"EL ÚLTIMO TANGO EN PARÍS" (Bernardo Bertolucci, 1973)
Tras haber visto miles de películas (años completos de mi vida metido en salas de cine), me dio por pensar que no han sido muchas las que han conseguido emocionarme hasta la congoja y el llanto. No se trata, en este caso, de hacer un cansino ejercicio de memoria cuando algunas de esas contadas ocasiones han quedado registradas de manera indeleble en mi saludable memoria cinéfila. Así, no puedo evitar que un torrente de lágrimas inunde mi rostro cada vez que veo al tan honrado como desesperado obrero Antonio Ricci de la descomunal Ladrón de bicicletas (Vittorio De Sica, 1948), siendo atrapado por la muchedumbre tras robar una bicicleta y sólo el llanto desconsolado de su pequeño hijo evita que vaya a la cárcel. Lágrimas que también me asaltan en la escena final de La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), cuando un magnético Liam Nesson se despide de sus tan agradecidos como asustados protegidos. Aflicción que de forma incontrolable también se apodera de mi durante la secuencia del metro parisino cuando Juliette Binoche es acosada por un grupo de magrebíes y sólo un anciano sale en su defensa en la excelente Código desconocido (Michael Haneke, 2000).
Recientemente un par de películas han conseguido conmoverme hasta el desahogo del llanto purificador en ejercicios sublimes que sirven de ejemplos de cómo una escena puede ser tan incisiva en su planificación como en su reflexión intrínseca: presten atención al Adrien Brody de El Profesor (Detachment, Tony Kaye, 2011), llorando abatido por su enorme carga existencial en un autobús donde sólo viajan dos pasajeros más; una jovencísima prostituta ocupada en hacerle una felación a un viejo y sucio vagabundo que le paga con una bofetada. Difícil se hace reprimir las lágrimas en la declaración bajo juramento de ese piloto alcohólico encarnado por Denzel Washington que quiere vivir, de una vez por todas, en paz con su conciencia en El Vuelo (Flight, Robert Zemeckis, 2012).
Pero si hay una secuencia que me ha hecho llorar compulsivamente y de forma incontrolable en una sala de cine esa es la del magistral y desgarrador monólogo que realiza un sublime Marlon Brando ante el cadáver de su mujer suicida en esa obra maestra titulada El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), un film cuya causticidad responde más a su decadente desarraigo moral que a sus momentos eróticos. Les dejo con esta espléndida secuencia:
Aunque no lloro en esta escena, la película es triste y desesperada. Y una obra maestra.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bueno, eso sólo quiere decir que tenemos distintas sensibilidades. Pero es curioso que, recientemente, leyendo una entrevista, el crítico de cine de El País, Carlos Boyero, sí coincidía conmigo, pues es algo que yo he confesado desde que acompañado por otros dos amigos, la vimos de estreno allá por 1978 siendo unos tiernos infantes y llorando los tres como una Magdalena.
ResponderEliminarY es que yo siempre he procurado rodearme de afinidades electivas. Y sí, es un film magistral, una de mis películas favoritas, sólo Taxi Driver ha influido en mí de forma tan determinante como esta obra magna del maestro italiano.
Un abrazo