La ópera prima de Roman Polanski, con un guión escrito por el mismo director junto con Jerzy Skolimowski y Jakub Goldberg, es una película sorprendente por su precisión y madurez teniendo en cuenta que el director polaco, tras haber realizado ocho cortometrajes, tenía 29 años cuando se estrenó. Con apenas tres personajes, un velero y un lago como escenario, Polanski crea un thriller psicológico que se mueve entre el frenesí íntimo, la autoafirmación masculina, los juegos de poder y la amenaza.
La premisa es simple: una pareja de clase acomodada, Andrzej y Krystyna (Leon Niemczyk y Jolanta Umecka) recoge en la carretera a un joven autoestopista (Zygmunt Malanowicz) y lo invita a navegar con ellos. Lo que comienza como un acto de amabilidad pronto se convierte en un duelo sutil, donde emergen fricciones de poder, celos y deseo. El título en sí actúa como metáfora de una amenaza, primero latente y más tarde tangible.
Lo más llamativo es la manera en que Polanski utiliza el espacio cerrado del velero para intensificar el suspense dramático. La cámara se desliza por los cuerpos, los gestos y los silencios, atrapando a los personajes en una especie de prisión flotante. La historia no contiene grandes giros argumentales, pero sí una tensión sostenida en el tiempo que recuerdo a Hitchcock, aunque con un tono más áspero y realista.
La fotografía a blanco y negro de Jerzy Lipman del lago Mazurio contribuye a esa sensación de aislamiento y ambigüedad moral: la calma del paisaje contrasta con el desasosiego que los personajes van sintiendo a bordo. Por otro lado, la música de Krzysztof Komeda -colaborador habitual del director- aporta un tono de modernidad jazzística que amplifica la excitada atmósfera.
El cuchillo en el agua no fue sólo un debut prometedor, sino una obra que define muchas de las particulares obsesiones que desarrollaría posteriormente el director: el encierro, la violencia contenida, el juego de dominación y la fragilidad de las apariencias burguesas. Más que un simple thriller de un debutante, la función se convierte un retrato microscopico de cómo la convivencia puede transformarse en un campo de batalla.
Si nos fijamos en algunos detalles, Polanski convierte el velero en una jaula, un espacio reducido para acorralar a los personajes, Así, no importa que estén en un lago inmenso, ya que la cámara insiste en encuadres cerrados y claustrofóbicos. Estando atentos al personaje del autoestopista observamos que habla poco, pero su lenguaje corporal, sus posturas, sus miradas, su forma de manejar el cuchillo, funcionan casi como un lenguaje paralelo.
El cuchillo en sí actúa como un personaje simbólico, y en los momentos en que aparece en cuadro cambia la dinámica del trío. Hay un apunte evidente sobre las clases sociales hasta el punto que la lucha de clases es el punto de ignición del conflicto. Polanski utiliza de manera sugerente los reflejos en el agua con varios planos en los que vemos reflejados los rostros de los personajes o el cielo. Esa ambigüedad visual acompaña el tema de las apariencias y lo que se oculta o insinúa.
La música de jazz de Komeda no siempre
acompaña la acción, incluso a veces la contradice, como si jugara de manera
malsana con las expectativas del espectador. El cuchillo en el agua merece ser revisada para el
estudio sobre los orígenes cinematográficos de un genio que, aunque en su vida íntima
cometió algún acto execrable, las personas inteligentes deberían saber separar
la obra de la vida personal del artista por muy asquerosa que sea.
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