“T2: TRAINSPOTTING” êêê
Trainspotting (Danny Boyle, 1996) fue uno de los más apoteósicos
éxitos de crítica y público de la década de los 90. Su director, que había
comenzado en el campo de la televisión dirigiendo capítulos de series
británicas, acertó de pleno adaptando a la pantalla grande la novela de Irvine
Welsh con un excelente libreto de John Hodge sobre las correrías de cinco
jóvenes escoceses y su relación con la droga (especialmente la heroína), el sexo
y la violencia. Pero antes de esta magnífica película, Danny Boyle ya había sorprendido a propios y extraños con su potente
ópera prima, Tumba abierta (1994), una cinta que entre
el thriller y la comedia negra sirvió para lanzar a la fama a su protagonista
y, en menor medida, a otros jóvenes intérpretes británicos.
Veinte
años después, nos entrega esta secuela que, con un guión también de Hodge, nos
narra cómo transcurrido ese tiempo desde que Renton (Ewan McGregor) abandonara Escocia y la heroína, vuelve a su
Edimburgo natal con el objetivo de rehacer su vida y reencontrarse con sus
amigos de toda la vida: David “Spud”
Murphy (Ewen Bremmer) y Simon “Sick”
Boy Williamson (Jason Lee Miller), al mismo tiempo que Francis “Franco” Begbie (Robert Carlyle) sale de prisión con sed de
venganza.
Basada en “Porno”,
la siguiente novela de Irvine Welsh, era previsible que T2: Trainspotting se nos
presentara como una secuela de tono nostálgico y melancólico, tanto en el
desarrollo de la trama como en las sensaciones evocadoras de los aficionados. Era
fácil predecirlo porque como los personajes, todos somos más viejos, menos
entusiastas y estamos más cansados. Es cierto que este reencuentro de los
viejos amigos no nos procura ninguna escena verdaderamente memorable (de esas
que el film seminal nos regalaba una tras otra), que tal vez esta secuela no
era necesaria y que tendrá muy poco sentido para quien no haya visto el film
original, a los que no les dirán nada las imágenes intercaladas de aquella que
nos reubican en el tiempo.
T2
no descubre la pólvora ni lo pretende, y debe ser entendida como un
autohomenaje, un guiño apenas irreverente a aquel momento de efervescencia
sublime en el que no importaba el futuro, y las drogas, el dinero, el sexo y la
música lo eran todo para una generación empeñada en vivir deprisa para dejar un
bonito cadáver. Al fin, una mirada melancólica al retrovisor para comprender el
presente de unos personajes que ni eran tan nihilistas ni tan autodestructivos,
pero sí muy efusivos e insensatos.
Salvo
Tommy, el único del grupo que se quedó por el camino, todos, Renton, Simon,
Spud han hecho lo imposible por sobrevivir, es decir, “eligieron la vida”, una
vida que a ninguno de ellos ha tratado bien, y
es por eso que Renton vuelve a la ciudad y el barrio que le vio nacer y
crecer, para reencontrarse consigo mismo pero también para reconocer ante sus
amigos una verdad lacerante: nada de lo que ha hecho desde entonces ha mejorado
su vida, y la sensación de fracaso le impide
escuchar el mítico tema de Iggy Pop “Lust
for Life”, que sólo tendrá agallas para escuchar al final de la función
inflamándose de optimismo.
Tras
otra retahíla verborréica ante la bella Verónica (Anjela Nedyalkova) no tan excelsa
como la del film original pero igual de cáustica y punzante sobre estos tiempos
banales de paranoia tecnológica. Renton paga las cuentas pendientes y se
enfrenta al psicópata de Franco, pero sabe que es la sombra de lo que un día
fue, un holograma autorreferencial, un eco apenas audible, pero qué es la vida
sino un eterno déjà vu, una dolorosa obsesión por recuperar las esencias
perdidas.
Innecesaria. Incluso mala, diría yo.
ResponderEliminarUn abrazo.
Yo no diría tanto. No contiene las secuencias memorables del film seminal pero no me parece despreciable, ¿innecesaria? Como casi todas las secuelas.
ResponderEliminarUn abrazo.