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jueves, 2 de agosto de 2012

NOTAS SOBRE LA ERRABUNDA VIDA DE POLANSKI


  
      Nadie duda de que Roman Polanski (París, 1933) es uno de los mejores directores de la historia del cine. Sin ir más lejos, este cronista le sitúa entre sus diez más venerados en una lista de cien, convirtiendo el estreno de una película suya en todo un acontecimiento. De ascendencia judeo-polaca, tuvo una infancia terriblemente traumática: su madre, embarazada de cuatro meses, murió en el campo de concentración de Auschwitz, y él sobrevivió durante la Segunda Guerra Mundial en el guetto de Cracovia. Tras cursar cine en la Escuela de Lodz, se convirtió, junto al también polaco Jerzy Skolimowski, en el gurú del nuevo cine de su país, debutando en la dirección de largos con El cuchillo en el agua (1962), film claustrofóbico que se desarrolla en un yate con tres únicos personajes. Tras instalarse en el Reino Unido, con Repulsión (1965), realiza una potente y de nuevo asfixiante disección quirúrgica de una mujer neurótica (magistral Catherine Deneuve), film rodado casi íntegramente en un apartamento. A partir de entonces su prestigio no para de crecer, y títulos como La semilla del diablo, Chinatown o El pianista forman parte de una filmografía envidiable que sólo los más grandes genios han podido igualar y/o superar.
     
      Aclarado esto y como dijo Jack “el destripador, vayamos por partes: El 8 de agosto de 1969, la esposa de Roman Polanski, la hermosa actriz Sharon Tate, y cuatro de sus invitados, fueron salvajemente asesinados en la casa del matrimonio situada en el 10050 de Cielo Drive, Hollywood, (Los Ángeles). Sus asesinos, discípulos de la comuna de Charles Manson, diabólico mesías de una especie de secta conocida como “La Familia”, se emplearon con inusitada crueldad dejando tras de ellos el escenario dantesco de un extraño crimen ritual: el cadáver de Sharon Tate, embarazada de ocho meses y agujereado por 16 puñaladas, se encontraba sujeto a una viga y suspendido del techo, con la sangre de la actriz escribieron la palabra PIG (cerdo) en la puerta. El horrible suceso sorprendió a Polanski en Londres, y fue muy injusto que fueran las víctimas, y no los asesinos, las primeras en ser lapidadas por la prensa y la opinión popular con un escalofriante dictamen: “ellos se lo buscaron”, en clara referencia al tipo de vida licenciosa que llevaban y a la temática de las películas realizadas por Polanski, pertinaz retratista de delirios humanos con simpatía por el diablo (recordemos que en su excelente film “La semilla del diablo”, la protagonista, Mia Farrow, era fecundada por la semilla de Satanás), un cineasta obsesionado por la muerte, la locura y el sexo. Lo cierto es que el alucinado Manson y sus mansonitas apagaron definitivamente el último eco audible del largo verano del amor, y abrieron una profunda brecha en el universo tragicómico hollywoodiense, seguramente también en la mente del director.

      Resulta difícil valorar en qué grado estos dramáticos hechos alteraron el equilibrio mental del realizador y perturbaron su estado emocional. Personalmente creo que a partir de entonces sus particulares/enfermizas tendencias sexuales se hicieron aún más desbocadas, como él mismo cuenta en el film documental de Marina Zenovich, Roman Polanski: Wanted and Desrired (2008): “siempre he sentido especial debilidad por las jovencitas”, de ahí su efímera relación con Natassja Kinski, veinticinco años menor que él, o la diferencia de edad con su actual esposa, la actriz francesa Emmanuelle Seigner, treinta y tres años menor. Ese incontrolable deseo hizo que su vida diera un vuelco en marzo de 1977: con la excusa de una sesión fotográfica para Vogue, revista para la cual Polanski (que tenía entonces 43 años) ya había realizado algún reportaje fotográfico, el cineasta propuso a la madre de Samantha Geimer, de 13 años, realizar una serie de fotografías a su hija en la mansión de Jack Nicholson, sesión que seguramente lanzaría a la niña al estrellato. La madre, que era una fan del cine de Polanski, aceptó. Siempre según Samantha, nada más llegar y tras tomar unas fotos con los dos desnudos en el jacuzzi, Polanski suministró a la menor champán y una dosis de Quaalude (estupefaciente de moda en aquellos años que producía relax y desinhibición), y a pesar de la resistencia que opuso Samantha, Polanski le preguntó si era virgen, la forzó sexualmente, la sodomizó y la obligó a practicarle una felación. Tras acompañar a la muchacha a casa, advirtiéndola de que no contara nada de lo sucedido, la madre de Geimer presentó una denuncia ante la justicia y el director fue detenido, puesto a disposición judicial, acusado de “relaciones sexuales ilegales” y encarcelado para realizarle una evaluación psiquiátrica durante mes y medio. Pero a finales de 1978, durante su libertad condicional, ante la amenaza del ya fallecido juez Laurence J. Rittenband de romper el trato al que habían llegado los abogados del cineasta con el fiscal y meterle de nuevo entre rejas, Polanski huyó a Francia, donde se nacionalizó y ha vivido desde entonces convertido en uno de los más famosos prófugos de la justicia estadounidense.                     


