lunes, 30 de julio de 2012

VIOLENCIA DE GÉNERO: CINE-ESPEJO DE LA DEFORMACIÓN


CINE-ESPEJO DE LA DEFORMACIÓN
(Apuntes sobre la  violencia de género en el cine)     

     Desde la mítica Gilda (1946), excelente película de Charles Vidor que resume perfectamente todas las constantes del cine negro, muy popular, por otra parte, por la destacada y corrosiva escena de la bofetada que el personaje de Glenn Ford da al de Rita Hayworth cuando ésta finaliza la magnífica canción Put the Blane on Mane, el cine, como expresión artística y transgresora, ha sido, en demasiadas ocasiones, el reflejo de las aberraciones, los vicios y la decadencia de una sociedad invitada a asistir desde una butaca, en la semioscuridad de una sala, a los mil rostros de la deformación humana, convirtiéndose a la vez en espejo y pulsión de un tiempo cuya dimensión todo lo destruye: la fe, la esperanza, el amor, la memoria.
     
      Si la desbordante carnalidad de la Hayworth, estereotipada femme fatal que se desprende sinuosamente de los largos guantes como preámbulo de un sensual striptease, emerge aún hoy en día como uno de los mayores iconos referenciales para millones de cinéfilos, fetichistas y mitómanos que intercambian miradas cómplices ¿cómo puede uno reaccionar ante esa enfermedad moral devastadora llamada conceptualmente violencia de género? No sé si el terrorismo machista, la violencia doméstica o no doméstica, salvaje e irracional, física o psicológica, ha quedado bien plasmada (entiéndase de manera seria y creíble) en sus múltiples representaciones o punteados fílmicos, pues no se trata de hacer un vano y sesudo ejercicio de memoria, no obstante, me asaltan inquietantes recuerdos.
      
      En una de mis películas de cabecera, Caído del cielo (Out of the blue, 1980), una cinta de culto dirigida e interpretada por el outsider Dennis Hopper, auténtico loser del cine independiente norteamericano, la violencia se eleva como la catarsis definitiva y purificadora en el ambiente de un intenso y desolador drama rural. Calificada por cierta crítica como el último film de la era punk-rock, el maldito Hopper plantea, en una atmósfera infernal, la desesperada situación de una joven atrapada en la encrucijada de su pequeña ciudad y su asfixiante entorno familiar, compuesto por un padre ex presidiario y alcohólico y una madre trastornada y drogadicta, que descargan sobre ella su rabia y frustración. 
     
      Este originalísimo film, que analiza de manera clínica los registros más bajos del ser humano –incluido abusos sexuales del padre a la hija-, se impone como un canto exasperado del no future, un tratado de comportamientos absurdos alejado del tan cacareado “sueño americano”, que va a desembocar en un pavoroso final, congruente para una situación sin salida. Nueva vuelta de tuerca, otra flamígera y nada piadosa mirada del autor de Easy Rider sobre los abismos de la existencia.
     
      La maté porque era mía es el revelador título  de una película francesa (en el original Tango, 1992) que dirigida por el prestigioso Patrice Leconte en clave de comedia negrísima y un tanto estrambótica, tiene como tema central la eterna guerra de los sexos, proyectando un discurso misógino y provocador, nada correcto políticamente desde un punto de vista ideológico y que basa todo su efecto en el alto nivel de su elenco –Philippe Noiret, Richard Bhoringer, Miou Miou- y sus inflamables diálogos.
     
      El neozelandés Lee Tamahori irrumpió con fuerza con su musculosa Guerreros de antaño (Once were warriors, 1994) un film difícil de digerir que fue un gran éxito en su país de origen, adaptación de la novela de Alan Duffy ambientada en el barrio neozelandés de Auckland, enclave de maoríes, guerreros que tiempo atrás –de ahí su título- fueron famosos por su bravura (entiéndase crueldad, bestialidad, intransigencia). Aunque la película pueda ser indicativa de algunos rasgos de la cultura y servir de aproximación a la vertiginosa degeneración de la etnia, donde la mujer es un objeto bajo la bota sexista que puede ser maltratada sin compasión en escenas durísimas e impactantes, al final se vacía en una prédica estéril e ideológicamente pueril. Verdaderamente esos bestias o son muy de antaño o son de otro planeta.
     
