El cine sobre espías siempre me ha resultado muy atractivo,
sobre todo aquellas películas que centran su acción en el largo periodo de la
Guerra Fría, una época en la que el espionaje alcanzó su zenit más tenebroso
con el espionaje y el contraespionaje entre dos bloques graníticos: la
URSS y sus países satélites y Estados
Unidos y los países occidentales. Basada en la novela homónima de John LeCarré, pseudónimo de David
Cornwell, antiguo agente secreto británico, EL ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO
(1965) tiene como escenarios Londres, el Berlín occidental y el Berlín oriental
a lo largo de varios meses de 1962, y nos narra
la historia de Alec Leamas
(Richard Burton), agente de la inteligencia británica, soltero, con 20 años de
servicio y que como no desea abandonar la clandestinidad para ocupar un puesto
burocrático acepta una misión muy arriesgada. La misión consiste en hacerse
pasar por un desertor, y para que ello resulte verosímil se las ingenia para
desacreditarse y desacreditar a sus jefes
hasta que les expulsan de la agencia de inteligencia británica. De este
modo, no encuentra muchas dificultades para introducirse en los círculos de
espionaje comunistas. Sin embargo, el agente acaba descubriendo que su misión
es una tapadera y un instrumento al servicio de un complot secreto.
El film, con un
carácter independiente y producido y dirigido por Martin Ritt, nos muestra de
manera contundente y cruda el turbio entramado del espionaje en plena Guerra
Fría, lo que le sirve a Richard Burton para crear una de las grandes
interpretaciones de su carrera. Inolvidable su retrato de un ser solitario,
desencantado, con demasiado apego al alcohol y que conoce a una bibliotecaria, Nancy Perry (Claire Blomm) de la que se enamora sinceramente. El gran
mérito de Ritt, uno de los damnificados por la caza de brujas del senador
McCarthy, es guiar al espectador por un lúgubre laberinto de espías y agentes
dobles, de giros sin señalizar y momentos de tensión extrema sin que el
espectador se pierda en ningún momento, ayudado por la sobrecogedora fotografía
en blanco y negro de Oswald Norris que genera una atmósfera gélida, sórdida y
de una decadente amargura.
EL
ESPÍA QUE SURGIÓ DEL FRÍO se puede ver hoy como un extraordinario film-documento
alejado diametralmente del halo glamouroso, frívolo y paradisíaco de las
películas de James Bond, Ritt recrea el latido cotidiano del espionaje, la
desconfianza, la sombra permanente de la traición, la clandestinidad, la
vigilia, las falsas identidades, la vida ascética y la tensión psicológica, el
aroma mohoso, acre y asfixiantemente hermético que se respiraba en el Telón de
Acero, un cosmos impenetrable para eruditos de la mentira y las trampas. Como el progresivamente derrumbado Leamas,
desengañado por las cosas que ha visto y víctima de tramas que ni siquiera
sospecha, Ritt dota al film de un barniz pesimista e implacable que lanza un
mensaje demoledor sobre la conciencia humana, abocando al espectador a un final
triste y deprimente, un clima emocional que pone al descubierto la manipulación
política y la deshumanización de las potencias en conflicto (El Pacto de
Varsovia y la OTAN) extremos que se tocan, que fabrican agentes dobles que lo
mismo les da trabajar para un bando que para otro, inmersos en un inframundo
siniestro que arruina vidas, que juega con el destino de la humanidad y en
donde nadie conoce a nadie.
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