domingo, 31 de agosto de 2025

KUBRICK VS. LYNE, DOS ADAPTACIONES DE “LOLITA” MUY POCO MORBOSAS


   EL CONTEXTO HISTÓRICO Y LA CENSURA. Stanley Kubrick tuvo que enfrentarse al Código Hays y a la moral puritana de los años 60, sobre todo en los países anglosajones. Esta barrera le obligó a recurrir a la elipsis, la ironía y el humor negro. La película juega con la insinuación más que con la representación y el espectador tiene que imaginar lo que no puede mostrarse. De ese vacío y mi pereza surge la insatisfacción. Lyne en el año 1997 lo tuvo mejor que Kubrick en 1962, pero desaprovechó la oportunidad, los recursos, la libertad de que disponía y defraudó las ilusiones.

    EL TONO. Kubrick convierte la obra de Nabokov en una sátira cruel, en una comedia negra con un humor cáustico que ridiculiza tanto a Humbert (James Mason), como a la sociedad que lo rodea. Peter Sellers, como Quilty, es un bufón siniestro que subraya la ridiculez del deseo patente y enfermizo de Humbert por la Lolita encarnada por Sue Lyon.

    Lyne apuesta por el melodrama romántico y atmosférico. Jeremy Irons interpreta a Humbert desde la fragilidad y la melancolía, lo que genera un retrato un poco más humano que lo justifica, Dominique Swain es una Lolita menos enigmática y más víctima, aunque con una dosis de picardía adolescente.

     EL EROTISMO AUSENTE. Kubrick no podía filmar escenas explícitas. Lyne, aún pudiendo, se acobardó. Esa decisión fue desconcertante, la sensualidad y la tensión sexual es pobre, nunca supera la frontera del pudor, tal vez pensando equivocadamente, que la película se convertiría en un espectáculo explotation. El resultado es fallido, un extraño híbrido, parco en sensualidad y casto en su narrativa.

     EL ESTILO VISUAL. Kubrick opta por la sobriedad formal, la precisión geométrica y la sátira a través del encuadre. La imagen se pone al servicio del distanciamiento crítico.

     Lyne se apoya en una estética noventera, atmósfera luminosa y cargada de melancolía. Aquí se nota la mano del director especializado en dramas eróticos como 9 semanas y media y Una proposición indecente.

      IMPACTO. La Lolita de Kubrick se convirtió en un clásico por su sibilina, para mí insuficiente, capacidad para sortear la censura con cierta inteligencia. La de Lyne, en cambio, quedó más como una curiosidad frustrante, un intento de acercar la novela de Nabokov de manera fiel sin encontrar nunca el tono. El paso del tiempo puede hacerla mínimamente sugerente para revisar esa contradicción: tener más libertad y, aun así, tontamente, autocensurarse. 

     Como conclusión, apuntaré que Kubrick transformó la imposibilidad en una cierta, aunque exigua virtud, mientras que Lyne, gozando de toda la libertad, se quedó en tierra de nadie: demasiado sentimental para resultar controversial, demasiado tímido para ser provocador. Una lástima todo. 

miércoles, 27 de agosto de 2025

SIMBOLISMO, PERSONALIDAD Y ESTÉTICA DE TRAVIS BICKLE


     La figura de Travis Bickle, a quien da oxígeno Robert De Niro, no puede entenderse únicamente como un individuo trastornado, también es el reflejo distorsionado de una época concreta. Taxi Driver, la obra maestra de Martin Scorsese de 1976 con un guión escrito por Paul Schrader, surge en la Nueva York de mediados de los 70, un paisaje urbano marcado por la criminalidad, la crisis económica, la corrupción política y una potencial sensación de decadencia moral.

Simbolismo

    El trauma de Vietnam. Travis es un veterano de la guerra, y aunque el guión nunca lo explicita en términos clínicos, su insomnio, aislamiento y tendencia a la violencia encajan con lo que hoy se diagnosticaría como estrés postraumático. Representa a miles de jóvenes que regresaron del frente sin una terapia ni ayuda, desplazados y desubicados en un país que no quería recordar el desastroso conflicto. En el cine de los 70, este arquetipo del excombatiente desconectado se nos presenta en títulos como El ex-preso de Corea (1977) El cazador (1978) o El regreso (1978), pero Travis es tal vez el ejemplo más extremo, un hombre decidido a canalizar su trauma y soledad hacia la purga violenta de la sociedad civil.