      El corolario a la errabunda vida de Roman Polanski lo ha puesto la justicia suiza el pasado 26 de septiembre cuando le detuvo en Zurich, ciudad a la que había llegado para recibir el Premio de Honor en el festival de cine de dicha ciudad. No era la única vez que la justicia norteamericana solicitaba colaboración a un país occidental, pero sí la primera vez que su demanda de extradición era atendida. Enseguida se puso en marcha la vergonzosa maquinaria corporativista impulsada desde Francia por la Sociedad de Autores y Compositores Dramáticos (SACD), redactando un manifiesto por la inmediata liberación del director, al que pronto se adhirieron los más variados cofrades de la intelectualidad y la escena, entre ellos Woody Allen, Milan Kundera, Martin Scorsese y, por supuesto, Pedro Almodóvar. Me repugna especialmente la doble moral de este tipo que hace unos años nos presentó un pestiño titulado La mala educación, film con tintes autobiográficos que denunciaba los abusos de un cura sobre un menor. Almodóvar nos demuestra una vez más que pertenece a la peor calaña esgrimiendo dos varas de medir si el acusado “es uno de los nuestros”, siempre grotesco y desnortado piensa que sólo el gremio de los artistas tiene barra libre para hacer lo que le plazca sin que le afecte las leyes terrenales. No obstante, si Almodóvar que en la época de la “movida” se pintaba con rotulador las rozaduras de los zapatos como una pretty woman cualquiera, al que subvencionamos sus películas y posee uno de esos fondos de inversión variable que tienen los más ricos, pretende situar al artista por encima de la ley (como se situó él al no presentarse como presidente de una mesa electoral en una elecciones o acusando falsamente a una determinada formación política de pergeñar un golpe de estado), debe saber que, aun en la desgracia de una nación sin Estado, existe una sociedad civil vigilante que va a denunciar todos sus delitos y abusos sin permitir otro registro moral que el de “todos somos iguales ante la ley”.

      A diferencia de la mayoría parte de mis compatriotas, siento gran simpatía por Francia, país con el que tengo una deuda cultural a través del legado de su cine, su literatura y la hermosa arquitectura  de sus ciudades. En una escena de la última película de Quentin Tarantino, “Malditos bastardos”, un joven héroe de guerra queda gratamente sorprendido porque en un cine del París de la Francia ocupada por los nazis, se programen películas de directores alemanes como Leni Riefenstahl o G. W. Pabst. La joven dueña del cine le contesta orgullosa: “Esto es Francia, y aquí respetamos a los directores”. No soy sociólogo ni experto en psicología de masas, pero he podido comprobar que la sociedad francesa ha presumido siempre de tener un alto nivel de civismo, si bien en demasiadas ocasiones evidencia tener profundas carencias democráticas, pues no es el primer caso que se da en el país vecino en que el apoyo institucional solapa actuaciones ilícitas de ilustres miembros de las letras o el arte (recordemos los casos de Jean Genet y Oscar Wilde). Pero en estos momentos de grave crisis de la civilización, no resulta sorprendente que al frente del cónclave gremial que anda hiperventilando por la libertad del realizador franco-polaco y abogando por su inocencia sin matices, se halle un personaje tan siniestro como Frédéric Miterrand, ministro de cultura y sobrino del que fuera presidente de la república, acusado en su país de practicar el turismo sexual con tiernos infantes en Tailandia, revelaciones que él mismo cuenta en un libro autobiográfico titulado “La mala vida”. Estados unidos tiene 40 días para presentar formalmente la demanda de extradición, y como decía el  fascinante productor Robert Evans, en todo affaire hay tres versiones: en este caso la de Polanski, la de Geimer y la verdad. Y ninguna miente. A estas alturas es difícil saber el grado de culpabilidad del cineasta en aquella violación, delito que no prescribe ni en Estados Unidos ni en Suiza, si hoy, después de más de tres décadas, con 76 años y olvidado el crápula de su juventud, debería ser exonerado. Después de reflexionar sobre el asunto, mi opinión es que le convendría ser procesado, y que sea lo que en justicia corresponda.  

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