      Mas reciente es Irreversible, película escándalo en el Festival de Cannes dirigida por el argentino afincado en Francia Gaspar Noé. Protagonizada por la bellísima Monica Belucci y su pareja Vincent Cassel, el film está contado al revés con una virtuosa utilización del flash-back que nos introduce a bocajarro en una angustiosa pesadilla: la delirante búsqueda llevada a cabo por dos amigos, Cassel y Albert Dupontel, por los antros más infectos y gores de la noche parisina del responsable de la violación y el asesinato de la compañera del primero de ellos, la preciosa y escultural Alex (Belucci), a quien la maldita ruleta de la vida le ha deparado el peor de los destinos: morir en un sórdido subterráneo peatonal una noche cualquiera tras una insufrible agonía de casi diez minutos.

      Tachada estúpidamente de fascista por algunos críticos asustadizos que demuestran así su excepcional concepto de la tolerancia y su falsa progresía (el soplapollas de Carlos Boyero se descolgó con que Noé, además de un mal cineasta era una mala persona, cuando ni siquiera le conoce), el film es una introspección totalmente válida y realista sobre la capacidad destructora-depredadora del hombre y la venganza como un mecanismo que adquiere su propia lógica. Citando a Immanuel Kant “en el arte se debe mostrar todo, a pesar del horror que nos pueda despertar”. Si la película estuviera estructurada y narrada de forma lineal, acompañada del recurso de la elipsis, tal vez no hubiera resultado tan molesta, entonces ¿qué nos asusta?, ¿la vida misma?, tal vez ¿nosotros mismos?, ¿el embalaje de la verdad? Un artista es un hombre libre de inventar y diseñar ficciones, una de sus funciones es tratar los problemas de su tiempo y denunciar sus males. Y al que no le guste lo que ve, que se arranque los ojos… o las gafas, Boyero.

      Últimamente el cine español ha tratado el tema de la violencia de género con bastante fortuna, hablemos primero de la magistral ópera prima de Benito Zambrano, Solas (1999). El director andaluz encontró por fin financiación para su guión en el productor Antonio Pérez, y con un presupuesto de  100 millones de pesetas de las de entonces  y cuatro semanas de rodaje, su film se convierte en la auténtica sorpresa de la temporada, exhibida en la sección Panorama del Festival de Berlín, se hace con el premio de un público que, puesto en pie, la ovaciona durante más de cinco minutos.
     
      El director lebrijano nos sitúa en la Sevilla de 1999, donde una mujer de pueblo (María Galiana) llega a la ciudad para acompañar a su marido en el hospital donde está ingresado con motivo de una intervención quirúrgica. En la ciudad vive su hija María (Ana Fernández) que abandonó el pueblo hace tiempo huyendo del pasado para malvivir en la gran urbe en permanente estado de frustración y nerviosismo. Madre e hija se ven forzadas a compartir piso y convivir durante varios días hasta que el padre se recupere. Poco a poco vamos conociendo a todos los personajes: la madre, una mujer abnegada, de una bondad infinita, atenta y rebosante de cariño. La hija, desilusionada, corroída por los trabajos precarios, el alcohol y un embarazo no deseado. El marido, un individuo machista y celoso, de un carácter agrio e insoportable. El vecino, un anciano solitario cuya única compañía es un perro y que entabla una verdadera amistad con la madre.

      Solas es una película sensible y descarnada que, como bien indica su título, su principal soporte argumental es la soledad y la incomunicación. La soledad de unos personajes que naufragan y se ahogan –unas veces en alcohol, otras en lágrimas- en la realidad de su propia existencia. Madre e hija buscan un resquicio donde encontrarse y romper el muro de silencio que hace años les separa, atravesar la espesa niebla que les impide mirarse. Al compartir ese apartamento sin vistas, de ventanas tapiadas, donde la televisión es una carcasa vacía llena de lucecitas, a las dos mujeres les ha llegado la hora de de liberar sus sentimientos de la pesada condena, de borrar paisajes de una memoria desolada y crear espacios donde puedan entenderse.
     
