Más que una costumbre se convirtió en una necesidad.
Descubrí hace tiempo que cuando me siento atormentado y los negros nubarrones
se ciernen sobre mi pajarera no existe mejor bálsamo que coger la moto y
devorar kilómetros. Se lo recomendé a Tony “el Águila”, apodado así no por su
astucia sino por su prominente arco nasal, y nadie le vio regresar. Aquella agónica
tarde, el crepúsculo apagaba el día con una suciedad inhabitual, como si la
sangre de una herida abisal cegara poco a poco la visión de una naturaleza
mortecina, como si llovieran cenizas sobre un paisaje en extinción, poblado por
seres extraños que se debaten entre un
pasado falsamente idealizado y una huida hacia delante sin saber qué camino
tomar. Mientras me acoplaba el casco y enfundaba los guantes recordé las
palabras de John Lennon: “vivimos en un
mundo donde nos escondemos para hacer el amor, mientras la violencia se
practica a plena luz del día”. Reflexión que podríamos prolongar hasta el
infinito: “Donde se quiere tanto a los
pobres que los creamos por millones. Donde
pintar un graffiti es un delito y matar un toro es un arte. Donde la forma de
vestir se valora más que la forma de pensar. Donde la pizza llega antes que la
policía. Donde el país que vela por la paz es el que más armas vende. Donde los
animales son mejores amigos que las personas, y donde no se intentan solucionar
los problemas sino convivir con ellos”.
El olor a gasolina
y la imagen sensual de la curvilínea carretera que se abría ante mis ojos, me
hizo salivar. Metí la primera y salí zumbando acompañado por la portentosa voz
de Joel Ekelöf, vocalista de los melancólicos y magistrales Soen, cuyos dos
álbumes había seleccionado para poner la banda sonora a una ruta sin un destino
marcado. Como siempre, se apoderó de mí una soledad placentera, una libertad
excitante, tan efímera como las volutas de felicidad, como el paso trashumante
de unas nubes en frenética estampida. Unos chicles de nicotina me evitan el
mono durante horas hasta que encuentro un motivo para detenerme, que casi
siempre suele ser la escasez de combustible. Sin embargo, aquel día iba a ser
distinto, una experiencia insólita. No sé en qué momento salí del extasiante
trance y me di cuenta de que el paisaje me era totalmente desconocido. Un bar
captó mi atención cuando la moto se había convertido en una solitaria y veloz
luciérnaga cruzando la noche, un tubo de neón que ponía en alerta a miles de
alimañas.
En el parking
del bar, iluminado por un gigantesco letrero en el que se leía Light &
Shadow, había aparcadas una docena de motos y un Chevrolet Mercury del 56
pintado de rojo y blanco, me invadió la sensación de que había traspasado una
línea temporal. Supe que no era así cuando al poner los pies en la tierra observé
a mi lado a una linda chica de suaves y tentadoras curvas, recostada en una
Royal Enfield que trasteaba un extraño aparato electronico mientras daba pequeños sorbos a una
botella de cerveza. De la fachada forrada de madera, como incrustadas en ella,
sobresalían una Indian Chief Vintage y una Harley Davidson Heritage Softail. Encendí
un cigarrillo y me dispuse a subir los escalones hasta la puerta de entrada del
exclusivo garito, dentro sonaban con fuerza los Grand Funk Railroad.
- Hey, forastero ¿no me invitas?
Le ofrecí la cajetilla y acercó sus manos a la
llama del Zippo. Morena, con fuego en la mirada, vestida con un escasísimo top blanco que no dejaba
nada a la imaginación y a punto de ser traspasado por unos pezones
empitonados, unos shorts vaqueros igualmente exiguos y unas botas militares, me
fijé en sus manos de largos dedos y en sus uñas ovaladas pintadas con laca
negra y coronadas por una simpática calavera blanca. En las falanges de su mano derecha tenía tatuada la palabra “Good” y en las de su mano derecha “Evil”.
Me dio las gracias y se presentó con una sonrisa chispeante.
-Hola, soy Indi.
- ¿De India? ¿De Indiana? ¿De Indianápolis?
-De Indiferente. Es broma –explotó en carcajadas dejando ver una dentadura blanca y perfectamente simétrica-, Indi de
Indira. Si tienes algo que ofrecerme puedes gozar de mi compañía, si no mis
brillantes ojos se apagarán y la noche será aún más negra.
-¿Algo como qué? ¿Un billete de un color poco usual? ¿Cómo
unos gramos de jaco? Lo siento, darling, soy inmortal porque no tengo dónde caerme muerto.
Sintiéndose
molesta hizo un mohín con los labios y un chasquido con la lengua. Del bolsillo
de una pequeña mochila de cuero sacó un fajo de billetes de cien euros sujetos
con una pinza dorada con el símbolo de la hoz y el martillo. Interesante
paradoja –pensé-. Calculé unos tres mil euros y esperé la pregunta retórica.
-¿Crees que me importa el dinero? Esa mierda hace tiempo que
dejó de preocuparme, estoy cubierta de por vida. Tal vez a ti sí te interese.
Mi desgracia es que tengo debilidad por los muertos de hambre, por la periferia
humana, por el garrafón. Lo que busco en ti son sensaciones que ya no
pertenecen a este mundo.
-Vaya, gracias. Si no me marcho, tu sutil sagacidad acabará
convirtiéndome en víctima de alguna situación explosiva, de una dolorosa
ilusión. Por qué no entramos y vemos como está el ambiente.
-Dentro no hay nadie, la casa es un falso bar de mi propiedad,
como las motos y el Chevy. Me gusta la magia, la ficción, la fantasía.
-Ya, y tu pasatiempo favorito es esperar aquí fuera al
primero que se detenga. deja que adivine ¿eres tal vez el goloso reclamo que me abre la puerta del matadero? ¿Llevas en las botas alguna navaja trapera? ¿Una
jeringuilla con cloruro potásico? Dime ¿dónde está el truco?
-Nada es casual. He sido yo quien te ha guiado hasta aquí. Sólo
soy la musa elegida para tu sueño, creada a imagen y semejanza de tu capricho. Si
entras conmigo por esa puerta, el sueño nunca se evaporará. Es tu premio por no
haber vendido tu alma a los mercaderes de sombras, por no haber traicionado a
nadie a cambio de haciendas y fortuna, ni siquiera por un ideal. Te mereces la
luz eterna.
El paisaje
parecía ahora suspendido en un limbo radiante. Vi claro mi destino. Entrecruzamos
las manos, observé sus glúteos desbordando los minúsculos shorts, la tensión de
la carne en sus piernas y al atravesar la puerta se me hizo imposible contener
la erección. Como Tony “el Águila”, no regresé jamás.
Muy buen relato. Claro que las chicas y las motos son muy inspiradoras.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bueno, son ejercicios que realizo en un taller literario, yo me encargo de la crítica de cine y otros de los relatos y la poesía. Como tengo una colección, iré subiendo uno cada mes. El verano es buena época para la lectura y las ínfulas literarias. Humildemente, claro. Estoy de acuerdo, sin chicas no hay inspiración, y como soy motero y un gran aficionado, las motos también ayudan.
ResponderEliminarUn abrazo.