Aborrecía la fama, echaba pestes de su profesión, de la que
sólo le gustaba el dinero. Vivía desde hacía tiempo recluido, apartado del
mundo en su casa de California o en su atolón Tetiaroa, en las islas de Tahití.
La mole de 150 kilos en que se había convertido le provocaba problemas
cardíacos y respiratorios, una obesidad incontenible que apenas le permitía
caminar. Las heridas del alma, esas cuchilladas profundas que asesta la vida
sin compasión, le dejaron en la ruina y anímicamente desfondado; un cadáver con
permiso en un cerco de soledad.
Fue en 1990
cuando se gastó una fortuna en la defensa de su hijo Christian, condenado a 10
años de cárcel por el asesinato del novio de su hermanastra Cheyenne. Cinco
años más tarde, Cheyenne se suicidó. El mito bajó la guardia, ya nada volvería
a ser lo mismo. Se le recuerda llorando
en el juicio contra su hijo, lamentando, con una tristeza inabarcable,
no haber sido un buen padre. Su vida en las últimas décadas fue un desastre.
Marlon Brando,
el actor más importante de la historia (lo de el mejor es para mí muy
discutible) el hombre que dinamitó las formas de la dramaturgia en el Séptimo
Arte, murió el 1 de julio de 2004 en un hospital de Los Ángeles. Podía ser un
hombre arisco, celoso de su intimidad, lleno de contradicciones y fobias, pero
nadie borrará de mi insustituible memoria cinematográfica algunas de sus memorables
interpretaciones. Casi todas surgidas de una carnalidad salvaje e indomable, de
las mil formas de retorcer el alma y modular los sentimientos.
Nacido el 3 de
abril de 1924 en Omaha (Nebraska), perteneciente a una familia humilde, tras
ejercer diferentes oficios debuta en el teatro en 1944, siendo descubierto por
los críticos un par de años más tarde. El escritor y dramaturgo Tennessee
Williams le seleccionó personalmente para interpretar al volcánico Stanley
Kowalski para el estreno teatral de su obra Un tranvía llamado deseo,
que en 1951, a las órdenes de Elia Kazan, inmortalizó en la pantalla grande.
Debutó en el
cine metido en la piel de un parapléjico de la Segunda Guerra Mundial en Hombres,
de Fred Zinnemann, y nada más poner los pies en Hollywood dio comienzo su
leyenda, convirtiéndose en uno de los acores más solicitados y aclamados de su
generación. Kazan confía de nuevo en él
para dar vida al legendario guerrillero mexicano en ¡Viva Zapata! de 1952, y
sobre todo, para la formalmente magistral La ley del silencio (1954),
encarnando al torturado e inolvidable boxeador Terry Malloy, enfrentado a una
organización mafiosa que controla los muelles de Nueva York, el lirismo de
algunas de sus escenas, su lucha por la dignidad y la autoestima nos acongoja
poniéndonos un nudo en la garganta. Su recordada actuación le reportó el primer
Oscar de su carrera y son muchos los que piensan que en ella quedó grabado su
mejor trabajo.
Brando
interiorizó y dio validez como
nadie al hondo realismo del método
Stanislavski, que Lee Strasberg y su profesora Stella Adler importaron de Rusia
y pusieron en práctica en el famoso Actor´s Studio. En 1966 protagoniza La
jauría humana, obra firmada por Arthur Penn en la que da oxígeno a un
Sheriff íntegro, incorruptible, que se opone al linchamiento de un preso pese
que accedió al cargo gracias a las personas que desean la muerte del fugitivo.
Algunas de
sus memorables interpretaciones de la década de los 70 marcan un punto de
inflexión en mi voraz cinefilia, en el seguimiento obsesivo que personalmente
dediqué al actor. Cómo olvidar al Vito Corleone de El Padrino (Francis Ford
Coppola, 1972), el tenebroso jefe de la mafia de voz tenue, maneras nobles y
gestos pausados que incluso desde la penumbra impone su presencia y gobiernal
el clan. Es el año más dulce de Brando, el absoluto desarraigo moral de Paul en
El
último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), personaje excéntrico
y decadente lastrado por el suicidio de su mujer, que le ha dejado tocado, y
dotado de un atractivo animal, nihilista, perverso y enigmático que siempre me
lleva a recordar aquella corrosiva escena -cuyos diálogos me sé de memoria- en
que Paul sodomiza a Jeanne (Maria Schneider) forzándola a repetir: “Santa familia, templo de los buenos
ciudadanos, los niños son torturados hasta que confiesan su primera mentira,
donde la libertad se quiebra bajo la represión, donde la libertad es asesinada
por el egoísmo. Familia, me dais asco, me cago en vosotros, maldita familia”.
Cómo me gusta el
final de esta obra maestra, la mirada sin horizonte de ese apátrida narcisista
y autodestructivo pegando el chicle en la barandilla de la terraza antes de
desplomarse. Por último, cómo olvidar al endiosado, megalómano y sádico coronel
Kurtz de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1976) su enorme mano de dedos
romos acariciando su brillante clava, como un rey en un pudridero humano,
otorgando a un film de dimensiones operísticas las claves de la conciencia
americana, la culpa y la redención. La presencia de Brando me acompañará
siempre aun con melancolía, como quien recuerda sus primeros juguetes desde la
más absoluta decadencia.
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