      La carga emocional aumenta en ese enclave de marginación, arrabal de miserias cotidianas, cuando cada personaje ha de tomar un nuevo aliento para enfrentarse al brutal dilema diario que les ha tocado vivir. María porque busca la ayuda y comprensión del tipo que la ha dejado embarazada, pero de ese animal sólo recibe amenazas y desprecio. La madre, con una vida de sacrificios a su espalda, al lado de un marido que la maltrata y del que tiene que seguir soportando insultos y humillaciones: hueles a macho, le dice el amargado marido desde la cama del hospital. Está también el vecino, un anciano viudo que a raíz de la amistad que entabla con la madre, y más tarde con la hija –a la que aconseja que no aborte porque quiere ser el abuelo de su hijo-, comienza a ver un destello de luz. Con Solas, Benito Zambrano realizó una gran ópera prima que se nos aparece como un juego de espejos demasiado común, al visionarla nos invade la sensación de verdad que tienen los dramas más universales. La congoja de la memoria sentida, la derrota y el deterioro por los intentos de escapar de las encerronas que nos tiene preparado el maldito destino.
     
      Pero la cámara del director andaluz percibe, del mismo modo y con sorprendente habilidad, la fortaleza moral de los personajes que forman el triángulo interpretativo, que rozan la perfección por su franqueza y sencillez… Y aunque el final se nos antoja un tanto utópico, el simbólico crepúsculo que apaga el día al mismo tiempo que se apaga la vida de la madre sufriente  -en un hermoso plano que capta su dulce sonrisa-  nos indica que estamos ante todo un descubrimiento. Si toda la película es entendida como una hermosa loa a la maternidad, la atípica pareja que camina por el cementerio haciendo arrumacos al recién nacido, nos enseña que su mensaje último debe ser, más que ninguna otra cosa, un canto a la esperanza.

      Muy correcto fue también el debut en la dirección del alicantino Javier Balaguer, que mete el dedo en la herida y no se cansa de hurgar en ella durante la hora y media larga de metraje de que consta Solo mía (2001), película que tiene como tema central lo que eufemísticamente llamamos violencia doméstica, como si los salvajes que la practican pudieran ocupar algún lugar en ese ámbito, como si las vejaciones psíquicas y sexuales, el daño físico que en demasiadas ocasiones acaba con la víctima en el cementerio, formaran parte natural de un lote en las listas de bodas junto a los electrodomésticos. Es de agradecer el respeto y el esfuerzo de todos los que han hecho esta película necesaria que viene a ocupar un inmenso vacío temático en el panorama del cine español, puesto que, hasta la fecha, ningún film lo había tocado de forma monográfica. La película nos narra la relación entre un publicista de éxito (Sergi López), y una secretaria de su empresa (Paz Vega), que deciden enseguida formalizar su situación y tener su primer hijo. Parecen la pareja ideal, sin embargo, pronto empiezan los reproches, las bofetadas y la primera paliza llega cuando ella es admitida en la universidad. Asustada, pero todavía enamorada, confiesa su drama a una pareja de amigos de su marido, que le ofrecen ayuda, refugio y consuelo. Tras sufrir la primera humillación sexual, pondrá su caso en manos de un abogado.
     
      Inteligente propuesta de Balaguer que, sin caer el tópico de focalizar el asunto en un contexto de marginalidad, precariedad económica o drogadicción, concluye con la acertadísima reflexión de que el problema de los malos tratos domésticos no depende en exclusiva del estatus, aunque a veces influya, sino que es un problema básicamente educacional. El realizador alcoyano, que llevó a cabo una gran labor de documentación, nos muestra la paulatina destrucción de la convivencia dosificando los alarmantes síntomas que desembocan, irremediablemente, en estallidos de cólera, violencia y desatada crueldad. Solo mía funciona porque logra captar el aura temible y oscuro de la opresión y el escarnio, alejándose del regodeo facilón de la violencia explícita sin, al mismo tiempo, obviar la brusquedad de la tragedia. La cámara persigue obsesivamente a los protagonistas marcando el ritmo de la fatalidad, las brutales transformaciones y el paisaje después de la batalla. Buenas y emocionales interpretaciones y una canción, “Solo mía”, trágico bolero que canta Clara Montes: Eres mía, solo mía, mía para quererte, mía para romperte, eres mía, solo mía.

