"ORO"êêê
Dirigida por Agustín Díaz Yanes (que llevaba ocho años sin situarse detrás de la cámara) y basada en un relato corto inédito de Arturo Pérez Reverte e inspirada en la expedición de los conquistadores Lope de Aguirre y Vasco Núñez de Balboa, Oro nos sitúa en 1538 siguiendo a un grupo de treinta hombres y dos mujeres en plena selva amazónica en la búsqueda de El Dorado, ciudad que creían construida completamente de ese preciado (y vil) metal, y así conseguir riquezas, fama y la gloria de la inmortalidad.
El vasco Iturbe le pregunta a
Martín Dávila (émulo del extremeño Núñez de Balboa):
-¿Tú de dónde eres?
-De Extremadura.
-Mala tierra, mala gente.
Dejando aparte la licencia cinematográfica
de tan gratuito diálogo y la impresión negativa que mucha gente tiene de los
expedicionarios que se lanzaron a la búsqueda de El Dorado, la interpretación
más correcta sería “Extremadura, una tierra dura, de gente dura”. Por el
contrario, y como extremeño, los conquistadores siempre han estado envueltos
para mí por el aura de los héroes valientes. Con un ajustado presupuesto de 8
millones de euros y cierto tono teatral, Agustín Díaz Yanes nos relata un
pequeño pasaje de la gran aventura a lo largo y ancho de la selva amazónica de
unos hombres alucinados que, empujados por la ambición, la gloria y el poder, conquistaron un Nuevo Mundo.
La épica del relato, impregnado
de sangre y barro, rebosa cainismo, deslealtad, conspiraciones, traiciones,
infidelidades y violencia cruda que Yanes camufla en demasiadas ocasiones con
la anestesia del fuera de campo. Con una magnífica música a cargo de Javier
Limón, una viscosa iluminación de Paco Femenía y sin nada que objetar al
trabajo de los intérpretes, entre los que sobresale Raúl Arévalo dando oxígeno
al conquistador extremeño y la bella Bárbara Lennie, la función, en ocasiones reiterativa en sus recursos narrativos y
visuales, te asfixia hurgando en los bajos instintos humanos, el progresivo
deterioro de la ética y la moral, de los sentimientos y las lealtades, un sucio
y brutal microcosmos en donde la palabra de Dios se impone como una quimera tan
lejana e inaccesible como el sueño de El Dorado. Al final, la mirada cansada de
Núñez de Balboa clavando el estandarte en el Mar del Sur, que posteriormente
Magallanes rebautizaría como Océano Pacífico por sus aguas serenas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario