernidad.
El film narra la llegada de Adam Cramer (Shatner), un agitador racista sin escrúpulos que dice pertenecer a una organización con sede en Washington llamada Patrick Henry que llega en autobús a un pequeño pueblo sureño llamado Claxton con la misión de instigar a la población blanca contra la integración escolar ordenada por la Corte Suprema. Corman estructura la narración con una progresión casi documental, exponiendo cómo el discurso del odio penetra con facilidad en un contexto de frustración social y prejuicios arraigados.
A través de una adusta puesta en escena, dominada por el blanco y negro de la fotografía de Taylor Byars, el relato adquiere una textura casi neorrealista que contrasta con la grotesca teatralidad del protagonista. Este contraste enfatiza la peligrosa artificialidad del fanatismo: Adam Cramer aparece como un actor que manipula a su antojo a la audiencia, un demagogo desalmado cuya retórica envenena la vida de la comunidad.
Shatner ofrece la mejor y más intensa interpretación de su carrera dando oxígeno a Cramer con una mezcla inquietante de carisma y rasgos patológicos. Su personaje encarna la figura del falso profeta estadounidense, aquel que explota las inseguridades de la clase media en nombre de una pureza inexistente. Corman, por su parte, rehúye el moralismo explícito al no presentar la violencia racial como una aberración ajena, sino como producto de la sociedad dispuesta a dejarse seducir por la intolerancia.
El fracaso
comercial de The Intruder en el momento de su estreno -debido en parte a
la exhibición de una película abiertamente antirracista en 1962- contrasta con
su posterior reivindicación como una de las obras más valientes del cine
independiente estadounidense. Su vigencia resulta innegable: la representación
del discurso del odio como espectáculo público anticipa las preocupaciones
contemporáneas sobre la manipulación mediática y el populismo. Finalmente, The Intruder demuestra que, incluso
dentro de los márgenes de la producción con presupuestos míseros, el cine puede
ejercer una función loable, crítica y ética de primer orden. Y también para
esto deben servir las expresiones artísticas y culturales.













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