      Un par de años después, la directora Icíar Bollaín nos sorprendió con una sentida crónica que pretendía ser demoledora hasta en su título, Te doy mis ojos (2003). Con un libreto propio y de su colaboradora Alicia Luna, el film nos narra el infierno por el que pasa Pilar (Laia Marull) que en una fría noche de invierno huye de su hogar acompañada de su hijo. Pero su marido, Antonio (Luis Tosar) corre enseguida a buscarla porque, tras el drama, surge siempre su vana zalamería: “sin ti no puedo vivir”, “Eres mi sol”, e incluso dice “que le ha dado sus ojos”. Un friso desolador, ciertamente terrorífico, en el que quedan retratados todos los personajes, la pulsión del miedo, la humillación y el desgarro. El hogar convertido en una cárcel, una sala de torturas psíquicas y humillaciones sexuales donde el dolor empobrece a la pobre Pilar, que ya no puede seguir viviendo con su enemigo.

      Te doy mis ojos es, para este cronista, una película inferior a la anterior, aun con eso contiene una atmósfera progresivamente agobiante que logra en algunos momentos reflejar las tensiones que generan nuestras miserias cotidianas. Bollaín lo ha intentado en varias ocasiones, y aunque agradecemos su interés, todavía no ha conseguido una película redonda sobre el tema de los malos tratos contra la mujer, su mayor acierto en esta nueva incursión es no haberse dejado llevar por el fácil maniqueísmo tratando de comprender las razones que llevan al lobo-hombre a devorar a la mujer que ama y que le ha dado todo. El problema reside en el tono enfático de unas escenas especialmente construidas para subrayar la moraleja final, en una tosca puesta en escena que no está en ningún momento a la altura del trabajo de sus protagonistas (excelentes Marull y Tosar) obligados a dar oxígeno a una pareja del montón que obliga al espectador a reflexionar  sobre por qué una mujer es capaz de pasar por ese potro de torturas intentando encontrar por el camino algún rastro de aquel hombre del que un día se enamoró; y por otro, las razones y el impulso irrefrenable que llevan a un hombre a agredir injustificadamente a la mujer de la que sigue estando enamorado.

      Al quedar claras las consecuencias, el film no se regodea en la violencia explícita (aunque resulte brutal la escena del balcón), intentando diseccionar la lucha interior que se desata en cada uno de los personajes, de tal modo que la fractura en sus vidas se advierte como inevitable. Mas si a ese don nadie anodino, fracasado y abominable, Luis Tosar le confiere un cierto halo de humanidad, que no hace que el espectador sea condescendiente con él, mucho menos ante su egoísmo y ceguera cuando Pilar se decide a denunciarle y éste sólo acierta a preguntar dónde están los golpes y las heridas que ella denuncia, sin apreciar si abatimiento, el alcance de su aflicción, la devastación psíquica y espiritual que progresivamente ha venido sufriendo. Con sus muchos defectos, Te doy mis ojos es una película necesaria porque conecta al espectador con la enfermedad endémica de una sociedad incapaz de encontrar soluciones reales, pedagógicas y penales, para una lacra consustancial a la propia naturaleza del depredador.
     

      Cada año se incrementa el número de mujeres muertas  víctimas de los malos tratos. Apocalípticos datos los que arrojó el año 2007, estímulo sólo para el asco y la infinita tristeza
       
(Artículo del autor del blog sobre la violencia de género publicado en el libro colectivo  “Somos dos con dignidad”, editado por Manuel Ramos López).    

