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jueves, 11 de junio de 2015

CRÍTICA: "EDEN"

Si los 80 fueron plástico, los 90 fueron éxtasis
EDEN êêêê
DIRECTOR: MIA HANSEN-LØVE
INTÉRPRETES: FÉLIX DE GIVRY, PAULINE ETIENNE, LAURA SMET, VINCENT LACOSTE, VINCENT MACAIGNE, GRETA GERWIG.
GÉNERO: DRAMA / FRANCIA / 2014  DURACIÓN: 131 MINUTOS.   
               
    Mia Hansen-Love se está labrando una prestigiosa filmografía que ha hecho crecer su carrera a pasos agigantados. Una carrera que dio comienzo con Todo está perdonado (2007), un drama sobre un matrimonio y su hija que se trasladan desde Viena a París para tratar de salvar su matrimonio. Por el contrario, la relación empeora, se separan y cuando la hija cumple 17 años busca a su padre para intentar comprenderlo. No bajó el listón en su siguiente film, El padre de mis hijos (2009) que reincide en el género dramático para presentarnos a un productor de cine y padre de familia que lo tiene todo: una mujer a la que ama, tres hijos maravillosos y un trabajo estimulante al que dedica todo su esfuerzo. Sin embargo, todo comienza a torcerse cuando su productora entra en quiebra, lo que anuncia malos presagios. Sin abandonar totalmente el género en el que mejor se mueve, Primer amor (2011) sigue a una pareja de adolescentes que viven un apasionado romance hasta que él parte hacia Sudamérica.
     

       Eden puede ser entendida como un manifiesto generacional que arranca en los primeros años de la década de los 90, momento en que la música electrónica se desarrolla a gran velocidad y los disc jockeys comienzan a tener un importancia suprema para poner el punto de ebullición a las largas noches en los grandes templos de la música dance. En la excitante vida nocturna parisina, Paul (Félix De Givry) intenta abrirse paso como DJ rodeado de sus amigos artistas y sin ningún control sobre el sexo y las drogas.
       
      
      Según parece, Eden está realizada como homenaje al hermano mayor de Hansen-Love, Sven, que vivió una trayectoria similar a la del protagonista de la cinta. Con una cámara inquieta, una portentosa banda sonora y gran pericia para construir bellos planos secuencia, la historia la siento muy cercana porque refleja experiencias semejantes a las que yo viví en los tan mágicos como chispeantes años 80, si cambiamos el escenario de París por el de Barcelona, pero a la que pertenecen temas cruciales de la película como aquel himno titulado “Promised Land” del gran Joe Smooth. La música electrónica, el house y la escena musical “garage” alcanzaron la efervescencia necesaria para que unos jóvenes soñadores, trashumantes de cada fiesta rave, pudieran ilusionarse con la idea de que la música lo podría cambiar todo.


         A pesar de que la trama evoluciona a través de dos décadas, esto no se deja sentir en el aspecto físico de los protagonistas, que parecen  mantenerse indemnes al paso de los años, en un intento por detener el tiempo y dotar de a la música de un carácter eterno que siempre atrapa el instante. Pero el tiempo pasa dejando la huella del deterioro psíquico en Paul, contenedor de emociones e insatisfacciones que se sirve del estímulo de las drogas para navegar por ese mar ancho y nostálgico de la noche. Paul y la música, Paul y sus mujeres, Paul y sus amigos suicidas, Paul y su viaje iniciático desde la pura pasión hasta los límites de una decadencia casi mortal.


        En Eden aparecen en un plano muy secundario el dúo Daft Punk (precursores de la música y la escena french house de los 90) y que a pesar de su gran popularidad nadie reconoce porque van siempre disfrazados. Es curiosa la escena en que el portero de una discoteca les impide el paso y tiene que ser Paul, muy conocido en esos ambientes, quien les facilite la entrada. Hansen-Love no pierde mucho tiempo en perfilar a los personajes, el dibujo de las mujeres se me antoja muy difuminado, como si estuvieran ahí para cubrir el misterioso hueco del deseo y mitigar una inseguridad de la que ellas también son víctimas. Algo más retocado que sus compañeros aparece Paul (buen trabajo de Félix De Givry), un tipo hedonista guiado por sus aspiraciones de ascender en la escala de una profesión muy dada a los excesos y para la que se requiere un férreo autocontrol. Si los 80 fueron plástico, los 90 fueron éxtasis, y como cualquier década estuvo colmada de héroes y mártires, sólo que en esa época casi todos eran anónimos, la ausencia de potentes iconos referenciales nos lleva a evocar más las sensaciones que los símbolos, percepción que eleva la magnitud de lo vivido a un gozoso, prosaico, hiriente eco sentimental, un frío análisis sobre los estragos del tiempo, un cuchillo que abre en canal cualquier pasión autodestructiva.


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