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miércoles, 12 de septiembre de 2012

EN LA MUERTE DE DENNIS HOPPER

Recupero este artículo publicado en el “Semanario Vegas Altas y la Serena” tras la muerte de Dennis Hopper el 29 mayo de 2010.

EN LA MUERTE DE DENNIS HOPPER
Jinete rebelde a lomos de un caballo de hierro    
     
      Aún hay demasiados indocumentados que lo ponen en duda, pero Dennis Hopper, fallecido de cáncer de próstata a los 74 años el pasado día 29 de mayo en su casa de Venice Beach, ha sido uno de los actores/directores más  prolíficos, fundamentales y versátiles de todos los que han surcado la historia de la cinematografía estadounidense a partir de la segunda mitad del siglo XX. Nacido en 1936 en Dodge City (Kansas), a los 18 años es contratado por los estudios Warner, y tras debutar con un papelito en el olvidado film de Stuart Heisler I Died a Thousand Times, su leyenda comienza a cimentarse al lado de su ídolo y mentor James Dean en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), film que influyó notablemente en aquella airada generación de jóvenes de la posguerra -los inadaptados del incipiente rock and roll- y que vino a representar un preciso drama juvenil en cinco actos. Al año siguiente repetiría con Dean en Gigante (George Stevens) un melodrama algo pretencioso sobre una familia texana dedicada a la explotación petrolífera que supuso la última interpretación del malogrado James Dean tras el mortal accidente con su Porche Spider.          
     
      Su rebeldía, sus excesos, su carácter iracundo y sus problemas con el alcohol y las drogas fueron siempre obstáculos insalvables que le impidieron situarse rápidamente en la primera línea, nunca la falta de talento. Cuentan que el director Henry Hathaway, con quien rodó Del infierno a Texas (1958) y Los cuatro hijos de Katie Elder (1966), harto de que se negará a seguir sus directrices y empeñado en poner en práctica los recursos aprendidos de Lee Strasberg en su mítico Actor´s Studio, le soltó: “Nunca llegarás a nada”. Una frase tan lapidaria como premonitoria porque, sintiéndose un apestado, resolvió emigrar a Nueva York donde a duras penas sobrevivió en la televisión con intervenciones en series televisivas como Bonanza y En los límites de la realidad, lo que definitivamente parecía abocarle a la chatarrería de la serie B. Sin embargo, lo mejor estaba por llegar, ya que su olfato, su carácter volátil y su enorme poder sensitivo le hicieron situarse  en la cresta de la ola de los profundos cambios sociales que estaban socavando los valores tradicionales del “American way of life”: la corriente contracultural del flower-power, la wild life, el verano del amor, la píldora, las drogas, el rock and roll y la maldita guerra del Vietnam, una excitante y peligrosa filosofía de la que Hopper se erigió en paradigma.
     
      Así, en 1969 y en perfecta comunión con otro renegado de viciada sensibilidad, Peter Fonda, esa bala perdida llamada Dennis Hopper se situó delante y detrás de la cámara para firmar la obra magna de la contracultura que desbrozó el camino al cine contestatario de los 70, Easy Rider (Buscando mi destino), una película en la que invirtió 380 mil dólares de su propio bolsillo y que acabaría recaudando más de 40 millones en las taquillas de todo el mundo. El film, que echaba tierra sobre el ataúd del viejo Hollywood, marcó un punto de inflexión cambiando la forma de hacer cine y dando paso a una nueva era controlada por jóvenes cineastas como Coppola y Scorsese. La cinta narraba la odisea de dos moteros tranquilos que, a lomos de sus choppers y tras adquirir unos kilos de cocaína, atravesaban los Estados Unidos para visitar el Festival de Mardi Gras en Nueva Orleans, cruzándose con autoestopistas, comunas hippies y palurdos reaccionarios de toda condición. Una película polémica y esencial convertida en icono imperecedero en la que los protagonistas consumían de forma no fingida marihuana y LSD, y que no fue del agrado de algunos popes de la progresía de la época como Bob Dylan, que veían mal esa colisión frontal entre los melenudos porreros y la América tradicionalista. Como muchos espectadores en su momento, no entendieron que Easy Rider representaba ante todo el reconocimiento doloroso y en carne viva del fracaso de la revolución contracultural a la que Hopper pertenecía, de ahí que cobre especial sentido la famosa sentencia “la cagamos”, pronunciada por Peter Fonda, así como su brutal final. 
     
