La esperada película de Tarantino
representa un gran mosaico de referencias, una hábil mezcla entre el cine de
kung-fu, el spaguetti-western y el anime japonés. Kill Bill
da mucho más de lo que cabían esperar aquellos espectadores que se sintieron
defraudados con su anterior film, Jackie Brown (1997). Estrenado en dos
partes, en el primer volumen de este film mayor protagonizado por una soberbia
Uma Thurman que da vida a “la novia”, también conocida por “Mamba negra”, el
realizador nacido en Knoxville opta por dividir en cinco episodios una historia
de venganza sangrienta, la que la novia lleva a cabo contra su antiguo jefe y
su Pelotón Mortal de Asesinos Viperinos (DIVAS) en respuesta a la masacre que
estos cometieron el día de su boda, matanza de la que ella, que era su
principal objetivo, sobrevive quedando en estado comatoso.
El argumento es pues
muy simple: la novia se recupera, inicia la búsqueda, se enfrenta y elimina a
quienes destrozaron su vida. Puro cine de acción, sí, nada más y nada menos.
Aquellos que como González de Iñárritu piensan que Tarantino aborda la
violencia de manera frívola, pueden considerar que esta película confirma
plenamente sus opiniones. No estoy de acuerdo, Kill Bill es un film
caleidoscópico y provocador que encierra una lección de cine de alta escuela,
la que se aprende en los vídeo-clubs. Siguiendo los patrones narrativos de sus
dos primeros films, la cinta avanza de atrás hacia adelante, volviendo otra vez
atrás sin decaer ni un momento. Uma Thurman disemina esporas de seducción desde
casi la primera secuencia, el brutal combate que la enfrenta a Vermita (Vivica
A. Fox) en la casa de esta última. Todo el relato es un tributo a ella, un
homenaje que nos contagia con la fuerza de su belleza y decisión, embutida en
su traje amarillo Bruce Lee avanza directa, implacable, hasta culminar su
explosiva venganza.
Ese ansia vampírica con la que el autor se
retroalimenta con material de deshecho de serie B (o Z) resulta especialmente
fascinante en su reconocimiento al cine oriental, de artes marciales, yacuzas y
el manga (impactante el corto anime que hace un recorrido infernal por la
traumática infancia de Lucy Liu), y al maestro Sergio Leone, glorificado en
cada combate, teatrales ordalías a modo de duelos rituales en los que los
callejones polvorientos dejan paso a esa mística casa de las hojas azules.
Exquisita esta primera entrega de una obra total que condensa lo mejor del
género de las últimas décadas, insólita por su carácter iconoclasta que rinde
pleitesía al cine que nos hizo soñar a generaciones enteras. Un capítulo aparte
merecería su banda sonora, recopilación brillantísima y adictiva que se ajusta
como un guante al anfetamínico ritmo de un film delirante en su sentido del
humor, desmesurado en sus coreográficos enfrentamientos, donde los cuerpos
desmenbrados de la víctimas despiden sangre como aspersores. Difícil será
olvidar a su atormentada heroína, escapar de su adrenalínico magnetismo,
abstraerse del hipnótico influjo de un ejercicio estilístico que nos sirve en
bandeja de lujo un delicioso banquete para cinéfilos y mitómanos.
Quien esto escribe puede entender que a
mucha gente no le guste Kill Bill, del mismo modo que me esfuerzo por
comprender a todos esos ordinarios que desprecian la ópera, el caviar o el Vega
Sicilia. Lo que ya me cuesta más de asimilar es que unos pocos críticos
especializados y un más amplio sector del público se muestre incapaz de
percibir que ésta es una película cardinal en el cine del nuevo milenio. En Kill
Bill Vol. 2, nos encontramos de nuevo con el Tarantino mas
esencial: acción brutal y estimulante, violencia operística de diseño, cáustico
y desbarrado sentido del humor, personajes estrambóticos, diálogos chispeantes,
amores al límite, flash-backs y continuos saltos narrativos en la
historia, laceración, intensidad, emoción. Todo lo que es y hace grande el
cine, no soy yo quien inventó aquello de que “una película es una chica y una
pistola”(fue Godard), en este caso una katana. En su lucha por la venganza
total -y una vez eliminadas O-Ren Ishii (Lucy Liu) y Vermita Green (Vivica A.
Fox)-, Beatrix Kiddo (Uma Thurman) -la novia ahora tiene nombre propio-,
continúa su inexorable vendetta contra sus antiguos compañeros del
escuadrón de asesinos, del que su pieza más cotizada es Bill (David Carradine),
la última parada de su sangriento y despiadado itinerario, él fue su amante,
también el culpable de que le robaran a su hija y pasara cuatro años en coma.
En su planificada y purificadora misión, siguiendo su propio e inalterable
código de valores, la novia tacha de su lista negra cada objetivo cumplido, en
tan sombría relación se encuentra Budd “serpiente de cascabel” (Michael Madsen)
un vaquero paleto que, además de no ser un angelito, es el hermano pequeño de
Bill, y ahora se encuentra trabajando de matón en un local de strip-tease.
