“LA LEYENDA DE TARZÁN” (David Yates, 2016) êê
Si he de ser sincero, no esperaba mucho de esta plúmbea modernización del mito del buen salvaje realizada por un director, David Yates, conocido por haber firmado cuatro entregas de la saga Harry Potter, entre las que sobresale Harry Potter y las Reliquias de la Muerte II (2011). La razón no es Yates, que ha demostrado ser un director competente incluso en sus incursiones televisivas y que tiene previsto para este año el estreno de Animales fantásticos y dónde encontrarlos (2016), también basada en la novela homónima de J. K. Rowling, sino el encorsetamiento de las reglas de un mercado que Warner Bros. hace cumplir a rajatabla a todos los que trabajan bajo su mecenazgo. La figura trilladísima y legendaria de Tarzán nación en 1912 de la pluma de Edgar Rice Burroughs, y sólo recuerdo al ex nadador olímpico Johnny Weismüller como el único protagonista que me hizo disfrutar cuando era un niño de las aventuras del Rey de la Jungla, si bien no resultó desdeñable Greystoke: La Leyenda de Tarzán (Hugh Hudson, 1984) que con Christopher Lambert de protagonista guarda mucha sintonía con la presente incluido el título.
Para reflotar la franquicia de uno de
los personajes literarios que cuenta con más adaptaciones a la pantalla grande se
ha utilizado un equipo de cuatro guionistas para pergeñar un libreto que poco
les habrá devanado los sesos y que nos cuenta que Tarzán (Alexander Skarsgård) abandonó la jungla africana para
llevar una vida cómoda y aburguesada como John Clayton III, Lord Greystoke,
junto a su amada esposa Jane (Margot
Robbie). Pero un día, el Parlamento le envía como emisario comercial en el
Congo. En realidad, todo forma parte de un plan ideado por León Rom (Christoph Waltz) un capitán belga movido por la avaricia y la
venganza, aunque no es consciente de lo que está a punto de desatar.
Nuevo producto
fast-food facturado por Warner en el que
casi todo se fía a la abusiva labor de efectos digitales y con el que se trata
de humanizar a un personaje nada correcto políticamente en su concepción
original. Ahora tenemos a Alexander Skarsgård dando oxígeno al buen salvaje con
un exquisito refinamiento y comprometido con la lucha contra el esclavismo y la
rapiña de los buscadores de diamantes. Con una poderosa edición de sonido y un
tratamiento comedido de las escenas violentas, La leyenda de Tarzán apenas
aporta elementos novedosos más allá de la relación del rencoroso padre gorila
con su vástago adoptivo y la más física y cercana de Tarzán con Jane. La acción
en tiempo real se alterna con flash backs y saltos temporales en una narración
algo confusa y torpe diseñada
milimétricamente para resultar agradable para la conciencia animalista en estos
tiempos de falsos héroes y luchadores. Pero Yates se olvida de que el cine es
un vehículo que te ofrece opciones para epatar, transgredir y romper barreras
en pos de una buena obra artística aunque resulte molesta e incluso lacerante
para los niveles de tolerancia de un público masivo adocenado.
El gran problema de La leyenda de Tarzán es la ausencia de riesgo, el sometimiento a
las reglas inflexibles del maistream en la asquerosa presunción de que el cine,
como potente lenguaje universal, tiene que compatibilizar la diversión con los
valores podridos del establishment… y así, la película naufraga por su premiosa
pacatería, en su desprecio por el tratamiento visceral de la violencia y en su
racanería narrativa rebosante de diálogos planos. De tal modo que uno
siente pereza al tratar de sacar algunas conclusiones de un producto tan
monótono y esquemático protagonizado por un actor atractivo, de cuerpo atlético
pero hierático y nada carismático, cada vez más alejado del primitivismo
salvaje que dio sentido a su existencia.
Comprobamos que su original alarido
sigue poniendo en marcha una bestial estampida en la jungla africana, motivo
que vale para desarrollar una escena imposible, tanto como la vertiginosa
persecución con lianas y el asalto al tren de los esclavos o la pelea con el
gorila celoso. Nada resulta creíble, ni siquiera el sofisticado villano al que
da vida Christoph Waltz, como cruel enviado del rey Leopoldo de Bélgica para
hacerse con el control de las minas de diamantes, ni mucho menos Samuel L.
Jackson como George Washington Williams, que inspirado en un personaje real se
muestra como un aliado fiable de Tarzán e implicado en la lucha contra los abusos
de la esclavitud. En fin, tibia y olvidable aventura que no sirve ni como
introspección dramática sobre la tragedia de la colonización y la sangrienta
explotación de la minería, ni como entretenido espectáculo palomitero capaz de
alojar alguna escena memorable en la memoria o la retina.
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