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miércoles, 8 de febrero de 2012

LA PIEL QUE HABITO


Un truño con ínfulas de auteur

LA PIEL QUE HABITO ê
DIRECTOR: PEDRO ALMODÓVAR.
INTÉRPRETES: ANTONIO BANDERAS, ELENA ANAYA, MARISA PAREDES, BLANCA SUÁREZ, FERNANDO CAYO, JEAN CORNET.
GÉNERO: DRAMA / ESPAÑA / 2011  DURACIÓN: 117 MINUTOS.    
            
      Definitivamente, la deriva de Almodóvar no parece tener fin. Tras su último fiasco, Los abrazos rotos (2009), irrumpe furtivo por varios géneros en un patético ejercicio de cinefilia ante el que es imposible contener la risa y el sonrojo, un grotesco híbrido que pretende navegar por el melodrama, el terror a lo giallo y las pautas del suspense hitchcockiano. El cineasta manchego se inspira tibiamente en la novela “Tarantula” de Tierry Jonquet para romper –cosa que no logra- su monotonía folletinesca acoplando la premisa del texto a su universo y estilo. Tal vez ese presunto cambio de registro le haya supuesto una liberación, una experiencia innovadora, un bautismo de fuego que le aleja del encasillamiento, pero para este cronista sólo es otra historia aburrida, enfática en sus ínfulas de auteur, mediocremente interpretada e inane y dispersa en sus reflexiones sobre la pérdida, el dolor, la identidad y la venganza.

       Vayamos con el argumento: LA PIEL QUE HABITO nos narra la historia del  cirujano plástico Robert Ledgard (Antonio Banderas), obsesionado con crear una nueva piel que haga sentir al ser humano la sensibilidad de las caricias y al mismo tiempo sea una fuerte coraza que le defienda de las agresiones internas y externas. Su enfermiza fijación se debe a que su mujer murió a causa de las graves quemaduras que sufrió en un fatal accidente de coche. Para lograrlo hace uso de las ilimitadas posibilidades que le ofrece la terapia celular, la transgénesis, con la que lleva  experimentando muchos años en su laboratorio y que está absolutamente prohibida por la ley. En realidad, Robert sólo necesitaba una cobaya, un cómplice  y ningún escrúpulo. Los escrúpulos nunca fueron un problema para el galeno, como cómplice tiene a Marilia (Marisa Paredes), la mujer que se ocupó de él desde que nació, y en cuanto a la cobaya humana, son muchas las jóvenes que desaparecen de sus casas, en algunos casos por voluntad propia. Una de estas jóvenes, Vera (Elena Anaya), acabará atrapada en El Cigarral, la espléndida mansión que comparten Robert y Marilia. 
      
      Sinceramente, este Almodóvar es un fenómeno. El tipo tuvo el arrojo de confesar en Cannes que la mayor influencia de LA PIEL QUE HABITO fue la atmósfera sombría y asfixiante de aquella obra maestra firmada por Georges Franju en 1960 titulada Los ojos sin rostro. Y se quedó como es, más ancho que largo. Ole tus cojones, Pedro. El autor altivo y adorado, contento con su carácter subversivo, sigue sin darse cuenta de que citar a Franju, Fritz Lang, Douglas Sirk o Mary Shelley sólo le hace parecer más insignificante y ridículo. La nueva cagada de nuestro director más internacional es una de las películas menos originales, más huecas y pretenciosas de su irregular carrera: nos presenta una historia en formato de thriller, pero no encuentro clave alguna de este género por ninguna parte (malditismo, acción, misterio, suspense, amour fou); quiere adoptar caracteres, signos, recursos propios del giallo, pero no hay nada perturbador, gótico, salvaje ni amarillista en la forzada teatralidad de su propuesta; pretende que su principal protagonista, Antonio Banderas, adopte el hieratismo típico de los personajes del polar francés, y tan imposible sobriedad le hace parecer un muñeco de cera. Así, las secuencias que se suponen trágicas resultan irrisorias y el espanto gélido deviene en comedia bufa donde nada resulta creíble, salvo la inmarcesible belleza de Elena Anaya.     

      Es curioso que Banderas sea requerido por el director después de tantos años para encarnar un papel con ciertas conexiones con el de Átame, que a la vez estaba inspirado por el protagonista de la novela de John Fowles  y la película homónima de William Wiyler El Coleccionista (1965), al igual que el novelista Tierry Jonquet se vio influenciado por la novela de Jean Redon que dio pie a la magistral Los ojos sin rostro, una obra de culto del terror poético y surrealista. Laberinto referencial que ha llevado a nuestro oscarizado realizador a rehacer mil veces un guión mediocre, con aroma a déjà vu que deja en casi nada su fantasmal cambio de registro. La película número 18 de su filmografía no produce el vértigo ni la alarmante visión del abismo prometida por la maquinaria publicitaria del cineasta y sus críticos de cámara, sólo logra mantener una mínima expectación en el primer tramo, en esa presentación del “mad doctor” con sus tubos de ensayo y que mantiene cautivo al monstruo que está creando. Todo se viene abajo cuando la pesada narrativa (taimadas reflexiones sobre la identidad, las máscaras, el dominio), que nos trata de explicar el incendio emocional que ha incitado al elegante y severo doctor a llevar a cabo tan despiadada venganza contra quien causó su miseria familiar, moral y emocional. Con una atmósfera tan aséptica como bizarra, enjundiosos diálogos, dilatados flash-backs que revelan secretos familiares terribles y una estructura que juega con el espacio y el tiempo, se desarrolla este impostado engendro que nadie puede tomarse en serio, su compleja y trágica comicidad es una de las mayores tomaduras de pelo que este crítico ha sufrido en una sala de cine.  

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