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martes, 1 de noviembre de 2016

CRÍTICA: "QUE DIOS NOS PERDONE" (Rodrigo Sorogoyen, 2016)

Almas en la hoguera
QUE DIOS NOS PERDONE êêêê
Director: Rodrigo Sorogoyen.
Intérpretes: Roberto Álamo, Antonio de la Torre, Javier Pereira, Luis Zahera, José Luis García Pérez, Mónica López, María Ballesteros.
Género: Thriller / España / 2016  Duración: 125 MINUTOS.   
      
     
     Tras foguearse dirigiendo episodios de series de televisión como Impares, La pecera de Eva, Vida loca, Frágiles o la más reciente Rabia y firmar junto a Peris Romano la comedia romántica 8 citas (2008), el verdadero punto de inflexión en la carrera de Rodrigo Sorogoyen fue Stockholm (2013) un drama romántico minimalista producido por el sistema de crowdfunding y que protagonizado de manera primorosa por Aura Garrido y Javier Pereira consiguió un puñado de premios en varios festivales y se convirtió en la auténtica sleeper del cine español aquella temporada. El director madrileño juega ahora en la liga de primera división con este policíaco en donde demuestra su amor por el género con un magnífico guión escrito por él mismo  e Isabel Peña.
     
   
     Que Dios nos perdone sitúa la acción en el verano del año 2011 en Madrid. La ciudad está sumergida en una convulsa actividad y una crisis económica que parece tocar fondo. Además de la ebullición del  movimiento del 15-M, un millón de peregrinos esperan la llegada del Papa en el Madrid más caluroso, violento y caótico que nunca. En este contexto, dos inspectores de policía, Alfaro (Roberto Álamo) y Velarde (Antonio de la Torre), deben encontrar cuanto antes y sin hacer mucho ruido a un asesino en serie de ancianas. Una carrera contrarreloj que les hará reflexionar sobre algo inquietante: ninguno de los dos es tan diferente al asesino que persiguen.

    
   Con lejanos ecos a las “hazañas” de uno de los asesinos más populares de nuestra crónica negra, el serial killer José Antonio Rodríguez Vega “El Mataviejas”, la influencia del cine norteamericano de asesinos en serie y el thriller surcoreano, Sorogoyen firma una buddy movie (película protagonizada por amigos) sobre dos colegas policías que no se soportan y con la circunstancia inaudita de que ninguno de los dos avivan ninguna empatía en el espectador. Pero si hacemos caso a lo que dijo Einstein: “El mundo no está en peligro por las malas personas sino por aquellos que permiten la maldad”, los inspectores Alfaro y Velarde cumplen con su misión envueltos en una atmósfera irrespirable bajo la presión institucional y la caldera climática. El perfil de cada uno de los personajes está perfectamente dibujado gracias a la gran dirección de actores y las superlativas interpretaciones de Roberto Álamo y Antonio de la Torre: Alfaro es policía pero bien podría ser un vulgar chuloputas, un tipo violento, un macarra esquinado, un garrulo bebedor que se odia a sí mismo y a todo lo que le rodea y que utiliza como arma la amenaza y la fuerza; Velarde, en cambio, es un tipo asocial, un profesional, un policía reflexivo que, sin embargo, camina con el alma torturada por las heridas de la infancia y vive acomplejado por su tartamudez.

    
    En realidad, las dos almas en la hoguera están condenadas a vivir sobre las baldosas de su angustia y entre las paredes de su soledad. Ellos son testigos de la cara más sucia y fea del incontinente drama humano, pateando callejones sórdidos y pisos destartalados de renta antigua para oler la sangre en la escena del crimen, la desastrada y repulsiva normalidad de la muerte. Porque la anomalía en esta película es la existencia misma que va a conectar a tres personajes de vidas escindidas y personalidades psicóticas, da igual si a uno u otro lado de la ley.


    En ese puchero apestoso que es Madrid en verano, un asesino utiliza su encanto (soberbio Javier Pereira) para dar matarile a ancianas solitarias sobre las que descarga  su ira, sus complejos y traumas. Un asesino en posesión de cierto atributo físico como único signo reconocible de su anodina existencia, tan gris e insustancial como esos escenarios en donde el polvo, el sudor, la humedad, la mugre y el desamparo producen una opresión insufrible, una asfixia con olor a orina y cuerpos mustios, sin hálito ni sueños.


    Sobre esa pegajosa turbiedad se asientan los cimientos de una trama que escanea la materia necrosada de una sociedad alienada y cruel que hace tiempo que rompió la brújula y el reloj en su tránsito por un mundo en donde el dolor es lo único que activa el termómetro de la supervivencia. Que Dios nos perdone es un thriller que abre en canal el vientre de la castiza Madrid para que se pudra al sol junto a un revoltijo de protestas tan estériles como pueriles y de peregrinos de fe exaltada, de demonios imprecados desde el silencio o la fiebre, desde la atroz certeza de que no hay nada que defina mejor al ser humano que la maldad. Como dijo Chesterton: “Soy un hombre. Y por lo tanto llevo dentro de mí todos los demonios”.



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