Nada da más miedo que el ser humano en
su desnuda verdad
“EL BAR” êêê
El día de la bestia (1995) forma parte de mi lista de películas que me
llevaría a una isla desierta. Es más, si yo fuera director de cine y hubiera
rodado esta película me sentiría plenamente satisfecho y podría dar mi carrera
por amortizada. Pero Alex de la Iglesia,
que en los últimos tiempos se nos muestra como un realizador prolífico
estrenando casi una película por año, cuenta ya con una extensa filmografía en
la que alterna aciertos indiscutibles (La comunidad) con erráticos
artefactos (Mi gran noche). En lo que todos estaremos de acuerdo es que
jamás ha vuelto a rayar a la altura que lo hizo en su segundo largometraje, una
película que ayudó a desencorsetar el cine español, con frecuencia tan pedante
y ombliguista, elevando a obra de arte una película que bautizada crípticamente
como “comedia satánica”, y a pesar de su tono costumbrista, obtuvo el
suficiente eco más allá de nuestras fronteras.
Desde entonces mi fidelidad a Álex de la
Iglesia es absoluta e inquebrantable. Su nueva y minimalista apuesta lleva por
título El bar y sitúa la acción a las nueve de la mañana en un bar
céntrico de Madrid, en donde un grupo de personas de lo más dispar se encuentra
desayunando. Entre ellos está Elena
(Blanca Suárez) una pija que tiene una cita con un chico, Nacho (Mario Casas) un publicista con pintas de hipster, Trini (Carmen Machi) una señora adicta
a las tragaperras, Israel (Jaime
Ordóñez) un chiflado vagabundo que ayuda al párroco de la iglesia, y la dueña
del bar, Amparo (Terele Pávez) y el
camarero, Sátur (Secun de la Rosa). Parece
un día cualquiera. Hasta que uno de los clientes al salir del bar es abatido de
un disparo en la cabeza. Nadie más se atreve a salir. Están Atrapados.
Se hace difícil encontrar un
microcosmos más castizo y reconocible que un bar típicamente español, en este
entorno con olor a fritanga y el suelo lleno de cáscaras de avellanas y huesos
de aceituna, se cita una fauna variopinta que, ya sean clientes habituales o de
paso, puede ser representativa de nuestra sociedad, un lugar ideal para jugar
al cluedo si dentro de sus paredes se cometiera un misterioso asesinato. Pero a
diferencia de Los crímenes de Oxford, por ejemplo, lo que menos le importa al director son los asesinatos y las ocultas motivaciones de quienes están disparando a
todo aquel que pone un pie fuera del bar, cuestión que se impone como MacGuffin
para desarrollar lo que verdaderamente le interesa: nuestra respuesta ante
situaciones de alta tensión y de dificultades extremas, y reflejar cómo
el miedo hace brotar lo peor de nosotros mismos, nuestro visceral egoísmo y
vesania, los prejuicios y juicios de valor, el instinto de supervivencia y el
sálvese quien pueda.
De la Iglesia
no dedica mucho tiempo al perfil de los personajes, ¿para qué? Cuatro pinceladas
son más que suficientes para definir de manera eficaz al arquetípico y
heterogéneo grupo. Quien demande algún tipo de empatía o afinidad con los
personajes debe buscar otra apuesta en la cartelera, preferiblemente un
melodrama. Porque lo que aquí se traga una pestilente cloaca es el concepto de lo políticamente correcto, las miserias cotidianas que nos asisten y
las mentiras con las que nos engañamos todos los días para sobrevivir, para
sentirnos integrados en cualquier comunidad de mierda que, en cualquier caso,
siempre conspira a nuestras espaldas.
Como ejercicio multirreferencial
podemos escuchar los ecos de El ángel exterminador de Buñuel, La
Cabina de Mercero, Última llamada de Joel Schumacher, La
niebla de Stephen King… Pero El Bar tiene el sello propio que le
confiere la típica e infernal locura ibérica, esa escandalera que nos obliga a
mirarnos ante el espejo que nos devuelve la imagen nada deformada de cómo somos
realmente. Porque si América no es un país, sino un gran negocio, España es un
enorme patio de vecinos en donde el “mal vajío”, como el que sufre el tipo
obeso que entra en el lavabo del bar y pondrá al grupo en alerta sobre lo que
puede estar sucediendo, te puede sorprender en cualquier momento. Fábula hiperbólica y extenuante, la última
criatura del director bilbaíno, hace gala de un buen nivel técnico y unas
correctas interpretaciones entre las que sobresale Jaime Ordóñez dando oxígeno
a un indigente desastrado y maloliente, una especie de sucio y desaliñado predicador
callejero que se nos muestra como el más clarividente sobre los designios de la
condición humana, sus mentiras y la falsa moral. Nada da más miedo
que el ser humano en su desnuda verdad. ¡Que suene el Himno de la Alegría!
Como en sus mejores películas, integra hábilmente comedia negra y reflexión sobre la condición humana, momentos hilarantes con otros de puro terror.
ResponderEliminarUn abrazo.
Así es, no llega a la brillantez de "El día de la bestia" ni de "La comunidad" (que por cierto es un plagio camuflado de la magistral "El quimérico inquilino" de Polanski) pero raya muy por encima de sus últimas películas.
ResponderEliminarUn abrazo.