La huella indeleble de los amores adolescentes
“MORLAIX” êêê
DIRECTOR: Jaime Rosales.
INTÉRPRETES: Aminthe Audiard,
Samuel Kircher, Melanié Thierry, Jeanne Trinité, Álex Brendemühl.
GÉNERO: / DURACIÓN: 124 minutos / PAÍS: Francia / AÑO: 2025
He confesado en alguna ocasión que las dos películas que más me gustan de Jaime Rosales son Las horas del día y Petra, pero he de reconocer que me costado mucho digerir algunas de sus obras, sería el caso de La soledad, Tiro en la cabeza y Girasoles silvestres, que dejaron poco poso en mi saturada memoria cinéfila. Aún así, es un director interesante con un universo propio a veces fascinante en el que, eso sí, se advierten influencias claramente identificables.
En Morlaix (título que hace referencia a una localidad francesa) nos presenta a Gwen (Aminthe Audiard) una joven estudiante de secundaria que, tras la muerte de su madre, pasa el tiempo con su grupo de amigos, incluido su novio Thomas, un aprendiz de panadero. Cuando Jean-Luc (Samuel Kircher) se instala en Morlaix, Gwen no le oculta su problema, como si tuviera ante sí una cuestión decisiva en su vida. Un día, descubre en el cine una película que parece inspirada en su vida.
Morlaix es un film de tono lánguido y a la vez firme, un canto a la adolescencia como lugar de pérdida, misterio y deseo. En su obra más intimista hasta la fecha, narra una historia evocadora haciendo uso de un amplio abanico de recursos visuales y sensoriales que se sitúan a medio camino entre el diario personal y el cine de arte y ensayo con una clara influencia de Eric Rohmer. Gwen, una adolescente marcada por la muerte de su madre, deambula por la pequeña localidad bretona de Morlaix cuya vida cotidiana por momentos le resulta asfixiante. Su encuentro con Jean-Luc, un joven parisino que llega al pueblo, no va a desencadenar un romance convencional, sino una sintonía emocional llena de vacíos, miradas suspendidas y silencios que relatan más que las palabras. No asistiremos a un drama solemne, pero sí a una tristeza que cala los huesos y el alma, como el paisaje circundante.
Rosales edifica su película como si fuera un collage o un cuaderno de apuntes. Alternando el blanco y negro y el color, el formato 35 mm con el 16 mm y el digital, además de multitud de fotos fijas, texturas y tonos que utiliza con absoluta libertad, tal vez para encontrar en la forma una resonancia con el estado anímico de los personajes. La ficción y la realidad se entrecruzan y el cine se pliega y desdobla sobre sí mismo: hay una película dentro de una película, actores que interpretan a los protagonistas en su etapa adulta y viñetas que parecen recuerdos o sueños. Un ejercicio metacinematográfico transfigurado en un sinuoso y frágil ejercicio de estilo.
Esta estructura puede parecer desconcertante, pero Rosales muestra que su confianza en el espectador es total que entenderán que aquí lo esencial no es comprender sino sentir. Mas que una historia de amor (hay personas que tienen más miedo al amor que a la muerte), Morlaix es una meditación sobre esta etapa de la vida en que todo parece a punto de comenzar y de finalizar al mismo tiempo. El amor adolescente se muestra como un impulso puro, pero inevitablemente trágico, destinado a evaporarse antes de que se llegue a comprender plenamente. El duelo está presente, pero tratado sin aspavientos. La madre ausente ha dejado un vacío que afecta cada gesto de Gwen. Y el paso del tiempo (sugerido más que mostrado) nos recuerda que nada permaneces: ni la belleza, ni la gente, ni el deseo, ni siquiera el propio relato.
Aminthe Audiard logra un retrato delicado de Gwen, sostenido con sus miradas, su caminar, su manera de observar el mundo, transmitiendo una densidad emocional que no necesita subrayados. A su lado, Samuel Kircher como Jean-Luc, aporta una energía ambigua, entre la arrogancia juvenil y una ternura que nunca termina de mostrar completamente. Los actores adultos que dan vida a los personajes en otro tiempo no sirven como resolución de ningún misterio, sino para mostrar su eco, su madurez teñida de nostalgia y lo efímero de la existencia.
En Morlaix no hay giros de guión, ni catarsis, ni respuestas nítidas, y así deben de ser las películas con pretensiones poéticas sobre el amor y la pérdida, está la sensibilidad de quien mira el mundo con asombro y tristeza. El viaducto de Morlaix es un espacio de tránsito que actúa como metáfora perfecta de la juventud, una etapa que no tiene fin en sí misma, sino que sólo se justifica por su tránsito y nos recuerda que lo único sólido es aquello que se construye sobre el abismo. Jaime Rosales firma tal vez su obra más libre y radical, un film construido con el mismo material que los recuerdos: con fragmentos, destellos y tiempos superpuestos.
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