LAS MUSAS DEL DESTAPE: BLANCA MARSILLACH


      
      Poco conocemos de la vida de la actriz BLANCA MARSILLACH, salvo que nació en Barcelona en 1966 y que es hija del también actor, director y dramaturgo ya fallecido Adolfo Marsillach. Propietaria de una compañía de teatro, hace unos años tradujo y adoptó la obra de Tennessee Williams “El reino de la tierra”. Su carrera avanza compaginando algunos trabajos para la televisión con una labor de actriz cinematográfica que comienza a mediados de los 80 con En Penumbra (José Luis Lozano, 1985), ópera prima de su realizador y pésima película protagonizada por Amparo Muñoz y Miguel Bosé.

      No tuvo mejor suerte con su segunda incursión con La monja alférez (Javier Aguirre, 1986), absoluto fracaso crítico-comercial sobre la vida de Catalina de Erauso. Y qué decir de la infumable Atraco a las… tres y media (Raúl Marchand, 2003) burdo remake del clásico “Atraco a las tres”.

      Sí conoció el éxito con El otro lado de la cama (Emilio Martínez Lázaro, 2002), simpática comedia musical que recreaba el pop nacional de los 70/80 y donde tenía un papel muy secundario. Finalmente, recuerdo su última aparición en la gran pantalla en el thriller político Gal (Miguel Curtois, 2006), un engendro sobre el terrorismo de estado.
     
      Celosa de su intimidad, parece como si quisiera olvidar un tiempo que otros, sin fimosis en la imaginación y en la memoria, siempre recordaremos. Pero todos tenemos un pasado, y Blanca Marsillach y su hermana Cristina formaron parte activa de aquella galería de reinas del erotismo que empapelaron el patio de mi casa, que sí es particular. Puede que no tuvieran el halo de misterio de Mae West ni la chispa de Marilyn Monroe ni el frágil magnetismo de Audrey Hepburn, pero lograron levantar las faldas de la hipercasta España aireando tabúes y fragancias, produciendo un efecto eréctil de imposible retroceso. Las amé a todas.

miércoles, 25 de julio de 2012

LA FOTO HIPNÓTICA: SHARON STONE


      Alguien a través de la red que conoce bien mi gran afición por el cine me recomendó la compra de un Blu-Ray, aparato eficaz al máximo en la optimización de imágenes siempre que el visionado se realice en una pantalla LCD con resolución Full HD 1080. Si bien ya había verificado su calidad visual, decidí comprobar de manera algo más sugerente para qué sirve esto de la alta definición y las enormes prestaciones del invento. De modo que me fui a dar un paseo en moto con la intención de hacer una parada en una tienda donde había visto en ese formato la película Instinto Básico (Paul Verhoeven, 1992). Ya en casa, entrada bien la noche, con la familia roncando (el éxtasis de la felicidad), compruebo la calidad de imagen llegando velozmente al único paisaje (El-Monte-de-Venus) que en esos momentos me interesa: pauso el Blu-Ray en la famosa escena del cruce de piernas que se produce durante el interrogatorio en la comisaría y avanzo fotograma a fotograma, fotograma a fotograma y… ¡Sorpresa! En un instante glorioso cae uno de mis últimos mitos: ¡¡¡El vello púbico de color miel y los genitales de Sharon Stone se aprecian al límite de detalles posible!!! ¡Qué gran gozo! ¡Qué útil es esto del Blu-Ray y la HD!

      Por cierto, aunque se alzó dos veces con el Golden Raspberry a la Peor Actriz por Entre dos mujeres y El especialista en 1994, y por Instinto Básico 2 en 2006, Sharon Stone se merecía más que nadie el Oscar por su interpretación de la femme fatal desquiciada y drogata Ginger en Casino (Martin Scorsese, 1995), papel por el que estuvo nominada y ganó el Globo de Oro a la Mejor Actriz. Yo no lo he olvidado, como tampoco olvidaré el cruce de piernas de la perversa Catherine Tramell y su terrorífico picahielo, que pasó a formar parte de forma instantánea de la historia del cine. Y como me siento feliz, eufórico, animoso, salgo a la calle a gritar y me tropiezo con unos niños que juegan al gua mientras se comen los mocos y con una legión de parados que me miran atónitos rascándose los huevos –creerán que es una apuesta o una de esas bromas televisivas, o peor, tendrán la confirmación de cómo las partículas radiactivas de la mina de El Lobo pueden convertir a un tipo supuestamente cabal en un gilipollas-, me trae sin cuidado, no me corto y grito: ¡Oh Sharon, Dios bendiga las tierras de Meadville que te vieron nacer! ¡Dios bendiga tus 54 años cumplidos y tus 150 de cociente  intelectual! ¡Dios bendiga los mundos perdidos que escondes en tu pubis! Porque hoy, Día Mundial de la Celulitis Incrustada, ya sólo creo en ti y en mi Blu-Ray.

