El 7 de marzo de 1999 los
incansables teletipos escupían la noticia al mundo: había muerto Stanley
Kubrick, uno de los últimos genios vivos del llamado Séptimo Arte. La
noticia, por inesperada, dejó consternados a todos los que, de un modo u otro,
sentimos que parte de nuestra personalidad se fraguó bajo el preciado y
precioso estigma cinematográfico. Kubrick es ya un mito, lo fue en vida, de la
cual hizo siempre un misterio impenetrable, de él se cuentan mil y una
anécdotas, y casi todas ellas tienen que ver con la meticulosidad enfermiza con
que afrontaba sus trabajos. Los que han trabajado a sus órdenes se quejan de
los abusos a que los sometía en su búsqueda obsesiva de la perfección, que
acabó dotando, como apuntó Jack Nicholson, de una nueva dimensión a la palabra
“puntilloso”, e incluso como declaró Malcolm McDowell: “su calidad humana nunca
estuvo a la altura de su talento”. Además de su metódico sistema de trabajo, de
sus manías en todo lo que concierne al rodaje de un film, sabemos también que
era una persona muy aprensiva, un hipocondriaco con un miedo bárbaro a lo
desconocido, a ese agujero negro que se abre después de la muerte, por lo que
se negaba a viajar en avión, debido a las escasas posibilidades que existen de
sobrevivir a un accidente. Moverse en automóvil tampoco es que le entusiasmara,
pero su chófer sabía que, con el director neoyorquino a bordo, la velocidad
máxima no debía exceder de 50 km/h. Desde principios de los sesenta
-concretamente desde el rodaje de Lolita (1962)- vivía recluido en Gran
Bretaña, acompañado de su mujer y sus tres hijas habitaba una mansión al norte
de Londres, su vida familiar, si hacemos caso de lo que dice su tercera mujer,
Christiane, era ascética, relajada y sencilla, pues sus mayores excentricidades
eran jugar al ajedrez y sentarse a escuchar música clásica. A sus 70 años murió
dejándonos sólo 13 películas, un testamento fílmico reducido pero incomparable
del que muy pocos pueden presumir.
Sinopsis: el esclavo Espartaco (Kirk
Douglas) logra huir de su humillante confinamiento en donde era obligado a
luchar a muerte contra otros esclavos por el general romano Marco Crasso
(Laurence Olivier). Tras ponerse al frente de un ejército de esclavos y derrotar
a los romanos se refugia en las montañas, allí se le unen la esclava Varinia
(Jean Simmons) y Antonino (Tony Curtis) un esclavo disidente de Crasso. Su idea
de abandonar Italia es abortada por el terrible jefe romano, que anhela llegar
a lo más alto del poder. Con Espartaco abatido y su ejército masacrado, Crasso
obliga a Antonino y a Espartaco a enfrentarse en una lucha mortal, y Espartaco
mata a su fiel amigo siendo él al final crucificado. En el umbral de la muerte,
su última mirada será para su mujer y su hijo que, liberados, se alejan de
Roma.
Con un extraordinario libreto escrito por
el guionista de izquierdas Dalton Trumbo -incluido en la “blacklisted”
del inquisitorial senador McCarthy y su tristemente famosa caza de brujas- la
insurrección del esclavo Espartaco se nos presenta a la vez como gran
espectáculo hollywoodiense y película de compromiso ético, nítida en su mensaje
contra la opresión y la tiranía. Rodada parcialmente en nuestro país,
representa el último trabajo de Kubrick con Kirk Douglas, quien declaró
“Kubrick es un cabrón con talento”, poniendo así fin a su relación profesional,
también personal con el cineasta. El rodaje, ni que decir tiene, fue largo y
tortuoso. El film lo comienza Anthony Mann -hay quien piensa que las mejores
secuencias fueron rodadas por él- pero las desavenencias hicieron que Douglas,
que además de protagonista era el productor de la cinta, le pusiera de patitas
en la calle. El que en algún momento el director de El Resplandor
renegara de ella se debe a que, como él mismo confesó, jamás tuviera el control
absoluto del film, fue, desde luego, el único trabajo en que, a la fuerza
ahorcan, se permitiría ese lujo. Espartaco, que irrumpió como una nueva
puesta de largo del peplum, un género al que, salvo contadísimas
excepciones, nunca le he dedicado mis mejores atenciones, tuvo un presupuesto
de 12 millones de dólares, recaudando la excelente cifra de 20 millones en dos
años, alzándose con cuatro estatuillas y contando con un reparto de primera
fila.
El guión adapta la novela homónima de
Howard Fast, un militante comunista que acabaría convirtiéndose en apóstata y
que en primera instancia se encargó de elaborar el guión, con un tratamiento
tan pésimo que a Douglas le pareció inadaptable. Posteriormente le sería
encargado a Trumbo que, a pesar de ocupar un puesto destacado en la siniestra
“lista negra”, seguía activo utilizando múltiples seudónimos. La singular
conjunción de escritor y guionista unidos por una misma doctrina política
enfatizó el carácter marxista de la historia y los personajes, a Kubrick eso le
daba igual, pues ni mucho menos le entusiasmaba el trabajo de Trumbo, y todavía
menos le gustaba el final, en el que nuestro héroe mata con la espada a
Antonino para evitarle el sufrimiento inhumano de la crucifixión, mientras él
se eleva al altar de la inmortalidad envuelto en un halo de sacrificio heroico.
Estamos ante la primera y colosal superproducción de un Kubrick con 32 años,
inexperiencia que se nota en las no demasiado logradas escenas de movimientos
de masas y, sobre todo, en la batalla final, que probablemente rodadas bajo el
influjo proletario de los maestros rusos -muy dados en esta cuestión a la
rigidez militarista- queda ahogada en su medida planificación por la
composición de excesivos planos generales, ignorando los punteos de los
detalles y sin entrar en el fragor cercano de la contienda. Mucho más
interesante son las escenas de interiores y el cruce de relaciones
interpersonales que van a ir abonando el camino aciago de nuestro trágico
adalid. Con todo, Espartaco es un film ejemplar, donde la lucha del
esclavo rebelde contra los poderosos romanos le confiere una épica
trascendencia, un oscuro y hasta enfermizo romanticismo. A destacar el
tratamiento musical fatalista a cargo de Alex North, la exquisita luz de
Russell Metty, Charles Laughton como el sardónico Graco y Laurence Olivier como
el brutal fascista Crasso. Ah, jueguen ustedes a adivinar si algunos de los
miembros de las centurias romanas llevan relojes de pulsera, cuentan que, tanto
en Quo Vadis? como aquí, los fallos de raccord (este tipo
de error, bastante frecuente en el cine, se denomina anacronismo) son
importantes.
Pues los planos generales de la batalla final me parecen muy consecuentes con el ideario de Kubrick, que pretendía filmar desde un helicóptero las secuencias bélicas de su proyecto fallido "Napoleón". En cuanto a las escenas del aprendizaje en la escuela de gladiadores, se parecen mucho a las de entrenamiento de "La chaqueta metálica" y sirven a un tema muy querido por el maestro: la preparación de una maquinaria perfecta que acaba volviéndose contra sus creadores.
ResponderEliminarUn abrazo y Felices Fiestas.
El problema es que filmando de esa manera, con tantos planos generales y prácticamente ignorando el "cuerpo a cuerpo" se restaba fisicidad a la batalla final impregnando de cloroformo a la acción. Está muy bien rodada, lo que me gusta menos es la opción elegida.
ResponderEliminarUn abrazo.