DIRECTOR: MICHAEL HANEKE.
INTÉRPRETES: ULRICH TUKUR, BURGHART KLAUSSNER, SUSANNE LOTHAR, JOSEF BIERBICHLWER, RAINER BOCK.
GÉNERO: DRAMA / AUSTRIA / 2009
DURACIÓN: 144 MINUTOS.
En su magnífico ensayo titulado “El
Mal” (Tusquets, 1997), el filósofo alemán Rüdiger Safranski se plantea una
investigación a partir de dos preguntas: ¿De dónde surge el Mal y por qué? La
primera bucea por los orígenes tanto en los relatos bíblicos como en las
teogonías griegas con la gran certeza de que el caos, la violencia y la
destrucción son el principio de todas las cosas y siguen latentes en la
civilización. La segunda, el por qué del Mal, nos enfrenta al tema de la
libertad y al hecho de que el hombre tiene la posibilidad de elegir. El
director austriaco Michael Haneke,
firmante de las perturbadoras Funny games,
Código desconocido, La pianista y Caché, pasa por ser uno de los más precisos radiólogos del Mal, un
puntilloso forense que exhuma el cadáver podrido de la sociedad para delatar su
escalofriante autopsia. Veamos: La cinta blanca sitúa la acción en un pequeño
pueblo protestante del norte de Alemania en 1913, justo un año antes de que
comience la Primera Guerra
Mundial. Una comunidad aparentemente tranquila y temerosa de Dios que asiste a
una serie de sospechosos accidentes (el médico sufre una grave caída al topar
su caballo con un cable sujeto entre dos árboles, un granero devorado por las
llamas, un niño retrasado es secuestrado y torturado…), desgracias o actos
criminales que se suceden como una maldición, un castigo ritual que altera la
rutina de unos ciudadanos que intentan seguir con sus vidas. El maestro de la
escuela investiga para descubrir la increíble verdad.
Filmada
en blanco y negro (simbólica lucha entre el Bien y el Mal), con una radiante
fotografía con resonancias al estilo expresionista y al cine de Bergman que
confiere un aura atmosférico y glacial a ese pueblo perdido de Alemania,
microcosmos agobiante construido sobre pilares fácticos arquetípicos: el barón,
el pastor, el médico, el maestro, el administrador, y a los que, salvo el
maestro, Haneke señala como impulsores de una moral perversa y corrupta,
guardianes siniestros de un universo hermético y ortodoxo, de un orden
asfixiante y brutal que va a tener demoledores efectos sobre los más pequeños.
Es precisamente la nada redundante voz en off del ya anciano maestro el hilo
conductor de aquellos atroces acontecimientos vividos cuando era joven, y Haneke, con un estilo austero cargado de
sutilezas, nos sumerge lentamente en los dramas cotidianos más insoportables. En
la intimidad de unos hogares en donde lejos de las miradas ajenas se ejerce de
forma sistemática la represión, la humillación y el castigo, en la impunidad de
las sombras el pastor graba con saña el evangelio en la piel de sus hijos, el
médico abusa de su hija y, en una de las secuencias más devastadoras que este
crítico recuerda, humilla a su amante escupiéndole en la cara el asco que le
provoca con una lacerante contaminación acústica para el espectador, sentenciando
que lo único que desea es que se muera de una vez. Torturas, adulterio,
incesto, vejaciones, un fértil sustrato para que arraigue con vigor el odio y
el fanatismo venidero.
El director austriaco saca punta al lápiz
para dibujar con tortuoso esmero la faz de la generación de muchachos que años
más tarde empuñaría la bandera del nazismo, los mecanismos elementales del Mal
y las pulsiones de una moral demoníaca alimentada en los oscuros meandros de
una sociedad corrupta y autoritaria, abriendo en canal las entrañas del
monstruo para mostrar sus aspectos más turbios y aterradores, que, por
desgracia, todavía subyacen. Y lo hace con una rigurosa línea de diálogos,
ejemplar control del ritmo, una composición de planos tan bella como sombría y
unos personajes magistralmente perfilados no exentos de cierta carga espectral.
Maestro en la creación de ambientes
malsanos y opresivos, genial siempre en la utilización de la elipsis y el fuera
de campo, con La cinta blanca logra
una película mayor que se eleva como una fábula cruel y perfectamente definida:
el blanco simboliza la inocencia, la pureza, la virtud y el candor; el negro,
por el contrario, oculta en sus sombras el pecado, secretos inasumibles desde
un prisma racional. Cercano estaba el tiempo de quemar las máscaras y abandonar
la oscuridad, cuando esos cachorros amamantados en un ambiente de ignorancia,
sumisión y crueldad exhibieran con orgullo, a plena luz del día, su propia
noción de la pureza: El triunfo de la voluntad. Obra maestra absoluta.
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