TAXI
DRIVER (Martin Scorsese, 1976) es la historia de Travis Bickle (Robert De Niro) ex marine en la guerra de Vietnam
que padece insomnio, una de las muchas secuelas que dejó esa larga contienda en
los soldados que regresaron, por lo que decide trabajar de taxista en horario
nocturno por las malas calles de Nueva York. Travis, observador asqueado cuando
cae la noche de toda esa fauna variopinta que se revuelve en su propia miseria
(putas, chaperos, drogadictos, chulos, macarras) y con esa carga de nihilismo
autodestructivo que tienen algunos solitarios neuróticos, va acumulando
frustraciones y desengaños. Un día Travis conoce a Iris (Jodie Foster) una prostituta de doce años a la que intenta
redimir, lo que le llevará a realizar una sangrienta matanza de tintes
apocalípticos.
Me mueve la melancolía, Taxi
Driver es la película que más veces ha visto el abajo firmante a lo
largo de su existencia –de ahí que, como homenaje, haya bautizado mi blog con el nombre del
personaje al que da oxígeno Robert De Niro- , un film que ganó la Palma de Oro en el Festival
de Cannes y que a mediados de los setenta y en un plano conceptual marcó un
punto de inflexión en la historia del cine: el tratamiento visceral de la violencia,
el acertado cromatismo en la luz creada por Michael Chapman sobre las visiones
nocturnas de la sucia realidad urbana, el carácter casi litúrgico en la
utilización del travelling, y la tensión que crece a dentelladas a medida que
el deterioro mental del protagonista se hace más evidente. Su cartel más
emblemático es un auténtico clásico que refleja a la perfección el aroma del
film, la soledad, alienación y desorientación del hombre contemporáneo y el
espíritu de la
Norteamérica de los años setenta. Esas calles de las grandes
urbes convertidas en pudrideros humanos en las que tienes que pagar un peaje
muy alto para encontrar, como mínimo, la supervivencia.
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