lunes, 7 de noviembre de 2016

VAMPYRES (Víctor Matellano, 2015)

     
       
     Remake de Las hijas de Drácula (José Ramón Larraz, 1974) olvidado film de culto rebosante de un erotismo morboso y con el encanto de las películas realizadas con muchas ganas, oficio y pocos medios. De aquella producción británica firmada por Larraz, especialista en cine softcore y terror serie B, Víctor Matellano nos ofrece esta reinterpretación que lleva el título de Vampyres (que en realidad era el título original de aquella). La trama nos presenta a dos vampiras (Marta Flich y Almudena León), que habitan en un oscuro caserón y atraen a los hombres para ofrecerles sexo que desembocan en baños de sangre. Hasta allí llegan unos jóvenes excursionistas con ganas de fiestas y un hombre joven que oculta un oscuro pasado.


       Vampyres se impone como un homenaje póstumo a José Ramón Larraz, ya que la muerte sorprendió al veterano director en 2013 cuando estaba preparando junto a Matellano este proyecto. Pero al mismo tiempo es una sentida reivindicación al género y a una forma de hacer cine a través de algunos de sus míticos intérpretes como Caroline Munro, Conrado San Martín y Antonio Mayans. La función intenta ser fiel a la premisa argumental del film seminal tomándose ciertas licencias, y aunque el escenario elegido por Matellano carece de la suntuosidad que presidía la mansión de Las hijas de Drácula, ni mucho menos está exenta de un cierto tono climático que imprime fascinación a la historia de esas dos vampiras bellísimas tan sedientas de sangre como de sexo.

       
     Ni el guión del propio Matellano ni la línea de diálogos tienen mucho que rascar en una película que desprovista de toda pretenciosidad y alejada de moderneces mira con nostalgia el retrovisor para buscar las esencias, el aroma y el eco de un cine perdido, de una memoria cinéfila latente en el imaginario del aficionado, que saboreará con frenesí el baño de sangre con resonancias a la condesa Bathory o la ingeniosa tortura de la lengua. Vampyres no inventa la rueda ni lo pretende, y a pesar de sus defectos, de su factura premiosa, de su lastimosa escasez de medios, se impone como un ejercicio de estilo chispeante, desprejuiciado y libérrimo, de fantasía onírica, fiebre carnal y terror lúbrico, de melancolía anclada en el tiempo como una flor muerta en el hielo.



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