Aunque James Woods se alzó con el Premio al
Mejor Actor en el Festival de Sitges por este trabajo, EL CORREDOR DE LA MUERTE (Tim Metcalfe, 1996) fue un film
vapuleado en la época de su estreno y nadie lo ha reivindicado desde entonces pese a que funcionó muy bien en el mercado del vídeo,
algo que siempre me ha resultado incomprensible, pues si bien no se puede
comparar a obras excelsas del subgénero carcelario como La Evasión, La
Leyenda del Indomable o Cadena Perpetua, es una película
estimable, magníficamente interpretado por todo el reparto y competentemente
dirigido por el guionista Tim Metcalfe
(Kalifornia,
El
Laberinto
de Acero), en lo que supuso su debut y única experiencia detrás de la
cámara hasta la fecha, no sabemos si debido al fracaso crítico de su ópera prima. Teniendo en
cuenta lo que ha venido después, la película se me antoja superior al 70 % del grueso de la producción cinematográfica de los últimos años.
Con la producción de Oliver
Stone y basada en la autobiografía del asesino real Carl Panzram “Killer: a journal of murder”, la trama
sigue a Henry Lesser (Robert Sean
Leonard) desde que ingresa como carcelero en la prisión de Leavenworth, una de
los centros penitenciarios más duros del país. Es allí donde conoce a Carl Panzram (James Woods), un
peligroso asesino con el que entabla una particular relación que pondrá en
cuestión sus principios y su fe en el sistema carcelario. Carl desea escribir
su autobiografía y Henry, incumpliendo las normas, le facilita papel y lápiz
con la esperanza de que la experiencia le redima. En el manuscrito, Carl, muy
inteligente y lector voraz, relata su carrera criminal, mostrándose como un
hombre dominado por el resentimiento de todos los que le trataron mal, y
atrapado por el odio y la violencia.
No importa, amigo lector, lo que te digan, porque,
sinceramente, hablamos de un film que se merece una oportunidad. No lo digo
sólo por la superlativa interpretación del nunca lo suficientemente ponderado
James Woods, que cuando aparece (y aparece casi siempre) incendia la pantalla
dando oxígeno al rabioso asesino Carl Panzram, autor de 21 asesinatos en la
América de los años 20, aunque se sospecha que mató a más de cien personas. Woods,
con su inquietante cara de piña, pone en el papel todo su poder de convicción
para configurar un enérgico, visceral retrato de una mentalidad criminal
carcomida por el rencor y que pide a gritos que el mismo sistema que le ha convertido
en lo que es, acabe con su vida. Desea con todas sus fuerzas ser ahorcado y
hará todo lo posible para que los doctores no le consideren loco, algo que en
ningún caso se debe tomar como un desesperado grito de redención. Con factura de
Tv movie y una fotografía saturada y granulosa, Woods se convierte en la más poderosa razón de ser de esta cinta,
pero Metcalfe, que juega con un presupuesto muy limitado, se impone como un
aplicado artesano que sabe dónde situar la cámara y realiza un trabajo muy
profesional en la dirección de actores, aunque sin sacar nunca todo el jugo
dramático a la relación que se establece entre el preso y el carcelero (un algo
insulso Robert Sean Leonard), que nos narra la historia en primera persona
tratando de iluminar las zonas más tenebrosas de la mente del protagonista. Me
reafirmo, un film muy aceptable.
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