    Desconfianza en las instituciones. En los años 70, tras la vergüenza del Watergate y la caída de Richard Nixon, Estados Unidos vivía una profunda crisis de fe en la política y en el poder. Travis encarna esa desconfianza: desprecia a los políticos y asume que el Estado no puede limpiar la escoria de las calles. Es por esto que se decide a tomar el rol de “vigilante” solitario, un justiciero urbano que nace de la percepción de abandono institucional.

   La ciudad como infierno. Nueva York en Taxi Driver se presenta como un purgatorio: calles rebosantes de basura, prostitución y crimen. Es un escenario que simboliza la sensación de declive cultural de los años setenta. Travis la percibe como una apestosa cloaca que necesita ser barrida por una lluvia catártica. Su cruzada personal adquiere así una dimensión simbólica: no sólo quiere redimirse a sí mismo, sino purificar una sociedad enferma.

      El antihéroe del Nuevo Hollywood. En el contexto del cine de aquella década, Travis es hermano de otros antihéroes ambiguos que cuestionan la frontera entre el bien y el mal, entre la ley y la justicia personal. Pero Travis lleva ese dilema al extremo, pues no es sólo un antihéroe, también un héroe involuntario, ya que la prensa lo consagra tras la masacre purificadora, por muy delirantes que fueran sus motivaciones. Esa ironía final refleja la incapacidad de la sociedad para distinguir entre justicia y violencia irracional. Travis es el producto de un tiempo convulso y un estado de ánimo general, un hombre que encarna el malestar post-Vietnam, el desengaño personal y la desilusión política, el miedo a la degradación urbana, la alienación y la fascinación por el justiciero solitario. Como símbolo del cine de los 70, su figura condensa la desconfianza en el sueño americano y la certeza de que la violencia late bajo la superficie de la vida cotidiana.

 Personalidad

     Travis es un exmarine de 26 años que carga con las secuelas invisibles de la Guerra de Vietnam. Su carácter está marcado por la confusión y el aislamiento: aunque muestra cierto empeño, no logra encontrar su lugar en la vida civil, y su desconexión con quienes le rodean lo convierte en un observador distante y deprimido de la vida neoyorquina. Se siente extranjero en su propia ciudad. Su diario interior -ese monólogo íntimo que escuchamos con una voz en off- muestra un hombre obsesionado con la degeneración moral, con una visión del mundo reducida a categorías de podredumbre y pureza.

     Aunque su fragilidad es evidente (no sabe relacionarse, es torpe en el trato social e incapaz de leer códigos mínimos de comunicación), bajo esa superficie emerge una violencia latente. Su moral es rígida y a la vez difusa: repudia la prostitución, las drogas y la corrupción, pero su método para acabar con todo eso es la aniquilación. El sentido de su misión está teñido de delirios mesiánicos, por una convicción de que él, solo y armado, se basta para redimir a una ciudad que percibe como un infierno.

     Estética

     Scorsese y Schrader moldean a Travis como un personaje visualmente icónico e imitado hasta la náusea. En la primera parte le vemos vestido de manera anodina: cazadora estilo bomber de color militar, camisas sencillas, pantalones vaqueros, botas de cowboy y un conjunto de chaqueta, pantalón y corbata cuando invita a Betsy a un sórdido cine que proyectan películas X en una cita que termina pronto de manera nefasta. Ropa que no resalta, pero que evidencia su vínculo con un pasado marcial y su deseo de disciplina. Su cuerpo es delgado, fibroso, nervioso; su andar transmite cierta rigidez, como si cada movimiento le costara más de lo debido. El sudor, el insomnio, las tazas de café, los cines porno a los que asiste: todo en él destila desvelo, dejadez, suciedad.

    En el segundo tramo de la película, cuando decide actuar, su estética se radicaliza, utiliza la chaqueta militar M-65 (conocida como “la Chaqueta de la Soledad”), se afeita la cabeza haciéndose un “mohawk” improvisado, marcando su paso de ciudadano asqueado y vigilante obsesionado. Ese gesto de afeitarse el cabello lo transforma en un guerrero urbano, en un kamikaze dispuesto a inmolarse en nombre de la cruzada moral. La chaqueta militar se complementa con armas ocultas, ingeniosos mecanismos de defensa caseros y una mirada cada vez más fija, febril, de depredador al acecho.

    En conjunto, Travis Bickle es un personaje que combina la fragilidad social con una previsible brutalidad. Su estética, a medio camino entre lo vulgar y lo marcial, refleja su carácter fragmentado, un hombre perdido entre la multitud, pero convencido de ser el elegido. Taxi Driver convierte esa contradicción en imagen inolvidable: el taxi como confesionario rodante, los monólogos febriles como espejo de la erosionada mente de Travis, y el rostro de Robert De Niro oscilando entre el vacío y la furia contenida.

domingo, 24 de agosto de 2025

“EL CUCHILLO EN EL AGUA” (Roman Polanski, 1962)

 

    La ópera prima de Roman Polanski, con un guión escrito por el mismo director junto con Jerzy Skolimowski y Jakub Goldberg, es una película sorprendente por su precisión y madurez teniendo en cuenta que el director polaco, tras haber realizado ocho cortometrajes, tenía 29 años cuando se estrenó. Con apenas tres personajes, un velero y un lago como escenario, Polanski crea un thriller psicológico que se mueve entre el frenesí íntimo, la autoafirmación masculina, los juegos de poder y la amenaza.

  La premisa es simple: una pareja de clase acomodada, Andrzej y Krystyna (Leon Niemczyk y Jolanta Umecka) recoge en la carretera a un joven autoestopista (Zygmunt Malanowicz) y lo invita a navegar con ellos. Lo que comienza como un acto de amabilidad pronto se convierte en un duelo sutil, donde emergen fricciones de poder, celos y deseo. El título en sí actúa como metáfora de una amenaza, primero latente y más tarde tangible.

   Lo más llamativo es la manera en que Polanski utiliza el espacio cerrado del velero para intensificar el suspense dramático. La cámara se desliza por los cuerpos, los gestos y los silencios, atrapando a los personajes en una especie de prisión flotante. La historia no contiene grandes giros argumentales, pero sí una tensión sostenida en el tiempo que recuerdo a Hitchcock, aunque con un tono más áspero y realista.

   La fotografía a blanco y negro de Jerzy Lipman del lago Mazurio contribuye a esa sensación de aislamiento y ambigüedad moral: la calma del paisaje contrasta con el desasosiego que los personajes van sintiendo a bordo. Por otro lado, la música de Krzysztof Komeda -colaborador habitual del director- aporta un tono de modernidad jazzística que amplifica la excitada atmósfera.

  El cuchillo en el agua no fue sólo un debut prometedor, sino una obra que define muchas de las particulares obsesiones que desarrollaría posteriormente el director: el encierro, la violencia contenida, el juego de dominación y la fragilidad de las apariencias burguesas. Más que un simple thriller de un debutante, la función se convierte un retrato microscopico de cómo la convivencia puede transformarse en un campo de batalla.

   Si nos fijamos en algunos detalles, Polanski convierte el velero en una jaula, un espacio reducido para acorralar a los personajes, Así, no importa que estén en un lago inmenso, ya que la cámara insiste en encuadres cerrados y claustrofóbicos. Estando atentos al personaje del autoestopista observamos que habla poco, pero su lenguaje corporal, sus posturas, sus miradas, su forma de manejar el cuchillo, funcionan casi como un lenguaje paralelo.

   El cuchillo en sí actúa como un personaje simbólico, y en los momentos en que aparece en cuadro cambia la dinámica del trío. Hay un apunte evidente sobre las clases sociales hasta el punto que la lucha de clases es el punto de ignición del conflicto. Polanski utiliza de manera sugerente los reflejos en el agua con varios planos en los que vemos reflejados los rostros de los personajes o el cielo. Esa ambigüedad visual acompaña el tema de las apariencias y lo que se oculta o insinúa.