Pero en la lista negra, como objetivo principal, también está Elle Driver
(Daryl Hannah) la sibilina rubia tuerta que intentó envenenarla en el hospital.
A la heroína Beatrix su encuentro con Bill le depara una enorme sorpresa que le
dará fuerza para concluir su misión, pues tras inundar de sangre diferentes
escenarios, todo está preparado para el último combate.
Está claro que Tarantino ha entrado en un
nuevo estadio de creación, hemos penetrado ya en una novedosa dimensión del
metalenguaje cinematográfico, y la presente obra inunda de luz y abre camino al
nacimiento de un mito revolucionario. En efecto, se acabaron los virajes
intermedios, a partir de materiales de derribo y aplicando la linterna detrás
de las telarañas, el director de Reservois dogs (re)crea un universo
que, en estado latente, emitía señales en el imaginario colectivo. Todo un
mundo que el crítico serio detesta, el coleccionista mima y persigue y el gran
público ignora, microcosmos referencial no sólo reducido a producciones de
serie B con ínfulas rupturistas (cuando no demoledoras en su descarnada verdad
sobre las angustias del hombre moderno), también en su amplia mirada sobre la
literatura pulp, los cómics, la sabiduría popular y una antología de
canciones y bandas sonoras que, tal vez pasaran desapercibidas para el
aficionado medio, jamás para el limpio y exquisito pabellón auditivo de
Quentin. Frente a los standars de Hollywood, Tarantino crea escuela,
convertido en icono y director de culto, su rol model es imitado hasta
la nausea, muy a pesar de las artimañas que memos, cagones y mediocres inventan
en su obsesiva y estéril lucha contra la violencia en el cine.
Y no es que
Tarantino cumpla una misión encomendada por Dios, como apuntó el incombustible
David Carradine, pues lejos de ser una revelación, el cine es para el
realizador una cuestión de supervivencia. Así, cada estreno de un film suyo se
convierte en algo insólito y en todo un acontecimiento cinematográfico. Como en
la primera parte del film, el director despliega una extensa munición visual y
narrativa, apoyándose en una compleja estructura dividida en capítulos
terminantes y cambios cromáticos y de formato. Empero, hay algo sustancial que
las diferencia, ya que si en aquella todo se resolvía en el terreno de la pura
acción, en ésta, sin mucho menos despreciarla, nos ofrece unas pausas que
arrastran el potencial de la historia hacia espacios más filosóficos y
profundos. Sólo que habrá quien siga machacando en el track de la
violencia, poniendo el énfasis en unas secuencias de ultrarrealistas
abstractas, pasando por alto el valor de la reflexión y unos diálogos
magistrales, frescos y contundentes. Estallidos febriles tan cargados de tensión,
emoción y electricidad como el rayo que precede al trueno. Cómo olvidar esa
originalísima joya, en forma de diatriba, sobre el origen de Superman y su
superioridad moral sobre los demás superhéroes que Bill le suelta a Beatrix
mientras nuestra heroína está siendo víctima de un poderoso suero de la verdad.
“Matar a Bill”, esa es la misión de la
pertinaz Beatrix Kiddo o “la novia” o “ Mamba negra”, y a ese (con)fin destina
la película su verdadero clímax, todo aquel flow sangriento iniciado en
el minuto uno de la primera parte, confluye en un cuadro crepuscular teñido de
un abrasivo sentimentalismo; Tarantino aparta su mirada obscena y salvaje
cuando madre e hija comienzan sus contactos, aplaca su fulgor y su furia para
el desafío final, y nosotros, espectadores de lujo, tenemos un billete de
primera clase para viajar al ocaso. Moderna revisión del spaguetti-western
pasado por el tamiz oriental, Kill Bill da -repito- cumplido homenaje al
maestro Leone, de quien extrae su fisicidad expresiva, una marcada debilidad
por los antihéroes, y cómo no, una retahíla de frases lapidarias escupidas cual
sentencias de muerte por los desolados callejones de El Paso.
Si la muerte de
Budd “serpiente de cascabel” resulta realmente sádica, la pelea con Elle de una
crueldad goremaníaca, la fugaz lucha con Bill es digna de ser recordada: letal
golpe de los cinco puntos y al caminar cinco pasos el corazón explota. Dos
seres que han traspasado la inexistente línea que separa el amor del odio, y
que, por tanto, deben matarse. Duele, porque se producen desgarros, el peso
insoportable del pasado desnudado en secuencias introspectivas y acusadamente
intimistas. El postrero duelo, ese latigazo intenso y el abrazo del fatal
destino. Mirada fronteriza que pone el punto y final a esta hermosa obra
maestra.
Es el homenaje definitivo a la serie B, el "exploit" soñado, tan simple como fascinante.
ResponderEliminarUn abrazo.
Que cuenta, además, con una extasiante banda sonora y una secuencias de peleas que, aunque hiperbólicas, están rodadas con mucha pericia y cruel realismo.
ResponderEliminarUn abrazo.