      Tras ver arder la nieve en Easy Rider, poema de amor a la carretera musicalizado por Roger McGuinn que puede también ser entendido cono una ilustración más del viaje como mito norteamericano para alcanzar la felicidad, Win Wenders le reclama años después para protagonizar su obra maestra, El amigo americano (1977), a partir de una novela de Patricia Highsmith, y Francis F. Coppola para intervenir en su epopeya sobre la guerra del Vietnam Apocalipse Now (1979), en la que da vida a un desquiciado y dopadísimo fotógrafo de discurso demencial y mirada perdida. En 1980 dirige la que es para este cronista una de sus películas de cabecera y su más alta cima como director, Out of the blue (Caído del cielo), en donde la violencia se eleva como la catarsis definitiva y purificadora en un intenso y opresivo ambiente rural. Calificada como el último film de la era punk-rock, el maldito Hopper planteó, en una atmósfera infernal, la desesperada situación de una joven atrapada en la encrucijada de su pequeña ciudad y su entorno familiar, compuesto por un padre ex presidiario y alcohólico y una madre drogadicta, que descargan sobre ella toda su rabia y frustración. Este nihilista y originalísimo film, que analiza de manera clínica los registros más bajos del ser humano, se impone como un canto exasperado del no future, un tratado de comportamientos absurdos alejado del tan cacareado “sueño americano” que desemboca en un pavoroso final, congruente para una situación sin salida. Una nueva y flamígera mirada sobre los abismos de la existencia. 

      Su inolvidable colección de dementes se iba a completar insuflando oxígeno al psicópata asmático Frank Booth en esa joya titulada Terciopelo azul (David Lynch, 1986), un sádico que representa magistralmente los delirios de una mente enferma y se comporta como un niño diabólico buscando el clímax prohibido de fantasías incestuosas: “papaíto entra en casa, papaíto entra en casa”.

      Cabeza visible de una larga legión de bad boys surgidos en Hollywood a mediados de los sesenta, Hopper vivió en una montaña rusa, experimento con todo tipo de drogas, tapó la luna de un salivazo y se peleó hasta con su sombra. Su carrera siempre estuvo salpicada por los escándalos derivados de sus infernales matrimonios, pleiteó hasta la tumba con su quinta y última esposa. Fueron sonadas sus crisis paranoicas: con el actor Rip Thorn se vio envuelto en una pelea con cuchillos, durante un rodaje en México salió desnudo gritando porque estaba convencido de que había estallado la Tercera Guerra Mundial, a John Wayne le tocó tanto las pelotas que éste le persiguió con un arma cargada, en pleno vuelo intentó saltar de un avión porque creía que estaba en llamas… Ataques que le obligaron a internarse en un psiquiátrico. Fue premiado en Cannes y nominado dos veces a los Oscar (por Easy Rider y Hoosiers), recibió el Premio Donostia en el Festival de San Sebastián por toda su carrera y poco antes de morir recibió su estrella en el Paseo de la Fama. 

     Fue un auténtico destroyer, un kamikaze circulando sin luces en sentido contrario, conoció la gloria y el infierno, le torturaron los efluvios de la fama sin molestarse en buscar una salida honrosa, luchó contra los demonios internos y los buitres de la alcoba. Una virulenta enfermedad ha acabado con su vida dejando una huella indeleble en el imaginario colectivo, un imponente faro que alumbra eternamente su legado, su pasión artística, su mirada profunda e intimidante. Adiós, hermano perro. Descansa en paz, jinete rebelde, te lo mereces, ya creo ver tu figura surcando el infinito a lomos de un caballo de hierro.    
  

2 comentarios:

  1. Que pena se nos va uno de los grandes de nuestro tiempo. Los cinéfilos le echaremos de menos.

    :__(

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    1. Siempre tuve debilidad por Dennis Hopper, su muerte, aunque esperada, me inundó de nostalgia y tristeza. Se merecía mi pequeño y sentido homenaje aún en la confianza de poder seguir disfrutando de su maravilloso legado.

      Pedro Rodríguez

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