lunes, 23 de julio de 2012

LAS FOTOS HIPNÓTICAS: SOPHIE MARCEAU


       Como se me hace imposible olvidar a mis sagradas musas francesas, por las que siempre he sentido debilidad, abro hueco en esta sección  para dar paso a mi amada SOPHIE MARCEAU (París, 17 de noviembre de 1966), una de las actrices más queridas de Francia que debutó a los 14 años en el film La Boum (Claude Pinoteau, 1980), todo un exitazo que tuvo una secuela y la convirtió en ídolo juvenil en su país.  Sólo tres años más tarde recibió el Premio César a la actriz más prometedora del cine francés. Su matrimonio con el director experimental de origen ucraniano Andrzej Zulawski le llevó a estar a sus órdenes en un par de ocasiones, en el violento drama L´amour braque (1985) y en el drama de época La note bleue (1991).

        Fue tras su intervención en la popularísima y oscarizada Bravehearth (Mel Gibson, 1995) que le llegó el éxito internacional, proyección que no desaprovechó engrosando su filmografía con títulos como Anna Karenina (Bernard Rose, 1997), El sueño de una noche de verano (Michael Hoffman, 1999) y siendo chica Bond en la peli número 19 de la saga El mundo nunca es suficiente (Michael Apted, 1999). Después del fracaso como realizadora en sus dos únicos films dirigidos (La disparaue de Deaville y Parlez moi d´amour), ha seguido protagonizando títulos como el resultón thriller El secreto de Anthony Zimmer (Jérôme Salle, 2005), la comedia de relaciones familiares LOL (Lisa Azuelos 2008) y la cinta bélica de espionaje Espías en la sombra (Jean-Paul Salomé, 2008). Sophie Marceau tiene dos hijos, uno fruto del matrimonio con Zulawski y otro de su relación con el productor norteamericano Jim Lemley. En la actualidad, esta hija de un camionero, es pareja del también actor Christopher Lambert.   

      Te contaré, Sophie, al igual que otras legendarias bandas musicales de las décadas de los 60 y 70, tengo que agradecerle a King Crimson que hiciera más llevaderos todos aquellos años de mierda de mi infancia. Tal vez pocos lo adivinaran pero fui un niño triste, solitario, con tendencia al malditismo y amante de la más sublime decadencia. Los maravillosos refugios del cine, los libros, los cómics y la música jamás lograron liberarme de un estado opresivo de melancolía, si acaso profundizaron más en mi aislamiento y aflicción, pero, joder, cómo me gustaba. King Crimson nos regaló “Epitaph”, para este cronista uno de los mejores temas musicales de la historia que con el gran Robert Fripp a la guitarra y cantado por Greg Lake (que sin fuerzas para soportar el caudillaje de Fripp pronto abandonó el grupo para formar Emerson, Lake & Palmer), está incluido en su álbum debut “In the court of Crimson King” (1969): “Confusión es mi Epitafio / Al tiempo que me arrastro por un sendero viejo y agrietado / Si lo logramos, podemos sentarnos y reír / Pero me temo que mañana estaré llorando / Sí, me temo que mañana estaré llorando”. Te deseo lo mejor, Sophie, ya sólo eres un viento lejano, una excusa para mi desahogo, con palabras convertidas en hielo, la revolución pendiente y la eterna soledad de los campos. ¡Amorea mortus sum!