     La música de jazz de Komeda no siempre acompaña la acción, incluso a veces la contradice, como si jugara de manera malsana con las expectativas del espectador. El cuchillo en el agua merece ser revisada para el estudio sobre los orígenes cinematográficos de un genio que, aunque en su vida íntima cometió algún acto execrable, las personas inteligentes deberían saber separar la obra de la vida personal del artista por muy asquerosa que sea.

viernes, 22 de agosto de 2025

BO DEREK, UN ICONO ERÓTICO ENCAPSULADO EN EL TIEMPO

 

   Bo Derek irrumpió en la cultura popular a finales de los 70 y principios de los 80 de una manera muy singular, convirtiéndose en un icono erótico de su tiempo, una sex symbol que alimentó las fantasías sexuales y prácticas onanistas de una generación de cinéfilos y mitómanos que vieron en ella la definición de un nuevo estándar de belleza y el deseo de transición de los 70 a los 80, influyendo tanto en el lenguaje popular como en el marketing, la moda y el cine.

    Bo Derek, nacida en 1956 como Mary Cathleen Collins en Long Beach, California, comenzó su carrera profesional como modelo en California. Su vida cambió cuando conoció al actor y director John Derek (mucho mayor que ella), quien la convirtió en su musa y posteriormente en su esposa. Fue él quien impulsó su carrera. En 1979 obtiene un papel relativamente breve en la comedia romántica 10, la mujer perfecta, a las órdenes de Blake Edwards y protagonizada por Dudley Moore, pero esa aparición la catapulta a la fama mundial. ¿El motivo? La famosa escena en la que corre por la playa con un bikini de color piel, con trenzas adornadas con cuentas doradas y una sensualidad tan fresca y desbordante que la convierte automáticamente en un símbolo visual del deseo masculino de finales de los 70.

    Convertida en símbolo sexual de la era post-70, una época en que la revolución sexual ya había roto tabúes, Bo Derek representó una sexualidad chispeante, natural y playera, distinta a la sofisticación de estrellas como Raquel Welch o la agresividad de Jane Fonda en la década setentera. Su papel en la película de Edwards consolidó la idea cultural del “10” como sinónimo de belleza física ideal, algo que se popularizó en revistas, programas de televisión y hasta en el lenguaje cotidiano.

    La iconografía visual con la imagen de Bo con las trenzas y el bikini se convirtió en un póster masivo y en referencia constante en series, caricaturas y parodias como la que se vio en Los Simpsons. La actriz y modelo ya había tenido un papel en la película de aventuras Orca, la ballena asesina (1977) y posteriormente protagonizó otros títulos con John Derek como director, Tarzán, el hombre mono (1981) y Bolero (1984), cintas muy flojas que buscaron capitalizar su atractivo erótico, pero que forman parte del auge del cine erótico mainstream de los 80.  

   Bo Derek ayudó a consolidar la figura de la “California girl” como fantasía erótica global. Bronceada, rubia, atlética, asociada al verano y a la libertad sexual. Aunque 10, la mujer perfecta la convirtió en un mito, gran parte de su fama se apoyaba en una sola escena (tal vez dos si contamos el trote a caballo de Bolero), las trenzas y la carrera en la playa. Nunca logró diversificar demasiado ese sello personal, aunque otras películas intentaron explotarla como símbolo erótico sin tanto éxito, lo que fue desgastando su rápido ascenso, y ya asomaban en el horizonte otras figuras más audaces y multifacéticas como Madonna que iban a marcar la pauta de los nuevos tiempos.

   Bo Derek nunca desarrolló una carrera interpretativa sólida ni una identidad artística propia más allá del molde de “diosa erótica”, Eso hizo que, con el paso del tiempo, la cultura pop la recordara más como un símbolo de una época que como una figura inmanente. En ese sentido, Bo Derek es como un icono encapsulado en una postal de finales de los 70, más que una estrella de larga y duradera estela. Sí, su estrellato fue fulgurante y breve, pero su imagen sigue viva gracias al concepto “10” como equivalente a perfección física y sexual para describir a alguien increíblemente atractivo, y eso resulta en parte fascinante porque muestra cómo una idea cultural puede sobrevivir más que la propia carrera de la actriz.